WOLFGANG MERKEL
El autor explica por qué la famosa y polémica teoría del choque de las civilizaciones occidental e islámica, anunciada hace dos décadas por Samuel Huntington, es hoy una verdad innegable.
Cuando el mundo se despedazó, el imperio soviético implosionó y una ola de cambios atravesó el Este europeo, Asia, América Latina e incluso el África subsahariana, junto con los moribundos regímenes dictatoriales también fueron arrasadas algunas viejas certezas. El breve siglo XX encontró su abrupto final. Dos ensayos que prometían una nueva certidumbre en medio de la nueva complejidad recorrieron el mundo a modo de música de acompañamiento. ¿Prometían? ¡No, profetizaban!
Francis Fukuyama escribió acerca del “fin de la Historia”. En una simplificación tan audaz como presuntuosa de la filosofía hegeliana de la historia, dio por finalizada la competencia entre los sistemas. Según su concepción, el capitalismo liberal y la democracia liberal habían vencido definitivamente a la economía planificada y el poder dictatorial. En su estado superior, la historia había regresado a sí misma. Cerca de 25 años más tarde, sabemos que esta profecía fue pulverizada en violentos regímenes de zonas grises. Por el contrario, el capitalismo se ha impuesto a escala global pero no siempre en su forma liberal, tal como lo muestran China, Rusia o Ucrania.
Pocos años después apareció otro ensayo verdaderamente profético, salido de la pluma de uno de los politólogos más renombrados del mundo: El patrón de conflicto[The Pattern of Conflict], que se hizo famoso como El choque de civilizaciones [Clash of Civilizations]. Su argumento central es conocido: las grandes “líneas de fractura de la humanidad” ya no corren a lo largo de los Estados nacionales sino que la nueva “línea de conflicto dominante será cultural”. Samuel Huntington entiende las civilizaciones como la forma más elevada y extensa de la identidad cultural individual, definidas por el idioma, la historia, la religión, la tradición, la moral y la autoidentificación subjetiva. De todas maneras, tampoco para Huntington están determinadas las identidades sino que están sometidas al cambio dado por el curso de los tiempos. Son los propios seres humanos los que trazan, modifican y redefinen las líneas divisorias. Esta limitación constructivista suele ser pasada por alto en la crítica. No obstante, Huntington hace algo muy problemático. Cree distinguir ocho grandes civilizaciones en el mundo: la occidental, la confuciana, la japonesa, la hinduista, la islámica, la ortodoxa eslava, la latinoamericana y “posiblemente una civilización africana”.
Esto fue criticado por etnólogos, sociólogos, politólogos y en algunos seminarios académicos. Con razón, pero también por obviedad. Huntington mezcla criterios de clasificación religiosos, regionales, étnicos y nacionales en una única tipología. Al mismo tiempo, descuida la diferenciación interna dentro de las distintas “civilizaciones”. No obstante, sería pecar de inocente creer que un politólogo de su calibre no haya sido consciente de ello. Para él no se trataba de ejercicios de velocidad metodológicos sino de incompatibilidades, tanto en lo normativo como en Realpolitik, entre las distintas “civilizaciones”.
De esta doble incompatibilidad surgirán, en su concepción, los conflictos del futuro: desde Bosnia y Kosovo en los Balcanes, en la década de 1990, pasando por los constantes conflictos en Nigeria, Sudán, Mali, el Cáucaso, Filipinas y Tailandia, hasta el 11 de septiembre, Madrid, Londres y París. El choque de Realpolitik entre el mundo islámico y el resto se muestra también, según Huntington, con evidencia asesina. Obviamente, Huntington ha omitido que la intransigencia religiosa fundamentalista tiene lugar hace tiempo también dentro de la “civilización islámica”: entre sunitas y chiitas, entre Irán y Arabia Saudita, en Libia, Siria, Irak y Yemen o entre los “hermanos” palestinos Hamas y Fatah. El mundo islámico no es homogéneo. También está surcado por líneas de fractura religiosas, así como sucedió en Occidente con las guerras de religión del cristianismo.
En algunas religiones, sobre todo las monoteístas, vivimos un avance del fundamentalismo que va desde el “cinturón bíblico” de Estados Unidos, pasando por el judaísmo ultraortodoxo en Israel, hasta el mundo islámico. “La desecularización del mundo es uno de los hechos sociales dominantes de la vida de fines del siglo XX” dice George Weigel, citado por Huntington. Es la “revancha de Dios”, según la descripción de Gil Keppel. Pero en Occidente, la revancha está controlada por las constituciones. La amplia separación entre Estado e Iglesia “privatiza” el fundamentalismo religioso en Estados Unidos y lo constriñe en Israel bajo la tutela de normas impuestas por el Estado de derecho.
El Iluminismo faltante
En el Islam no hubo un Renacimiento como aquel en el que Maquiavelo revisó el concepto del orden divino en favor del autogobierno de los seres humanos. Tampoco hubo una tradición filosófica contractualista que vinculara el poder con el consenso. No hubo ningún Iluminismo que contrapusiera la razón a la religión. El escepticismo y la autoironía le fueron siempre extraños. De vez en cuando, la sátira es respondida con fatwas asesinas. La interpretación religiosa del mundo nunca fue desacralizada, y lo teocéntrico nunca fue reemplazado por una imagen antropocéntrica del mundo.
La fusión entre religión y ley resulta particularmente problemática para lograr una compatibilidad con la democracia. Las normas religiosas con pretensiones de verdad universal limitan el principio de soberanía popular de un modo que termina siendo incompatible con la noción de autogobierno democrático. Los órdenes religioso y estatal se fusionan. La supervisión la ejercen los intérpretes religiosos de las Escrituras. Estos son quienes regulan el derecho de familia y de sucesión, establecen la vestimenta y los alimentos permitidos y someten la sexualidad individual a rígidas reglas. La apostasía, la homosexualidad o el adulterio (de las mujeres) son penados con durísimas sanciones en las sociedades tradicionalistas y fundamentalistas de la civilización islámica.
La tesis de Huntington del choque de las civilizaciones occidentales e islámicas actuales es evidente tanto a nivel empírico como a nivel normativo. No puede ser rechazada señalando las debilidades metodológicas y conceptuales de su argumentación. Mucho menos puede ser desechada con la afirmación -sin sentido lógico pero políticamente correcta- de que no hay ningún choque de civilizaciones (enunciación de lo que es) sino que debemos concretar más bien un “diálogo entre las culturas” (enunciación de lo que debe ser).
Esto último es, sin dudas, irrefutable. Pero solo podemos mantener un diálogo si tenemos claras nuestras propias referencias normativas. Debemos darnos cuenta de los principios y valores innegociables de nuestra civilización. Entre ellos están la autodeterminación sexual, la igualdad de los sexos, la libertad de prensa, la crítica de la religión y la libre elección de la propia religión. Si dejáramos caer estos principios bajo la presión de la trillada recriminación de etnocentrismo poscolonial, nuestras convicciones desaparecerían en una melange de indiferencia multicultural y normativamente vacía.
* Director de la investigación “Democracy: Structures, Performance, Challenges” en el Social Science Research Center Berlin (WZB). Profesor de Ciencia Política Comparada en la Humboldt-Universität de Berlín.
Artículo publicado originalmente por IPG Journal: https://www.ipg-journal.de/schwerpunkt-des-monats/samuel-huntington-revisited/artikel/detail/wahrhaft-prophetisch-779/
Traducción: Carlos Díaz Rocca
Fuente:nuso.org
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