MANUEL P. VILLATORO
Muerte, sangre y una destrucción que nunca se había visto hasta entonces en la Historia. El nazismo y Adolf Hitler hicieron que los poco más de seis años que duró la Segunda Guerra Mundial fueran sinónimo de un dolor inconmensurable para los miles de presos encarcelados en otros tantos campos de concentración.
Con todo, durante esa época los reos también protagonizaron historias de superación en las que lograron sobreponerse a aquel sufrimiento. Precisamente una de ellas fue la de Anna Kauderová, una joven checa que, sin llegar a los treinta años y a pesar de haber sido encarcelada en Auschwitz y Mauthausen, logró esconder a los guardias que estaba embarazada y dar a luz a una niña (Eva) que, finalmente, sobrevivió a aquel horror. Todo ello, arriesgando su propia vida. Y es que, si los alemanes se hubiesen percatado de que estaba encinta, habrían acabado con su vida.
Lo historia de Anna y Eva es una de las que ha recopilado la escritora y periodista del Wendy Holden en su último libro «Nacidos en Mauthausen» (RBA). En la obra, la británica narra la vida de tres mujeres que lograron escapar de demonios ataviados con la esvástica como Josef Mengele para, tras todo tipo de penurias, dar a luz a sus pequeños en este campo de concentración ubicado en Austria. «El libro trata de tres madres que desafían a la muerte para poder garantizar la vida de sus hijos. Tres madres que, cuando empezó la guerra, eran jóvenes y, aunque provenían de familias acomodadas, tuvieron que soportar los mayores horrores de la guerra. Fueron madres que, además de ser capaces de tener a sus hijos en un campo de concentración, les construyeron vidas nuevas una vez que salieron de allí», explica la autora.
Una niña acomodada
Anna Kauderová vino al mundo un 20 de abril de 1917 en Trebechovicepod Orebem, una pequeña ciudad ubicada en la República Checa. Desde pequeña destacó por su alegría y por ser la favorita de sus padres y hermanos. Por ello, y como ella misma afirmó posteriormente, vivió siempre un poco «mimada». A su vez, durante los años en los que la guerra no arremetía con fuerza sobre Europa, esta checa fue una gran atleta y una amante de los deportes. No en vano llegó a ser campeona de su país en natación. Tampoco era una mala estudiante, aunque de vez en cuando se saltaba alguna clase para disfrutar de una bebida junto a sus compañeros y amigos. A los 11 años se convirtió en una de las pocas judías de su edad en asistir al Liceo para chicas de Hradec Krávolé, lo que le granjearía una educación considerable para la época.
La de Anna (o Anka, como la llamaban cariñosamente sus amigos y familiares) era, en definitiva, una vida feliz y sin preocupaciones de ninguna clase. Esta bella checa ni siquiera se molestaba en pensar qué estaba sucediendo a nivel político en Europa, pues el mundo acababa de vivir una Guerra Mundial y, a su parecer, los países habían aprendido la lección. «Nunca pensamos que fuera a pasarnos nada, nos creíamos invencibles», explica la checa en una entrevista recogida por Holden en su obra. No obstante, la joven estaba muy equivocada. Así lo supo cuando, en 1938 (después de mudarse a Praga), Hitler se anexionó por las bravas Austria. A partir de ese momento todo cambió para ella. Para empezar, sus padres fueron expulsados del negocio que habían regentado toda la vida (una fábrica de cuero), les congelaron su dinero y les requisaron una buena parte de sus bienes.
Y lo preocupante es que aquello no fue lo peor, pues después empezaron los cierres selectivos de universidades y la segregación. «La cosa empeoraba por momentos, pero como a todo te acostumbras en la vida, a aquello también me acostumbré. Primero no se nos permitía esto y al día siguiente tenías que renunciar a aquello, pero lo hacías», señala Anka. Así continuó la situación hasta que, en septiembre de 1941, los soldados de Hitler tomaron una decisión que sería tristemente recordada: la de obligar a los judíos a coserse en el pecho de sus chaquetas una estrella de David amarilla para que todo el mundo pudiese reconocerles por la calle. Curiosamente, y aunque sabía que esto era una forma de denigrarles, la joven no se mostró avergonzada, sino orgullosa de su distintivo. De hecho, siempre que podía se lo ponía con sus mejores ropas.
