Hace algunas semanas, se hizo pública una historia: Rachel Dolezal, una mujer que presidía uno de los capítulos de la Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color en Estados Unidos, renunció a su cargo porque se descubrió que no era negra sino blanca.
Extraño asunto sin duda, porque no es fácil engañar con el color de piel. Todo lo demás sí: rizar y entintar el cabello, aprender otras costumbres. Pero cambiar el color de piel, todavía no se sabe cómo hacerlo, a no ser que se tenga una enfermedad como la que tenía Michael Jackson que lo fue blanqueando con el paso de los años.
Nuestros vecinos del norte se enojaron mucho “porque les habían mentido”. A mí me parece que el asunto debe verse con admiración. Que un blanco quiera ser negro, un criollo decida irse a vivir con los indios o alguien nacido en familia rica se vaya con los pobres, es algo que deberíamos apreciar. ¿Por qué se ve mal lo que es un acto de valentía en una sociedad que, diga lo que diga, desprecia a los no blancos, occidentales, ricos y cristianos?
El asunto Dolezal, más allá de sus complejidades particulares (que son muchas, sin duda), plantea un problema central de nuestro tiempo: el de la identidad.
¿Un musulmán es alguien que nace así o alguien que quiere serlo? ¿Un mexicano es el que nació en el territorio de México o el que decidió hacer suya esta patria aun si no nació en ella?
La historia de la humanidad está llena de respuestas contradictorias a estas preguntas: por ejemplo, obligar a las personas a convertirse a una religión y luego no aceptarlos porque son “nuevos”, entregar documentos de nacionalidad en los que se señala el lugar de nacimiento para que siempre se recuerde que son fuereños. Al escritor Javier Moro se le fueron encima los brasileños por escribir una novela sobre su emperador Pedro, algo que ellos no habían hecho pero que tampoco aceptaban que hiciera un no nativo. A la escritora Ruth Prawer Jhabavala la leían todos los indios, y les encantaban sus relatos sobre ese país, hasta que se enteraron que no era nativa y la despreciaron.
Pero al mismo tiempo, admiramos a los que se fueron a la India a luchar al lado de Gandhi, a las brigadas internacionales que combatieron en la guerra civil española, a los no judíos que formaron parte de la resistencia contra los nazis, a los ciudadanos que, arriesgando sus vidas, esconden a los perseguidos. Se festeja a Elena Poniatowska porque nació princesa pero está con las causas de los juanes y marías y a la Madre Teresa, quien abandonó Europa para irse a la India a cuidar enfermos terminales.
Dicho de otro modo: que los humanos no tenemos claro si admiramos o despreciamos a los que optan por una opción diferente a aquella en que nacieron, una que no es la que consiste en desclasarse para arriba o convertirse a una religión aprobada en Occidente, sino una que representa lo que a lo largo de la historia hemos considerado indeseable.
Hitler decía que una gota de sangre judía bastaba para considerar a alguien judío, aun si la persona en cuestión no sabía que lo era o si no lo quería ser. En Estados Unidos hubo aquella norma de One-drop rule: una gota de sangre negra bastaba para considerar a alguien negro, aun si no se le notaba. Al contrario en cambio, no lo valían: una gota de sangre aria o blanca no bastaba para que se les considerara como tales.
Por eso el indio dice que es mestizo, la madre de un bebé negro lo da en adopción y Gustav Mahler se convierte al catolicismo.
Y ahora resulta que sale alguien que quiere ser eso que todos desprecian. Y mete en un difícil predicamento tanto a los racistas como a los que discursean sobre que la identidad es algo que uno puede elegir y a los que hablan de la aceptación de la diversidad. Rachel Dolezal nos puso frente al espejo: ¿Qué es lo que realmente creemos, más allá de lo que decimos?
Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx www.sarasefchovich.com
Fuente: eluniversalmas.com.mx
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