Grecia merece algo mejor

BERNARD-HENRI LEVY

 

No se lleva a un pueblo al precipicio para escapar del callejón en el que uno se ha metido.

He hablado bastante de la cólera que me inspira la Europa sin alma de nuestros días, la Europa sin un proyecto digno de tal nombre e infiel tanto a sus valores como a sus padres y momentos fundadores; he denunciado bastante la ceguera de la mayoría de los actores de entonces (con algunas notables excepciones, como Jacques Delors) hacia las artimañas que, quince años atrás, hicieron posible la entrada precipitada de Grecia en la eurozona; como para callarme ahora los sentimientos que me inspira la actitud del señor Tsipras en los últimos tiempos.

Porque, al fin y al cabo, ¿qué le pedían en este punto de la historia los representantes de eso que, utilizando una retórica similar a la de la extrema derecha griega, él insiste en llamar “las instituciones”?

Un esfuerzo fiscal mínimo, en un país en el que ya va siendo hora de entender que disponer de una Administración sólida, capaz de recaudar impuestos y de redistribuirlos equitativamente es, en los términos del artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, un principio elemental sin el que no hay democracia viable.

Un aumento de la edad de la jubilación a los 67 años -salvo en el caso de los oficios más duros-, como ocurrirá en un plazo más o menos breve en los Países Bajos, Dinamarca, Gran Bretaña y Alemania; en otros términos: en gran parte de los países cuya solidaridad ciudadana está siendo solicitada (por no mencionar a los Estados Unidos, donde actualmente se debate retrasarla de los 67 a… ¡los 70 años!).

Una reducción -aunque no inmediata- de un presupuesto de defensa que, teniendo en cuenta la posición geoestratégica del país, tal vez no sea absurdo, pero que no deja de ser el más elevado de la Unión Europea en términos porcentuales y que sitúa a la Grecia de Syriza en el quinto puesto de los grandes importadores de armas, por detrás de la India, China, Corea y Pakistán.

A cambio de lo cual el señor Tsipras habría recibido un nuevo paquete de ayudas por parte del FMI -que, por más que él tienda a olvidarlo, no es su “caballo de finanzas” particular, como hubiera podido decir Alfred Jarry, sino un fondo que se supone debe ayudar también a Bangladesh, Ucrania o los países africanos devastados por la miseria, la guerra y el intercambio desigual-, así como una reducción-reestructuración de las ayudas anteriores a 2011, que, como todos sabemos, en realidad nunca serán reembolsadas.

Puede que la señora Lagarde, su bestia negra junto con la señora Merkel, no haya sabido comunicarlo adecuadamente.

Pero ese era el estado real de las negociaciones cuando él decidió romperlas unilateralmente el viernes 26 de junio.

Y, teniendo en cuenta el pasivo y los errores del pasado, era lo mejor que podía ofrecer un Fondo Monetario Internacional que, en ese mismo momento, debía decidir el penúltimo desembolso de la ayuda prometida a Túnez, el mantenimiento o no de las facilidades ampliadas de crédito a Burundi y la revisión de los planes de ayuda a los sistemas sanitarios de los países más afectados por el virus del ébola.

Un esfuerzo fiscal mínimo, en un país en el que ya va siendo hora de entender que disponer de una Administración sólida, capaz de recaudar impuestos y de redistribuirlos equitativamente es, en los términos del artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, un principio elemental sin el que no hay democracia viable.

Un aumento de la edad de la jubilación a los 67 años -salvo en el caso de los oficios más duros-, como ocurrirá en un plazo más o menos breve en los Países Bajos, Dinamarca, Gran Bretaña y Alemania; en otros términos: en gran parte de los países cuya solidaridad ciudadana está siendo solicitada (por no mencionar a los Estados Unidos, donde actualmente se debate retrasarla de los 67 a… ¡los 70 años!).

