ESTHER SHABOT
Hace menos de un lustro pocos podían imaginar la firma de un acuerdo entre el gobierno de Irán y la comunidad internacional, encabezada por Estados Unidos. Las políticas hostiles y la retórica belicosa en extremo eran los elementos centrales en la tensa relación entre ambas partes, cuestión que no parecía poder modificarse en el corto plazo. Y, sin embargo, hoy, 2015, se ha conseguido un acuerdo que, aun con sus ostensibles carencias e interrogantes, constituye en buena medida el principio de un cambio cuya trascendencia no puede aquilatarse del todo a estas alturas. La dinámica que se ha desatado traerá consecuencias todavía impredecibles y, tanto quienes afirman que a partir de ahora el mundo estará más seguro como quienes anuncian un cercano apocalipsis, lo hacen desde posiciones especulativas fuertemente impregnadas de prejuicios, preconceptos y antipatías o simpatías preexistentes cargadas de una subjetividad que, sin duda, hace de cualquier pronóstico una apuesta, apuesta sofisticada tal vez, pero a fin de cuentas, apuesta.
No muy distinto ha sido lo ocurrido en la última década y media en buena parte del mundo árabe. Basta recordar qué se pensaba y predecía cuando en 2003 la invasión estadunidense a Irak destruyó al régimen de Saddam y luego, en 2011, estallaron las primeras protestas de la llamada Primavera Árabe, que consiguieron derrocar en cuestión de días a los gobiernos de Túnez y Egipto destapando con ello la válvula para desarrollos parecidos en Libia, Yemen y Siria. La oleada de entusiasmos por la desaparición de crueles dictaduras de larga data fue amplia, pero a fin de cuentas de corta duración porque muy pronto la realidad se mostró reacia a ajustarse a las visiones optimistas que auguraban un mejor futuro
para las naciones en cuestión. Por supuesto cada caso fue distinto y ni el más agudo de los analistas políticos pudo prever la naturaleza de los cambios que sobrevendrían en Túnez, ni tampoco los caóticos procesos que se detonarían en países como Egipto, Libia, Siria y Yemen, o la capacidad de control desplegada por las monarquías del Golfo para resistir las presiones populares que también tuvieron que enfrentar en determinados momentos.
Una más de las sorpresas monumentales ha sido, sin duda, la aparición de esa macabra agrupación asesina, el Estado Islámico (EI), actualmente dueño de amplias porciones de Irak y Siria y cuyo brazo intenta alcanzar otras regiones cercanas. Su incorporación al escenario del Oriente Medio ha reconfigurado toda la zona obligando a los actores afectados por esta nueva agrupación combatiente a reconsideraciones estratégicas y tácticas que han alterado cualquiera de las previsiones anteriores. Así, la revoltura y la complejidad se han vuelto inmensas, al grado de que muchos de los enemigos de ayer se vuelven socios ahora, y viceversa.
¿Quién hubiera creído hace unos cuantos años que en el panorama de Siria el presidente Al-Assad, responsable de cientos de miles de muertos y millones de desplazados podría ser visto como un mal menor frente a su enemigo del EI? ¿Y cuántos sesudos analistas podían haber pronosticado que llegaría un día en que Arabia Saudita a la cabeza de las monarquías del Golfo se pondría tan claramente al lado de Israel, cerrando filas con él para argumentar y cabildear contra el acuerdo del G5+1 con Irán? Todo esto enseña que si bien es natural y necesario imaginar escenarios futuros en función de lo que ocurre en el presente, las afirmaciones y pronósticos contundentes —ya sea en sentido catastrofista o triunfal— pueden ser armas adicionales en las contiendas políticas, pero no constituyen pronósticos “científicamente avalados”, ni mucho menos oráculos o profecías. Los factores imponderables son de tal peso que obligan a una buena dosis de humildad a opinar.
Fuente: Excelsior
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