Max Nordau fue un periodista e intelectual húngaro de origen judío que publicó en 1892 un voluminoso ensayo titulado Degeneración. Aunque hoy este libro esté olvidado, disponible solo en bibliotecas digitalizadas, en su tiempo causó un buen revuelo en la opinión pública europea y fue traducido a 18 idiomas. Médico de formación y dueño de una de esas barbas augustas del siglo XIX que murieron a la vez que la fe en la razón y el progreso, Nordau era seguidor de las teorías del también judío Cesare Lombroso. Si en sus visitas a las cárceles y los arrabales el famoso forense fundador de la Criminología había creído reconocer los rasgos físicos que identifican a las clases delictivas, Nordau dio un paso más y encontró esas supuestas marcas de atavismo y desequilibrio mental muy lejos de los barrios bajos.
En Degeneración, Nordau cargó con furia cientificista contra prácticamente todos los grandes nombres de la cultura europea del fin de siècle. Para nuestro hombre (tal y como se cita en Años de vértigo; cultura y cambio en Occidente, 1900-1914 de Phillip Blom, publicado en España por Anagrama en 2010) figuras como el poeta simbolista Paul Verlaine, «un degenerado repulsivo con el cráneo asimétrico y cara de mongólico […] un viejo senil que en su discurso incoherente exhibe la falta de cualquier idea clara, usa expresiones que no significan nada e imágenes retorcidas» representaban una auténtica amenaza para Europa, y eran, al mismo tiempo, síntoma y causa de la decadencia física y moral que asolaba el viejo continente. «Quienquiera que considere que la civilización es un bien valioso y merece ser defendida, debe aplastar sin piedad, con los pulgares, a esa sabandija antisocial».
No hay muchos motivos para pensar que estos aspavientos verbales Max Nordau (1849 – 1923) fueran algo más que una pose. Nordau tenía 42 años cuando su polémico libro salió de la imprenta y gozaba de una sólida posición económica, aunque sus comienzos no habían sido fáciles. Era hijo de un poeta y rabino afincado en Pest (antes que se uniera a Buda) apellidado Südfeld, que murió cuando Maximilian aún no había terminado sus estudios de Medicina. Tuvo que hacerse cargo de su familia, y empezó a colaborar con varias publicaciones periodísticas. En cuanto terminó la carrera, abrió consulta en París y –en un gesto que hará sonreír a más de un freudiano– cambió de su apellido el sur por el «Nord» y el campo (feld), por el prado (au).
También se había apartado de su religión, pero el tsunami de antisemitismo que provocó en Francia el caso Dreyfus le llevó a tomar contacto con otro periodista hebreo afincado en París, el vienés Theodor Herzl, con quien empezó a barruntar la necesidad de la creación de un estado propio para los judíos. Organizaron juntos el Primer Congreso Sionista, celebrado en Basilea en 1897 con un éxito notable.
Además de aportar un sano aire democrático a los primeros pasos del movimiento (parece que Herzl se oponía a tomar resoluciones mediante votación, pero Nordau le convenció de lo contrario apelando a un, real o supuesto, «don natural» de los judíos para las cuestiones públicas) Nordau no estaba dispuesto a renunciar a su obsesión con la decadencia física y moral europea, y, en una sorprendente amalgama, la fusionó con sus nuevas convicciones políticas.
En 1898, su discurso en el Segundo Congreso Sionista trató el tema de lo que él denominó Muskeljundentum: «judaísmo muscular», trasunto de la muscular christianity que habían divulgado décadas antes algunos sportsmen victorianos. Dando por bueno el cliché antisemita del judío del gueto, pálido, enclenque, con los ojos rojos por las incontables horas de estudio frente a la Torá, Nordau hizo un ardiente llamamiento al renacimiento corporal y espiritual de los judíos de Europa, que debían luchar para que la plaga de neurastenia y debilidad de todo orden que se extendía entre los gentiles no les afectase. Desde la tribuna, preconizó una nueva raza de judíos de «mente clara, vientre firme y músculos duros», un pueblo que gobernase en sus bíceps antes de mandar en su propio destino como nación.