Una reducción -aunque no inmediata- de un presupuesto de defensa que, teniendo en cuenta la posición geoestratégica del país, tal vez no sea absurdo, pero que no deja de ser el más elevado de la Unión Europea en términos porcentuales y que sitúa a la Grecia de Syriza en el quinto puesto de los grandes importadores de armas, por detrás de la India, China, Corea y Pakistán.

A cambio de lo cual el señor Tsipras habría recibido un nuevo paquete de ayudas por parte del FMI -que, por más que él tienda a olvidarlo, no es su “caballo de finanzas” particular, como hubiera podido decir Alfred Jarry, sino un fondo que se supone debe ayudar también a Bangladesh, Ucrania o los países africanos devastados por la miseria, la guerra y el intercambio desigual-, así como una reducción-reestructuración de las ayudas anteriores a 2011, que, como todos sabemos, en realidad nunca serán reembolsadas.

Puede que la señora Lagarde, su bestia negra junto con la señora Merkel, no haya sabido comunicarlo adecuadamente.

Pero ese era el estado real de las negociaciones cuando él decidió romperlas unilateralmente el viernes 26 de junio.

Y, teniendo en cuenta el pasivo y los errores del pasado, era lo mejor que podía ofrecer un Fondo Monetario Internacional que, en ese mismo momento, debía decidir el penúltimo desembolso de la ayuda prometida a Túnez, el mantenimiento o no de las facilidades ampliadas de crédito a Burundi y la revisión de los planes de ayuda a los sistemas sanitarios de los países más afectados por el virus del ébola.

El señor Tsipras optó por responder recurriendo una vez más a la retórica de la extrema derecha sobre la supuesta “humillación griega”.

En lugar de señalar a los verdaderos responsables de la crisis, que son, entre otros, los armadores con cuentas en los paraísos fiscales o el clero exento de impuestos, ha preferido reiterar hasta la saciedad el antiguo sonsonete nacional-populista sobre el malvado euro que estrangula a la democracia ejemplar.

Y, falto de argumentos y entre dos visitas a Putin, ha terminado gestando la idea del referéndum que, teniendo en cuenta el contexto, los plazos y el esmero con el que se han enmarañado los términos de la pregunta, recuerda menos a una justa y sana consulta popular que a un chantaje a Occidente en toda regla.

Pero ¿acaso su predecesor socialdemócrata, Yorgos Papandreu, no hizo lo mismo durante la crisis financiera, hace cinco años?

Pues no.

En el caso de Papandreu se trababa de someter a la aprobación de sus conciudadanos un plan de rescate que él había estudiado, discutido y validado.

Mientras que en el de Tsipras se trata de endosarles la corresponsabilidad de un naufragio cuyo riesgo ha asumido él y solo él, en una combinación de irresponsabilidad, espíritu de sistema y, probablemente, incapacidad para decidir.

Detrás de la operación, se intuye la deplorable lucha de corrientes en el seno de Syriza.

Detrás de este farol que probablemente le pareció hábil, se adivina al político con un ojo puesto en el ala radical de su partido y otro en su propia imagen, su futuro personal y en protegerse las espaldas.

Pero ¿es así como se gobierna un gran país?

¿Grecia no merece nada mejor que este demagogo pirómano que se ha aliado con los neonazis de Amanecer Dorado para imponerle al Parlamento su proyecto de plebiscito?

Fue el mismo Alexis Tsipras quien replicó “la pobreza de un pueblo no es un juego” cuando, durante las últimas fases de la negociación, el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, afirmó “the game is over”.

Pues bien, dan ganas de devolverle el cumplido y de recordarle que la pobreza de un país tampoco se la juega uno al póker ni a la ruleta griega, y que no se lleva a un pueblo al borde del precipicio para escapar del callejón sin salida en el que uno mismo se ha metido.

Bernard-Henri Lévy es filósofo

Traducción: José Luis Sánchez-Silva

Fuente:elpais.com

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