Alejandría en mi corazón… sefardí

El antiguo Cecil Hotel, junto a la Corniche, construido en 1929 por la familia judía Metzger.

PILAR ROMEU FERRÉ

Acaba de aparecer un impecable libro de memorias: el de Lucienne Carasso-Bulow (Alejandría 1946). Y del baúl de mis recuerdos como ávida lectora de memorias sefardíes he rescatado las de Frédéric Galimidi (Alejandría 1928), Maurice Elia (Alejandría 1944), Vera Nehama (Alejandría 1946), y André Aciman y Gini Alhadeff (Alejandría 1951). Me pregunto qué fascinación ejercen sobre mí estas memorias tan unísonas, tan confortablemente ancladas en un muelle pasado. Seguramente es el hálito del Mediterráneo, pues ese pasado tiene también mucho del mío como nacida que fui a la vera del mismo mar. Cierto es que la misma cantinela se deja sentir en las memorias de Rodas, Salónica, Esmirna o… Tánger. Pero algo tendrá Alejandría que las hace diferentes. Seguramente. En primer lugar, Alejandría supone para los sefardíes un lugar de emigración, y, en segundo lugar, pese a las dificultades inherentes a todo cambio de vida, de negocio y de ambiente, ese lugar elegido coincidió con el momento álgido de expansión, tanto del propio país como de la ciudad elegida, y aunque hubo comunidades judías en El Cairo y Alejandría (amén de otros lugares menores como Damietta, Rosetta, El Mansurá o El Mahalla El Kubra), es Alejandría la que genera entre sus descendientes mayor grado de entrañable nostalgia, reflejo de un modo de vida relajado que hizo las delicias de todos, a juzgar por sus escritos. Un modo de vida tan diferente a la del resto del país «que lorsque, par exemple, quelqu’un parlait d’un voyage à effectuer au Caire, il annonçait: “Je vais en Egypte”» (Elia, p. 21).

Ellos son descendientes de familias sefardíes emigradas de Turquía y los Balcanes que llevaron consigo sus tradiciones y su lengua. La mayoría emigró con el declive de las comunidades balcánicas en las últimas décadas del siglo XIX, y a principios del siglo XX, con los conflictos sociales a flor de piel, con las guerras balcánicas, con la guerra mundial.

«Quienes mejor hablan del exilio son los que recalaron en la segunda ciudad de Egipto, Alejandría, que describen como “una hermana gemela de nuestra Saloniki”» (Nehama, p. 151). Alejandría era el mayor puerto de Egipto en cuanto a comercio y turismo, por lo que la elección desde el punto de vista comercial era acertada. Según Landau (p. 462), el aumento de la población judía a partir del siglo XIX refleja además la mejora alcanzada en la seguridad con el gobierno de Mohamed Alí y sus descendientes, y posteriormente bajo la dominación británica. En los años de 1930 se produjo una emigración masiva de europeos hacia Alejandría, generalmente mal vista por los sefardíes: «If all these Ashkenazi Jews begin swarming in from Germany, it’s going to be the end of us. The city will be teeming with tailors, brokers, and more dentists than we know what to do with» (Aciman, p. 23).

Todos pensaron que Egipto les abriría las puertas a un radiante futuro. Y se las abrió… hasta 1956, cuando estalla la guerra del Sinaí, llamada también crisis de Suez (librada sobre territorio egipcio por el Reino Unido, Francia e Israel contra Egipto). Sin excepción, todos los memorialistas señalan 1956 como el inicio de la nueva emigración, un viaje de ida sin regreso, etapa final de la previa discriminación, hostigamiento, persecución e incautación de bienes llevada a cabo en Egipto tanto por la población árabe como por el Gobierno, aunque algunas familias tardaron más de una década en asumir que su nueva situación era insostenible. Después de la guerra, Egipto expulsó a millares de judíos, confiscándoles todos sus bienes; otros fueron encarcelados o detenidos. La anterior gran crisis migratoria la habían sufrido los sefardíes con la expulsión de España en 1492. Los destinos iban a ser ahora, preferentemente: Venezuela, América del Norte y Francia.