Con todo, y a pesar de estar rodeada de todo aquel sufrimiento, Anka logró algo impensable en un país lleno hasta los topes de soldados de la «Wehrmacht»: encontrar el amor. El afortunado en cautivar a una joven tan bien parecida fue Bernhard Nathan, un judío de origen alemán considerado positivamente por los germanos debido a su marcado acento germano y a su capacidad manual como carpintero. Ambos se casaron en 1940 pensando que, a pesar de lo que se estaba viviendo en su país, la situación nunca llegaría a mayores. Desgraciadamente estaban equivocados, y así quedó claro cuando, en noviembre de 1941, los nazis enviaron a «Bernd» junto a otros mil hombres al recién estrenado gueto de Terezín (a pocas horas en tren de Praga).
Prisionera de los nazis
Por entonces los nazis afirmaban que este campo de concentración era realmente una ciudad de vacaciones preparada especialmente por Hitler para los judíos. De hecho, creían que había tan poco sitio que solo podrían acudir a ella unos pocos privilegiados… los mejores de los mejores. Por ello, Anka no se preocupó cuando Bernd fue enviado allí como parte de la división de carpinteros con el objetivo de acondicionar el lugar para la llegada de los residentes principales. Fue también por ello por lo que, cuando recibió una nota en la que le decían que podría reunirse con su esposo en aquel lugar idílico, no dudó ni un segundo e inició el camino hacia Terezín ataviada con sus mejores vestiduras.
Cuando llegó a su destino, sin embargo, se percató de lo que sucedía realmente. Aquello no era una residencia vacacional, sino un centro de reclusión para judíos en el que las condiciones de vida eran horribles. Los edificios estaban llenos hasta los topes de literas estropeadas, no había calefacción, los colchones en los que debían dormir eran de paja -y contenían cientos de ácaros- y apenas les daban de comer. A su vez, el hedor era insoportable, pues solo les permitían lavarse la ropa una vez cada seis semanas. Acababa de comenzar su vida en un campo de concentración. El único alivio que tuvo fue poder ver (en contadas ocasiones, eso sí) a Bernd, con quien solía escaparse para dar rienda suelta a su amor a pesar de que era algo prohibido.
Muerte y vida
En aquella horrible situación, atrapada, sin nada que llevarse a la boca, y viviendo entre chinches, Anka y Bernd decidieron tener un hijo. Para ello, aprovecharon un encuentro que pudieron mantener a espaldas de los guardias de las SS (quienes no dudaban y disparaban a matar si veían que algún judío intentaba «perpetuar su raza»). Su intento fue fructífero y, en apenas unas semanas, los tortolitos se percataron felizmente de que iban a ser «papás». Entre hambre, torturas y muerte, pero lo habían logrado. Con todo, sabían que no habría nada peor que informar de ello a alguien, pues los niños no eran bien recibidos entre los nazis. De hecho, la checa ni siquiera a sus compañeras de celda. La razón era sencilla: si sentían miedo, podía delatarla.
Sin embargo, hubo un momento en que la mujer no pudo esconder más su incipiente barriga. «Al final, los oficiales del cuartel se enteraron de ello y obligaron a Anka a firmar unos documentos en los que daba permiso a las SS para que, tras nacer, fuera asesinado mediante eutanasia», explica la autora. La crueldad de los guardias no tenía fin. Por ello, cuando la joven (entonces de 26 años) dio a luz a su pequeño el 2 de febrero de 1944, se limitó a sollozar y sollozar pensando que -en cualquier momento- un soldado con el uniforme alemán entraría para llevarse al niño. «Al final, por un golpe de suerte el niño sobrevivió, no se sabe la razón, pero no fueron a buscarle. No obstante, a los dos meses murió por una enfermedad que contrajo en el campo de concentración», añade Holden. Con todo, y a pesar del sufrimiento que sobrevino a este matrimonio, semanas después propusieron concebir otro bebé para tratar de olvidar lo sucedido con el primero.