Hoy sus ideas pueden parecernos, como poco, extravagantes, pero fueron acogidas con auténtico entusiasmo, e impulsaron sobremanera la causa sionista, sobre todo, entre las clases populares. Al calor de su discurso, y sus artículos posteriores desarrollando la idea del «judaísmo muscular», nacieron clubes deportivos judíos por toda Europa, entre los más famosos los vieneses Hakoah (1909) y Bar Kochba (1898) y la Unión de Clubes Deportivos Maccabi (1902) en Berlín. Estos dos últimos, nombrados en honor al último líder judío que puso en jaque al imperio romano y a los legendarios guerreros que recuperaron la independencia para Israel cuando estaba bajo dominio persa, respectivamente, dan una idea del fervor sionista con el que se pusieron a sudar los judíos de Europa.
El prusiano Eugen Sandow, considerado fundador del culturismo moderno, ídolo de multitudes y explorador de nuevos modelos de masculinidad rigurosamente heterosexual para nada reñidos con vistosos calzones de estampado de piel de leopardo, saludaba en su revista a los nuevos hebreos musculosos, que a diferencia de «los artistas de circo judíos de antaño que se avergonzaban de serlo y buscaban, por medio de un toque quirúrgico, esconder el signo de su filiación religiosa, proclaman libre y orgullosamente su condición de judíos».
Artista circense, pero en absoluto avergonzado de su nariz, el herrero polaco Siegmund «Zishe» Breithart (1893-1925) alcanzó la fama mundial por sus pruebas de fuerza, que incluían torsiones de barras metálicas –que le hicieron valerse el apodo de Eisenkönig («rey del hierro»)– y hazañas tan llamativas como subir unas escaleras con una cría de elefante en brazos. Todo ello con una bata a rayas azules y blancas y la estrella de David cosida en la espalda; alcanzó el estatus de figura del folclore judío contemporáneo, sobre todo para los niños. Hay quien dice que sus proezas inspiraron a los norteamericanos Jerry Siegel y Joe Schuster, ambos hijos de inmigrantes judíos del Este de Europa, para crear el personaje de Superman.
Aun mayor fue el impacto del equipo de fútbol del ya citado Hakoah [en hebreo, «La fuerza»] de Viena, que, aprovechando el tirón de un deporte que ya era de masas, organizaba giras mundiales en los años 20 con el fin de recaudar dinero para la causa sionista en una Europa cada vez más antisemita. No sorprende que el equipo de lucha libre viajase a menudo con ellos para defender a los futbolistas de las agresiones judeofóbicas. En solo 11 campañas, el Hakoah pasó de la cuarta a la primera división del balompié austriaco y en la temporadas 1924/25 se proclamaron campeones de la Liga de Austria, después de un dramático tanto de su portero, Sandor Fabian –que jugaba con el brazo en cabestrillo– en los minutos finales del último partido del campeonato. Las mujeres afiliadas al Hakoah pronto brillaron en la natación, y dominaron las piscinas de todas las competiciones de los años 20 y 30. Su historia se narra en el documental Watermarks (2004) de Yaron Zilberman, que entrevistó a las venerables ancianitas que habían sido el terror de las nadadoras arias en los años inmediatamente anteriores al nazismo, aunque no pudo charlar con Judith Deutsch, la estrella indiscutible del equipo, que en 1936 se vio despojada de todos sus títulos y récords por la federación de natación austriaca por negarse a participar en los Juegos Olímpicos de Berlín. «¿Por qué voy a nadar en Alemania, si allí hay carteles en las piscinas que prohíben la entrada a perros y judíos?», había comentado a la prensa.
Al otro lado del Atlántico, los judíos tampoco se quedaron de brazos cruzados. Pronto destacaron en el baloncesto, que aunque inventado por James Naismith, un capellán castrense obsesionado (paradójicamente) con la muscular christianity, comenzó a llamarse en EE UU jewball. La destreza de los baloncestistas judíos de la costa Este era legendaria, y muchos comentaristas de la época comenzaron a especular acerca de las supuestas ventajas genéticas que tenían para este deporte; probablemente sea mucho más razonable pensar que el baloncesto era –igual que para los afroamericanos de la actualidad– una de las pocas formas que tenían los judíos jóvenes para salir del gueto.