El mayor de los memorialistas es Frédéric Galimidi (1928), hijo de Victoria Levi y Murat Bey Galimidi, hijo a su vez de Mentèche (Marco) Pachá Galimidi, médico militar del Sultán Abdul Hamid II. Victoria y Murat eran originarios de Constantinopla. En 1952, cuando se estaba gestando la llegada de Nasser al poder, Frédéric tenía 24 años y estudiaba Derecho. Luego fue a ejercer a Francia, donde se integró como un ciudadano más. Sin embargo, en su edad adulta sintió la necesidad de contar sus vivencias, sus historias de desarraigo y las vertió en un libro, alegre pese a las tristes vivencias que narra. Pero no sólo los sefardíes coinciden en estos extremos. Por ejemplo, hasta los ocho años, María (Minou Azoulai, de familia sirio-árabe) ha pasado una infancia feliz. Pero en 1956 la niña toma conciencia de que es judía. Su familia se exilia en Francia y María abandona todo aquello que hasta entonces le había sido querido y familiar: su ciudad, sus amigos, y Fahima, su cuidadora. Arrancada brutalmente de su infancia, desolada porque es judía y egipcia, María conoce la vergüenza y la humillación. La pequeña alejandrina busca entonces cómo reconstruirse en un país que no es el suyo.

Curiosamente, sólo Vera Nehama de entre los sefardíes, completó el círculo de vuelta a la Sefarad ancestral… En sus memorias martillean las vibrantes descripciones de una ciudad donde todo era posible y de una época que ya fue y no volverá, la llamada «Edad de Oro» del judaísmo alejandrino. Sin embargo, todos coinciden en señalar que «su Alejandría» dista mucho de la sensual que describió Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría; quizás, explican, porque salieron muy jóvenes de allí. Efectivamente, aunque coinciden fechas, lugares y descripciones, el halo indefinible de la vida en familia típicamente sefardí es el magma que con centra sus vivencias bajo un cielo azul y una luz cegadora.

La Alejandría que presentan era un lugar multicultural, amable, un tanto esnob, donde dejarse invitar era de buen tono, donde las mujeres usaban pieles pese al calor y se engalanaban con costosísimas joyas. En las imágenes que los autores aportan nos sonríen unos dandys cabalgados en sus glamurosos zapatos acordonados, unas damas peripuestas, unos niños perfectamente emperifollados, y un servicio impecable, apto para todos los menesteres, tanto para lavar la ropa (Aciman, p. 106-107), como para depilar a las damas con halawa –masa de azúcar, agua y limón (Nehama, p. 274)–, o para ayudar a preparar la inacabable mesa de shabat de Estrella Benveniste con especialidades de Salónica: molojeia, bamias, babajanush, tarator, ful medames, huevos jaminados… (Nehama, p. 163-164).

Infinitas son las disquisiciones sobre las playas: Sidi Bishr, Mandara, San Stefano, pero… ¿es Stanley Bay la más hermosa? ¿o Montazah? Muchas familias judías solían alquilar una cabina en las playas durante los veranos, y allí pasaban el día. Recorren mentalmente los barrios con población judía: Ramleh, el boulevar Aboukir y Moharrem Bey. Y, por supuesto, lugares emblemáticos que hacen las delicias de cualquier alejandrino: la Corniche, el más bello paseo del mundo, un pedazo de costa de seis millas que es la esencia de Alejandría de la época; el Cecil Hotel, construido en 1929 por la familia judía Metzger, de origen rumano, con su aire romántico; las pastelerías Baudrot –donde sirven el mejor chocolate del mundo– y Athineos –con los pasteles árabes y europeos más deseados–; y los lugares de ocio: el Casino San Stefano, el Mayfair Inn, l’Auberge Bleu, el Beau Rivage, el Excelsior y el Sporting Club, donde hay que pasear el palmito; los Jardines Antoniadis; la calle de compras Nebi Daniel, en cuyos aledaños se encontraba la sinagoga más grande de Alejandría: Eliahou Hanabi; y el cementerio Chatby, donde todos tienen algún familiar que visitar.