Hacia el infierno
Las siguientes semanas pasaron sin ningún cambio para Bernd y Anka, quien -como señala en el libro la autora anglosajona- solían eludir a los soldados nazis para verse y estar juntos siempre que podían. Sin embargo, mientras la tranquilidad reinaba en Terezín, los aliados avanzaban decididos desde todas partes de Europa recuperando el territorio conquistado por los nazis. En su camino liberaban también todos los campos de concentración que hallaban e interrogaban a fondo a los supervivientes para conocer las prácticas alemanas de primera mano. A pesar de que, a día de hoy, lo sucedido en aquellos centros de muerte es de sobra conocido, por entonces era un secreto para el mundo, por lo que más de un soldado tuvo que apuntar incrédulo decenas de historias de torturas, asesinatos en masa y trabajos forzados.
El fin del nazismo parecía estar cerca, pero los hombres de Hitler todavía estaban dispuestos a dar el último coletazo para esconder las «pruebas del delito». Por ello, comenzaron a trasladar a los miles de presos que habían confinado hacia campos de concentración ubicados en el interior de Alemania. De esta forma, pretendían ganar tiempo para asesinar a los miles y miles de reos confinados y que, sencillamente, no pudiesen contar a los aliados las penurias por las que habían pasado. Por su cercanía con Praga, uno de los primeros lugares en ser desalojados fue Terezín, de donde sacaron rápidamente a los hombres más capaces para evitar que se formara una revolución. Entre ellos se encontraba Bernd, a quien informaron que viajaría hasta Auschwitz (una región que era sinónimo de muerte y dolor). Poco después, los germanos dieron la opción a las familias de estos sujetos de marcharse con ellos. Anka, a pesar de que sospechaba lo que le esperaba en aquel paraje, acudió.
Anka llegó a Auschwitz en el verano de 1944. Como otras tantas, en un tren atestado de gente, enfermedades y putrefacción (pues a los reos no se les permitía salir para hacer sus necesidades). Al entrar al campo, se tuvo que enfrentar al cruel doctor del lugar. «En aquella época Josegf Mengele, el apodado Ángel de la Muerte, se dedicaba a hacer los exámenes de todos los nuevos internos que llegaban al campo en busca de “ganado” que fuese lo suficientemente joven y fuerte para poder trabajar construyendo todo tipo de equipamiento militar. Los que fuesen viejos, estuviesen algo enfermos o que padeciesen, por ejemplo, algún sarpullido, no le interesaban. Los consideraba débiles y los enviaba a las cámaras de gas», explica Holden.
Las mujeres embarazadas formaban parte de este grupo. Sin embargo, no solía enviarlas a la cámara de gas, sino que prefería realizar con ellas todo tipo de crueles experimentos genéticos. Sobre todo con las que estaban encintas de gemelos, sus favoritas. «Cuando el doctor Mengele tenía dudas sobre si una mujer estaba embarazada o no, hacía una columna con ellas y se lo iba preguntando una por una. También solía estrujarles los pechos para ver si salía leche. Si eso sucedía es que estaban embarazadas e iban derechas a su laboratorio. Anka fue una de ellas, pero logró ocultar su embarazo durante aquel examen», añade la escritora. Aquella mentira permitió a su futura hija vivir y no viajar al otro mundo días después.
No obstante, nuestra protagonista tuvo que vivir sabiendo que, si se enteraban de que estaba embarazada, la someterían a todo tipo de torturas. «Hubo otro caso parecido en el que una presa logró eludir los exámenes nazis. Cuando Mengele se enteró de que una mujer que había estado embarazada no se lo había dicho en un primer momento y había conseguido engañarle, decidió esperar a que tuviera a su hijo y, posteriormente, ató a la madre una cinta alrededor de los pechos. Ella no pudo dar de comer a su pequeño, por lo que solo podía esperar a que muriese de hambre. La situación siguió igual hasta que un médico se apiadó de ella y le dio morfina para que pudiese matar al niño ella misma sin que este sufriese», finaliza Holden.
