ANA MARÍA ASHWELL
George Steiner explica que la palabra Holocausto no da cuenta del horror y la culpa que marcará para siempre al pueblo alemán –y a la sensibilidad de Occidente– por el exterminio de millones de judíos, gitanos, homosexuales, minusválidos y objetores al régimen del nazismo alemán entre 1933 y 1945.
Holocausto es un término noble, nos explica, una designación técnica proveniente del griego que significa el sacrificio religioso. Saho, “viento de la oscuridad”, exhibe mejor la “singularidad” –no tanto la escala porque el estalinismo aniquiló a más seres humanos nos explica Steiner– de un exterminio de niños y adultos llevado a cabo porque eran “culpables de existir”.
La polémica que desató la investigación del profesor de Harvard, Daniel Jonah Goldhagen en 1996 cuestiona explicaciones fáciles y cómodas sobre este genocidio (ha sido traducido como, Los Verdugos Voluntarios de Hitler: Los Alemanes y el Holocausto.): a la pregunta de cómo pudo suceder un exterminio de esa magnitud Goldhagen, apoyándose en documentación, archivos, entrevistas y testimonios de algunos de los perpetradores, demostró sin lugar a dudas que los asesinos de los judíos no fueron primordialmente oficiales de la SS o del partido nazi, sino ciudadanos alemanes perfectamente ordinarios, de todas las profesiones, hombres y mujeres comunes y corrientes, quienes denunciaron, persiguieron –y también brutalizaron y mataron muchas veces gustosa y celosamente– a los judíos incluso cuando estos eran sus vecinos o conocidos. Si a alguien le queda alguna duda de la magnitud de la grosería genocida que se extendió por centroeuropa con esa “banalidad del mal” como le llamó Hanna Arendt –y que se repite en la historia contemporánea cada vez que un pueblo o un régimen renuncia a actuar con la consciencia de “no matarás” y el racismo, la xenofobia y el antisemitismo reinan libre, basta leer una obra reciente y premiada en Francia, Las Benévolas, de Jonathan Littlell (ed. Colofón; 2007) para comprender que no existen justificativos ni condicionantes que puedan eximir de culpa a los asesinos y a sus cómplices.
María Sten, la recientemente fallecida historiadora del teatro y la literatura mesoamericana de la Universidad Nacional Autónoma de México, me contó que ella se encontraba en Francia cuando los alemanes invadieron su natal Polonia. Ante la imposibilidad de regresar a su hogar, por instrucciones de una francesa en la resistencia, ella se dirigió a Marsella, junto con miles de judíos, en busca de un cónsul mexicano que estaba ayudando a salvar vidas. Me contó (en la secuencia que recuerdo) que a ella la acogió en su departamento, después que la vio sentada en una banca en un parque público con semblante desolado, la hermana de Helena Rubinstein, la magnate de los cosméticos que se encontraba en Nueva York procurando visa para sacar a su hermana de Francia. En Marsella se le explicó que antes de acceder a una visa de salida ella debía sellar su pasaporte (y el de su hermano) en Paris, en la embajada no sé si me dijo polaca o mexicana. “La Rubinstein”, como le llamó María, le preparó para ese viaje peligroso: le regaló un abrigo de piel, zapatos finos, le recomendó un peinado elegante y le proveyó de unas medias de “nylon”. Había que burlar a la policía del régimen de Vichy (del Mariscal Philippe Pétain, 1940–44) que vigilaba los trenes y andenes hacia París. María me dijo que en medio de la incertidumbre y temiendo por su vida, envuelta en esa vestimenta lujosa, los hombres la miraban con admiración mientras ella esperaba la llegada del tren. El tren tardó en llegar y su nerviosismo aumentó. De pronto se le acercó un hombre con un portafolio negro que le pidió que lo transportara con ella a París. Allá le recibiría un “amigo” que la estaría esperando, explicó. Mientras, el hombre se ofreció a hacer averiguaciones sobre el horario de llegada del tren y el boleto. María me dijo que el tiempo pareció eterno y que ella no hizo preguntas ni titubeo para no despertar sospechas, pero cuando tuvo que subir al tren casi no pudo cargar el portafolio negro. Su peso casi la doblega. Fingiendo soltura se acomodó en el vagón. Cuando bajó del tren en París estaba efectivamente una persona esperándola. Esa persona le dijo que era de justicia que ella supiera lo que estaba transportando y le abrió el portafolios: adentro habían miles, ¡miles! me dijo María, de puntas extraídas de pluma fuentes y todas de ¡oro!
María regresó después a Marsella con los pasaportes sellados y con la expectativa de salir desde Marsella, con su hermano, en un barco con dirección y asilo hacia Cuba.
Si me dijo el nombre del cónsul mexicano que le salvó a ella y su hermano la vida con ese visado no lo recuerdo; pero pienso ahora, por la coincidencia de fechas, que pudo haber sido Gilberto Bosques (1892 1995) y su secretaria Margarita Assimans quienes le entregaron la visa. Bosques había sido nombrado cónsul en Marsella por Lázaro Cárdenas y en dos años emitió 40 mil visas a judíos y refugiados de la guerra civil española, además de procurarles escondites y asistencia a aquellos cuyas vidas peligraban.
De este embajador mexicano, poblano de nacimiento, próximamente se presentará un documental fílmico sobre su vida y su heroísmo en esos oscuros tiempos para la humanidad. Ese documental contará también que Gilberto Bosques había llegado a Marsella como cónsul en 1939 para buscar apoyos internacionales para la recientemente expropiada industria petrolera mexicana cuando le alcanzo –y le detuvo esa encomienda– la guerra. Amigo fiel de Cárdenas y entusiasta defensor de la expropiación petrolera, Bosques se abocó a salvar vidas. Hay que recordarlo del lado de “los de abajo” en la revolución mexicana, activo en la defensa de la expropiación petrolera y de los recursos naturales nacionales y como un mexicano que ayudó a salvar vidas de judíos durante la Shoá.
Un mexicano ejemplar.
Fuente: La Jornada de Oriente
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