En ese ambiente de aimable plaisanterie, las nonas no hablan más que judeoespañol, siguen comiendo borrecas, mantienen unida la familia y siguen las costumbres familiares a rajatabla: «Nonna Sol would not her of having any of her children marry outside the faith» (Carasso, p. 28). Sin embargo, esa aparentemente abierta sociedad alejandrina sigue aferrada a los matrimonios endogámicos: «¡Daisy se convirtió en la esposa de su tío y, sin cambiar de apellido, transformó a su abuela en suegra y a sus propio padres en cuñados!» (Nehama, p. 94).

Con todo, es un mundo diferente al que conocieron en sus lugares de origen: «A World of many languages and no borders» (Alhadeff, p. 3). En Alejandría se hablaba francés, árabe, griego, italiano, español, inglés y armenio. No era una ciudad estrictamente árabe. Por el aspecto externo de cada cual o por sus maneras, uno adivinaba en qué lengua debía dirigírsele, y hablar tres, cuatro o cinco de ellas era algo habitual para aquellos que se movían fuera del círculo familiar (los hombres) o asistían a las escuelas (los niños) (Carasso, p. 11).

Nunca falta en las memorias el ceremonial de los juegos de cartas, como el de los tres abuelos de Aciman (p. 59) que hablan ladino, para envidia del alepino abuelo Jacques, que no lo habla y, por tanto, no juega; sólo reclama a la mujer en casa cuando los demás disfrutan de lo lindo. «To the three who had discovered one another, Ladino spoke of their homesickness for Constantinople. To them, it was a language of loosened neckties, unbuttoned shirts, and overused slippers, a language as intimate, as natural, and as necessary as the odor of one’s sheets, of one’s closets, of one’s cooking» (Aciman, p. 55-56). Esa lengua se pierde por completo entre los alejandrinos en la siguiente generación, la de los nacidos en los años 1940-1950, que no es capaz más que de recordar palabras sueltas y articular algún proverbio.

Si bien los sefardíes siguen manteniendo en Alejandría las costumbres sabáticas y las principales festividades religiosas, empiezan a tener intenso contacto con otras ramas: asquenazíes, mizrahíes… y a sufrir de la nueva plaga: los matrimonios mixtos con no judíos, e incluso las conversiones. No hay una memoria que no narre algún episodio al respecto, con final feliz o no. Es claro que los recuerdos actuales de los protagonistas, vistos al trasluz de muchas décadas, parecen ultramodernos, pero en aquellos tiempos algún sarpullido que otro debieron de levantar. Como señala Aciman (p. 57), existió una pugna entre árabes y sefardíes: se llamaban lindezas como «dirty Turks» o «Syrian hypocrite».

A Marta, como mal menor, la casan a los 40 años con Aldo Kohn, un judío asquenazí a quien toda la familia llama «El Swabo» (Aciman, p. 12).

Maurice emigra en los años 30 con 14 años de Salónica a París y establece una alianza perpetua con una costurera separada, Marguerite, a quien cuidó aun después de casado (Nehama, p. 73-74).

Mario Carasso no tuvo infancia; a los 14 años era ya el jefe de la familia. Quería casarse con su secretaria católica, Rosine, pero Nonna Sol no se lo permitió. Entre otras cosas, porque había que casar primero a sus hermanas (cosa harto difícil, porque no tendrían dote). Todas –Yvonne, Odette, Georgette y Fortunée– se casaron maduritas. Mario hizo entonces lo propio. Rosine se convirtió al judaísmo con el nombre de Esther, pero Mario tenía ya 52 años y ella 6 más que él. Obviamente, no tuvieron hijos (Carasso, p. 29-31).