La infame situación de Auschwitz
Tras arribar al temido Auschwitz, aquellos que eran designados como «aptos para el trabajo» eran desnudados, rapados y se les obligaba a ducharse con agua helada y llena de suciedad. Después de ello, se les entregaba su «nueva» ropa. «En el campo había un gran montón de ropa de la gente que habían enviado a la cámara de gas. Los nazis tiraban a las mujeres la primera prenda que encontraban, fuese de niño, de hombre o de mujer. Esa es la que llevarían durante toda su estancia en el campo de concentración. En ocasiones les lanzaban zapatos, y en otras no. Puede parecer algo sin importancia, pero en pleno invierno –el de ese año fue uno de los más crudos- muchas morían de frío si iban descalzas. Además, si les tocaban zapatos demasiado pequeños se les hacían ampollas que se les acaban infectando y les podían provocar la muerte», completa la autora. Anka tuvo suerte, pues le tocó un vestido largo que le permitía esconder su embarazo y unos zuecos.
La comida no era mejor. Tal y como señala Holden, por la mañana les daban agua sucia con un ligero tono negro y apenas un sutil sabor a café. Era todo lo que desayunaban. La comida era igual de infame, pues solía ser una sopa sumamente aguada en la que, aquellos que tenían suerte, hallaban un trozo de verdura. La carne o el pescado solo estaban en los sueños de los presos. Esta «delicatessen» era acompañada de un cuscurro de pan seco y, usualmente, lleno de insectos. Finalmente, la jornada acababa con una taza del mismo «café» de la mañana. Una dieta que, sin duda, no superaría las 300 calorías, cuando las recomendadas para un adulto sano son entre 1.500 y 2.000 (y eso, si no tiene desgaste físico).
«Después de una estancia en Auschwitz mandaron a Anka a una fábrica de aviones. Los alemanes daban en ese momento mucha importancia a ese lugar porque sabían que una de las pocas posibilidades que tenían para ganar la guerra era hacerlo por aire. Querían, por lo tanto, que se produjese mucho y muy rápido. Nos encontramos con una mujer que nunca había realizado un trabajo físico y que tuvo que trabajar jornadas de 12 horas siete días a la semana prácticamente sin descanso», destaca la periodista y escritora. Desde ese momento, y embarazada como estaba, Anka tuvo que caminar todos los días desde los barracones hasta la fábrica. Y eso, a pesar de que en pleno invierno dar un solo paso sobre la nieve era un esfuerzo inconmensurable.
Camino de Mauthausen
Anka logró sobrevivir los meses siguientes en Auschwitz, un sufrimiento que tuvo que soportar sin su amado esposo, a quien nunca volvió a ver a pesar de su fe. Y es que, la joven solía decir a sus compañeras que no tardaría en reunirse con él. Ellas, por su parte, respondían que sí, pero que en las chimeneas de los hornos crematorios. Fuera como fuese, lo cierto es que a principios de abril de 1945 los nazis no tuvieron más remedio que volver a reubicar a una gran cantidad de presos ante el avance masivo de los aliados y su llegada a los campos de concentración más controvertidos del Tercer Reich. Fue entonces -mientras Adolf Hitler respiraba sus últimas bocanadas de aire en un Berlín asediado- cuando la joven checa recibió la orden de subirse a un transporte.
«Un día le dijeron que iban a trasladarla a Buchenwald para exterminarla, pero tuvo la suerte de que, a la jornada siguiente, las fuerzas aliadas liberaron en ese campo, por lo que no pudieron llevarlas allí. Aun así, la metieron en un tren. Este viaje se prolongó durante 17 días en los que no comió nada. Cada vez que el tren se paraba los guardias tiraban los cadáveres a las vías para deshacerse de ellos. El tren siguió su camino y pasó por Pilsen, donde se detuvo», explica la escritora anglosajona en declaraciones a ABC.
Aquel espectáculo fue tan dantesco, que los alemanes de la zona pidieron que los reos fuesen liberados. «Cuando llegaron a la estación de tren y el encargado vio la situación en la que estaban las personas de su interior, movilizó al pueblo entero para que recogieran comida para ellos. Hicieron principalmente pan y sopa de patatas. A Anka le dieron un vaso de leche. Ella siempre había odiado la leche, pero en aquella ocasión le supo deliciosa. A su vez, afirmó que aquella leche, probablemente, le salvó la vida. El jefe de estación intentó convencer al comandante de que todas esas personas se quedasen allí. Le dijo que, al fin y al cabo, la guerra estaba perdida, pero el oficial le dijo que tenía órdenes de llegar a Mauthausen. Y así fue», completa Holden.
