JORGE VOLPI
Melanina. Un pigmento natural que colorea las capas superiores de la epidermis, proporcionándole una variedad de tonos característicos, en un rango -hay que decirlo- bastante limitado. Del rosa pálido, que sólo en casos extremos se confunde con el blanco, a un castaño oscuro que, del mismo modo, sólo pocas veces parece negro. Y, entre ellos, una variedad tan sutil como arbitraria, en la que destacan mínimas tonalidades que sólo con mucha imaginación o mucha torpeza denominamos “amarillo” o “rojo”, o “moreno” o “aceitunado”.
Una serie de convenciones -de prejuicios- porque, para empezar, los colores no existen: ni el blanco ni el negro, como tampoco el azul o el amarillo, están presentes en la realidad. Existe apenas el estado interno que cada uno posee ante un rango de frecuencias de onda provocadas por el reflejo de la luz solar en los objetos, en eso que los escolásticos denominaban qualia. Estados mentales definidos a partir de convenciones sociales. Obsesionado con la óptica, Goethe descubrió que en las sagas homéricas no existe el azul -el mar nunca tiene este color- y los daltónicos simplemente ven un color donde el resto vemos otro.
Si una civilización extraterrestre visitara la Tierra, se sorprendería por la importancia que los humanos le hemos concedido a una diferencia tan pequeña. Un pigmento que, como cualquier rasgo evolutivo, no tiene otra función que protegernos del sol. Y, sin embargo, ¡cuántas muertes, cuántas torturas, cuánta discriminación han padecido millones a causa de este sinsentido, de esta singular prueba de barbarie!
Para colmo: gracias a los descubrimientos cristalizados en la secuenciación del genoma humano, ahora sabemos que las razas no existen, que todos pertenecemos a la misma especie y descendemos del mismo ancestro común, que en efecto todos somos -como ya lo anticipaban ciertas religiones- hermanos. Pero ello no ha bastado para borrar, de un día para otro, centurias de odio, de temor, de recelo y de ignorancia. Y aquí estamos, en pleno siglo XXI, presenciando incontables episodios de salvajismo basados en este malentendido.
Rachel Dolezal nació “blanca”. Esto es, sus padres se definían como “blancos”: su piel era clara y su cabello rubio. Desde niña convivió con hermanos adoptivos que eran “negros” -en el singular argot estadounidense, “afroamericanos”- y se identificó con ellos. Luego se casó con un negro -otro afroamericano- y, tras divorciarse de él, se empeñó en ser aún más negra. No sólo en sentirse “negra”, y en defender a los negros de la discriminación ancestral que persiste en Estados Unidos, sino en colorearse de negro. Se pintó y rizó el cabello y, según sus enemigos, pasaba largas horas tostándose la piel.
Asumida interna y externamente como negra, se convirtió en la portavoz de una asociación de defensa de los negros en Spokane hasta que sus padres -sus padres blancos, de quienes se hallaba distanciada- expusieron su engaño. ¿Engaño? Aquí sus (escasos) defensores y (múltiples) detractores no coinciden. Los primeros insisten en que las identidades son siempre imaginarias y, al sentirse negra, Rachel en verdad lo era. Los segundos deploran su mentira: para ella, ser negra era una elección, mientras que para los auténticos negros no existe semejante alternativa.
Que todo esto ocurriera cuando un blanco desquiciado entró en una iglesia de Charleston y asesinó a nueve personas -justo por ser negras-, no hizo sino avivar el debate. Lo mismo que la airada reacción de Barack Obama, el primer Presidente “negro” -aunque su madre sea blanca-. En pocos lugares la raza ha tenido mayor peso que en Estados Unidos: hasta hace poco, en todos los formularios uno debía reconocerse como parte de una adscripción particular en un catálogo casi borgiano.
La razón cultural es evidente: esclavitud y discriminación preservados por las leyes -y no sólo por la costumbre, como en México y otras partes- hasta hace apenas unas décadas. Según la regla de la gota de sangre -más radical que las leyes raciales de los nazis-, bastaba un solo antecesor negro, en cualquier grado, para serlo ante la ley. El término “mestizo”, pese a las complicaciones que ha tenido entre nosotros, ni siquiera se emplea. Porque, aunque hoy sepamos que las razas no existen, o que son una perversa invención para asegurar el poder de unos sobre otros, esta mínima diferencia continúa siendo, aquí y allá, una de las mayores fuentes de sufrimiento que persisten en nuestro planeta.
Fuente:reforma.com
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