Esther Masri se decidió finalmente a dejar a su novio armenio cuando comprendió «la imposibilidad de entrar a formar parte de esta célula arcaica donde sólo los hombres tenían voz y voto» (Nehama, p. 210).

Tal vez el caso más extremo es el de Carlo (Shalom) Alhadeff Cori y Nora Pinto Tilche (nacidos en Rodas y Alejandría), que se convirtieron al cristianismo en los años 40. «Conversión» es un término judío. La habilidad para convertirse, también (Alhadeff, p. 100). Gini, su hija menor, estaba haciendo una entrevista para trabajar en el Museum of Modern Art de Nueva York. Le preguntan si es sefardí: «I said “No”, inmediately, then “I don’t know”, then “Yes, maybe”» (Alhadeff p. 17). A pesar de su físico, Gini discursea negativamente acerca de lo que es o lo que debe sentir hacia su pasado: la religión es una estética, no se siente conectada con las víctimas de su familia durante la Shoá, con su sufrimiento; no es el suyo. «What the Sephardic Jews suffered was on account of what they were and what they were determined Interior de la sinagoga Eliyahu Hanavi de Alejandría. to be, rather than what they weren’t. I sympathize, but I wish to open my eyes every day on the possibility of becoming what I am not yet, and of no longer being what I was. As for their languages –Hebrew and Ladino– I don’t understand them, don’t speak them. I want no family, no religion, no country, no self I have to answer to, please, conform to, die for» (Alhadeff, p. 14).

Estas impresiones, a modo de contrapunto, no desmerecen en el conjunto de evocaciones de la vida alejandrina, que sigue anclada en su memoria una vez lejos de ella: «Les jours et les semaines s’écoulaient, mais mes nuits restaient hantées par le mêmes rêves délirants: je me promenais le long de la Corniche d’Alexandrie et j’apercevais au loin la Tour Eiffel; je traversais la Place Mohamed Ali pour déboucher sur les Champs-Elysées» (Galimidi, p. 149). «I am most grateful to have ended up in the best country in the world, the United States of America, and specially in New York, which is probably most reminiscent of Alexandria as the cosmopolitan city of the “melting pot”» (Carasso, p. 5-6). «When I think of Alexandria, I think of a sunny, warm place» (Carasso, p. 11).

Por mucho que nos puedan decir, sin embargo, queda algo intangible que es imposible de aprehender y que pondré en boca de un ajeno: «No hay nada comparable al cielo de Alejandría… Alejandría es París, Viena, Londres y Roma, todo a la vez. Es imposible describirlo. Hay que haber vivido allí» (Stefanakis, p. 36).

Sé que esta afirmación hará vibrar a más de un corazón alejandrino.

Bibliografía

Aciman, André. Out of Egypt. A Memoir. Nueva York: Penguin, 1996.

Alhadeff, Gini. The Sun at Midday: Tales of a Mediterranean Family. Hopewell, New Jersey: The Ecco Press, 1998 [1a ed. 1997].

Azoulai, Minou. Murmures d’Ale-xandrie. Roman. Paris: Jean-Claude Lattès, 2000. Carasso, Lucienne. Growing Up Jewish in Alexandria: The Story of a Sephardic Family’s Exodus from Egypt. North Charleston, South Carolina: CreateSpace Independent Publishing, 2014.

Elia, Maurice. Lunes bleues d’Ale-xandrie. Roman. Boucherville, Québec: Humanitas, 1997.

Galimidi, Frédéric. Alexandrie sur Seine. Tarascon: Cousins de Salonique Editeurs, 1999. Echelle de Jacob IV.

Landau, Jacob M. «Los judíos de Egipto», en H. Méchoulam, ed., Los judíos de España. Madrid: Trotta, 1992, p. 461-472.

Nehama, Vera. Las turquesas mágicas. Crónicas de Salónica. Madrid: Hebraica Ediciones, 2011.

Stefanakis, Dimitris. Los días de Alejandría. Penguin Random House, 2012.

Fuente: Raíces

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