Cuando daba clases preparando a grupos de niñas para su Bat Mitzvah, siempre les leía este cuento que me parece muy especial y digno de ser recordado en estas fechas. Luego platicábamos, buscábamos conclusiones y metáforas que nos pudieran servir para que el año venidero fuese mejor que el anterior, o cómo ser mejores personas y aprender a prepararse para llevar a cabo las Mitzvot que su edad les requeriría.
THELMA KIRSCH PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO
El viejo pescador.
Una historia sobre la belleza del espíritu del hombre
“Nuestra casa se ubicaba exactamente frente a la entrada de la clínica del Hospital John Hopkins, en Baltimore. Vivíamos en el primer piso y alquilábamos el segundo a algunos pacientes de la clínica que vivían fuera y buscaban dónde quedarse mientras duraba su tratamiento.
Una tarde de verano, mientras preparaba la cena, escuché que tocaban a mi puerta. Abrí y vi a un anciano verdaderamente repugnante.
“Es un poco más alto que mi hijo de ocho años”, pensé mientras miraba su cuerpo pequeño y arrugado. Lo más aterrador era su rostro, deformado a causa de la hinchazón, y las heridas que todavía estaban en carne viva.
Sin embargo, su amable y dulce voz contrastó radicalmente el escenario cuando dijo: “Buenas noches. He venido a ver si usted tiene una habitación disponible tan sólo por una noche. He venido esta mañana desde la costa este para un tratamiento y no hay ningún bus hasta mañana temprano.”
Luego, me comentó que había buscado un cuarto por varias horas pero que no había tenido éxito, pues al parecer nadie tenía habitaciones disponibles.
“Debe ser por mi rostro…sé que se ve horrible, pero mi doctor dice que con algunos tratamientos más…”
Por un momento vacilé en aceptarlo como huésped, pero sus siguientes palabras me convencieron: “Puedo dormir en esta mecedora, aquí afuera, en la entrada. Mi bus sale mañana en la mañana”.
Le dije que le buscaríamos una cama, y que descansara en la entrada. Entré y terminé con la cena. Cuando estuvo todo listo le pregunté al anciano si le gustaría cenar.
“No gracias. Tengo suficiente”. Y levantó una bolsa de papel marrón.
Cuando terminé de lavar los platos, salí a la entrada para hablar con él algunos minutos. No era muy difícil darse cuenta que este hombre tenía un inmenso corazón viviendo en su pequeño cuerpo. Me dijo que pescaba para mantener a su hija, sus cinco hijos y su esposa, quien había quedado inválida por un problema en la columna. No lo contaba para quejarse; de hecho usaba mucho el “gracias a Dios…”. Estaba agradecido de no sentir dolor alguno por su enfermedad, que era aparentemente algún tipo de cáncer en la piel. Sobre todo, agradecía mucho a Dios por la fortaleza que le daba para poder seguir adelante.
A la hora de acostarnos pusimos para él una tienda en el cuarto de los niños.
Cuando me levanté en la mañana, las sábanas estaban perfectamente dobladas y el pequeño hombrecito estaba afuera en la entrada. No quiso tomar desayuno, pero poco antes de que se fuera, y como si pidiese un gran favor, me preguntó: “¿Podría quedarme aquí la próxima vez que reciba el tratamiento? No le incomodaré en lo más mínimo.
Puedo dormir cómodamente en una silla.”
Se detuvo un momento y luego añadió, “Sus niños me hacen sentir en casa. A los adultos les asusta mi rostro, pero a los niños parece no importarles.”
Le dije que era bienvenido en cualquier ocasión.
En su siguiente visita llegó poco después de las siete de la mañana. Trajo de regalo un gran pescado y una cuarta de las ostras más grandes que he visto. Dijo que las había limpiado aquella mañana para que estuvieran frescas y deliciosas. Yo sabía que su bus salía a las 4:00 a.m. y me preguntaba ¿qué tiempo tuvo para levantarse y preparar esto para nosotros?
Durante los años que vino a quedarse con nosotros siempre nos traía pescados, ostras o vegetales de su jardín. También recibíamos paquetes por correo, siempre con reparto especial; pescados y ostras empaquetadas en una caja de espinaca fresca, con cada hoja cuidadosamente lavada. Sus regalos tenían doble valor sabiendo que tenía que caminar tres millas hasta el correo y sabiendo cuán pobre era el anciano. Cuando recordaba estas cosas, pensaba en un comentario que hizo nuestro vecino después que partió aquella primera mañana.
“¿Alojaste a ese repugnante hombre anoche? ¡Yo lo rechacé! ¡Puedes perder clientela recibiendo tal gente!”
Probablemente haya perdido clientela una o dos veces. Pero si tan sólo lo hubieran conocido, tal vez sus enfermedades hubieran sido más fáciles de sobrellevar. Sé que nuestra familia estará siempre agradecida de haberlo conocido, aprendimos de él a aceptar sin quejas lo malo y a aceptar con gratitud a Dios lo bueno.
Recientemente estaba visitando a una amiga que tiene un vivero. Me estaba mostrando sus flores hasta que llegamos a la más bella de todas, un crisantemo dorado floreciendo. Pero para mi sorpresa, estaba creciendo en un viejo balde oxidado y abollado. Pensé, si esta fuera mi planta, la pondría en la mejor maceta que tuviera. Mi amiga me hizo cambiar de parecer.
“Me quedé sin macetas,” me explicó, “y sabiendo cuán bella sería esta flor, pensé que no importaría que brote en este viejo balde. Es sólo por un corto tiempo hasta que la pueda poner en el jardín.”
Ella se debe haber preguntado por qué sonreí, pero me estaba imaginado esta escena en el cielo.
“Aquí está uno especialmente hermoso,” debe haber dicho Dios al encontrarse con el espíritu del viejo pescador. “No le importará empezar en este pequeño cuerpo.”
Todo esto pasó hace mucho tiempo, y ahora, en el jardín de Dios, cuán alto debe erguirse este hermoso espíritu del pescador.
“La Mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Dios mira el corazón.”(1Samuel 16,7).
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