La llegada al infierno
Tras más de dos semanas en un tren sucio, lleno hasta los topes de personas enfermas y en el que el hambre era una compañera habitual de viaje, Anka vio el cartel de bienvenida al pueblo de Mauthausen (ubicado en Austria) el 29 de abril de 1945. Un día antes de que Adolf Hitler se metiera una bala en la mollera, los alemanes seguían descargando a miles de personas en aquel lugar para acabar con ellas de una forma u otra. Aquel emplazamiento era conocido como el «quebrantahuesos», un apodo que se había ganado a pulso después de que -durante años- miles y miles de personas se dejaran la vida en la denominada «Escalera de la muerte» (una extensa escalinata ubicada a las afueras y por la que, casi a diario, los nazis arrojaban a decenas de presos, que acaban falleciendo por los golpes).
Cuando reconoció aquel nombre, los nervios atacaron a Anka. «En cuanto vi escrito aquello que no quería ver… me puse de parto. A pesar de que era lo último que había querido imaginar, allí estaba. Era un hecho. […] Tenía tanto miedo que me puse de parto. Mauthausen poseía la misma categoría que Auschwitz. Cámaras de gas, selecciones… Vamos, que se trataba de un campo de exterminio», explicó la propia checa en una entrevista posterior con Holden. Casi al instante, y antes de que los germanos empezasen a descargar al resto de prisioneros, comenzaron las contracciones. El bebé venía al mundo y, para desgracia de su madre, lo iba a hacer sin atención médica y en medio de un campo de concentración. Al menos, y como siempre dijo la checa, las vistas eran preciosas desde aquel lugar. «Al llegar a Mauthausen hacía un día precioso, soleado y el paisaje era realmente bonito. Era una escena campestre con prados y flores», destaca.
Eva viene al mundo
Al percatarse de los gritos y las contracciones, los alemanes sacaron a rastras del tren a Anka y, frustrados por no saber qué le sucedía, la arrojaron con gran ira a un viejo carromato en el que habían ido recogiendo a todas aquellas mujeres enfermas que presentaban síntomas de tifus. Fue en ese armatoste equipado con un par de ruedas y lleno de esqueletos humanos apilados unos encima de otros, en el que la checa tuvo que dar a luz. «El carro apestaba, estaba lleno de barro y me encontraba con aquellas criaturas sin pelo y envueltas en harapos. Eran moribundas comidas por los piojos; aquellos bichos estaban por todos lados. Las pobres mujeres, inconscientes, se apoyaban en mí o yacían tumbadas sobre mis piernas. Yo iba sentada y el bebé empezó a salir. Solo tenía un miedo: que el pequeño no sobreviviera», señalaba la misma Anka.
Pidió ayuda, pero nadie se la dio, aunque un alemán le dijo que no se preocupase y gritase lo que quisiese. Nunca supo si el soldado se lo decía en serio o no era más que una cruel broma. Fuera como fuese, esas palabras le sirvieron para desahogarse a gusto y soltar por la boca todo el dolor que acumulaba en el vientre. Finalmente, y cuando el sol se ponía, el bebé de Anka vino al mundo totalmente desnutrido por la falta de alimento de su madre. Lo primero que vio al nacer fue el campo de concentración de Mauthausen. A los pocos minutos los alemanes la llevaron a la enfermería (quizás sabiendo que ya poco debían a Hitler y a Alemania, pues la guerra estaba tocando a su fin) e hicieron llamar a un médico para que, mediante una bofetada, hiciese llorar a su bebé. No hubo eutanasia, no hubo muerte, solo hubo alegría, una alegría que llegaron a compartir algunos soldados germanos. Poco tiempo después, el 5 de mayo, los aliados liberaron el campo. En su interior se hallaban, todavía con vida, Anka y su pequeña Eva, como decidió llamar a su hija. Habían sobrevivido a un infierno.
Fuente:cciu.org.uy
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