En cualquier caso, los inmigrantes judíos convirtieron un juego concebido para la fuerza bruta y puntuaciones bajas, en el espectáculo de dribblings y bombas de tres puntos que hoy disfrutamos. El equipo de la South Philadelphia Hebrew Association, los Philadelphia Sphas, era particularmente bueno y dominó la liga estadounidense de entonces (fueron campeones siete veces en un periodo de trece años entre 1933 y 1945). Lucían el nombre del equipo escrito en alefato en el pecho de sus camisetas; para los que no lo entendieran, llevaban un desafiante «Hebrews!» en la espalda.
Podemos imaginar que todo este despliegue de orgullo atlético judío habría emocionado profundamente a Nordau, pero no pudo disfrutar con ninguna de estas gestas, porque había fallecido veinte años antes, olvidado por casi todos. Las ideas volcadas en Degeneración y sus demás libros fueron ridiculizadas en los primeros años del siglo XX por personalidades tan influyentes y dispares como William James (llamado «padre de la psicología americana»), George Bernard Shaw y Sigmund Freud, y pronto perdió el favor del público. Cada vez más aislado de las nuevas corrientes de pensamiento que irrumpieron con fuerza con el cambio de siglo, Nordau pasó pronto a ser visto como un fósil decimonónico.
Enfrentado a Jaim Weizmann, (quien en 1949 se convertiría, como muchos lectores sabrán, en el primer presidente de Israel) que priorizaba la negociación política por encima de campañas de inmigración masiva que Nordau creía necesarias (y no le faltaba razón) para salvar al pueblo judío, también abandonó el lugar central que había venido ocupando en el movimiento sionista.
Al perro flaco todo se le hacen pulgas, y sus orígenes húngaros y sus frecuentes viajes al imperio de los Habsburgo le hicieron sospechoso de simpatías con el bando del káiser cuando estalló la Primera Guerra Mundial y se vio obligado a exiliarse en España. Aquí, trabó contacto con los círculos sefardíes a través de Rafael Cansinos Assens (uno de sus más fervientes admiradores, aunque habría que ver qué habría pensado del modernismo el furibundo crítico de las corrientes decadentistas), publicó libros y dio conferencias. La editorial Almuzara publicó recientemente sus Impresiones españolas (1916), entre las que destaca su admiración por la provincia de Cádiz y sus vinos. Tras el fin de la guerra regresó a París, donde falleció en 1923. Tres años después se trasladaron sus restos a Tel Aviv, y puede visitarse su tumba en el cementerio de Trumpeldor. No tenemos forma de saber qué opinaría acerca de que su apellido dé nombre a una playa de esta ciudad en la que los bañistas están segregados por sexos.
Hoy, Nordau resulta una figura fascinante por el encanto de unas ideas en muchas ocasiones francamente disparatadas (no hemos mencionado que en Degeneración se empeñaba en demostrar que los impresionistas realmente pintaban así por un defecto de visión congénito) pero que nacían de la frustración de un espíritu noble que veía cómo el vigoroso Sapere aude de la Ilustración era pisoteado en una época en la que estaban de moda, un poco como hoy, la ironía como postura estética, el nihilismo ético y la duda paralizante en los asuntos cotidianos.
Pero sobre todo, las palabras de Nordau sirvieron para que los judíos de todo el mundo, y especialmente las clases populares, recuperasen la dignidad de serlo a comienzos del siglo XX. Después de todo, no todos podían ser Mahler o Zweig, ni aspirar a un reconocimiento intelectual que en muchas ocasiones requería una educación costosa. Lo que sí podían hacer era apuntarse a un club amateur, tal vez seducidos por los éxitos deportivos de algún conocido de su familia, y descubrir, mediante las agujetas y las camisetas apestosas de sudor, la confianza en sí mismos que los hombres y mujeres de religión judía de entonces tanto necesitaban.
Fuente: Raíces
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