Para unos, es el miedo a la libertad; para otros, el miedo a la felicidad. Otros, menos pretenciosos, compartimos un sentimiento más simple: el miedo al sufrimiento. Miedo a tener miedo. A emprender hazañas en las que inevitablemente —lo sabemos— pasaremos por momentos de temor y momentos de pánico. No todos somos valientes y la sola idea nos asusta. En la obra Leitmotiv —puesta en escena por la compañía Les deux mondes—, el protagonista, obligado a alistarse en el ejército, llega al frente y escribe en su carta: “Tengo miedo a estallar, a estallar de miedo”. Porque todo aquel que está dominado por el miedo corre el riesgo de disgregarse.
El miedo es un avance del sufrimiento que nos espera, por ello logra paralizarnos. Para el escritor George Simenon, experto en provocar miedo, éste es “un enemigo más peligroso que todos los demás”. Ante cada acto que requiere coraje y supone riesgos, nos detenemos. Enamorarse puede prometer placer, pero ¿cómo superar los miedos que implica? Miedo a la entrega, miedo a traicionar, miedo al arrepentimiento, miedo al abandono, miedo a la humillación, miedo a la culpa, miedo a tener miedo. Iniciar una empresa o cambiar de empleo despierta otros fantasmas: miedo al fracaso, a no cumplir con nuestras propias expectativas, a que se den cuenta de mi pequeñez.
El miedo no es un buen aliado: cada vez que pretendemos dar un paso nos jala para atrás, y suele encadenarnos a relaciones atravesadas por el sufrimiento. Pero entre el dolor inmediato y el dolor a largo plazo, elegimos el más lejano, esperando que mágicamente la realidad sea trastocada y que el destino sospechado nunca nos alcance. Renunciar a una persona o a un grupo de amigos cuyos hábitos se han vuelto un riesgo o una afrenta para nuestros principios puede ser tan inquietante que recurrimos a todo tipo de paliativos para evitar la ruptura. Seguimos adelante, aferrados al argumento de que “todos tenemos defectos”, convencidos de que no podemos aspirar a una relación más sana. Y cada vez que la realidad se pone delante, cerramos los ojos y pensamos en los bellos momentos compartidos y en el terrible sufrimiento que implicaría la separación. Nos hacemos trampas.
Hemos sido educados en la evasión frente al miedo, un rasgo común a los cobardes que revela pobreza de alma. Desde los dos años de edad sabemos que no debemos ser “miedosos”. Pero, ¿será el miedo necesariamente signo de debilidad? También podemos verlo como una antena confiable que nos previene del peligro, porque no siempre es gratuito ni producto de nuestra imaginación; es un síntoma de que algo anda mal. Quizás en vez de huirle para sentirnos muy machos, deberíamos escucharlo y analizarlo.
Atender a nuestro miedo es renunciar al placer imaginado. Y en una época como la nuestra, en que lo importante es gozar el momento, se vuelve imposible aceptar que es mejor sufrir ahora que sufrir más después. No sabemos si llegará el después; lo más lejos que se nos permite pensar es esta noche. Y por una noche, podemos ignorar el miedo.
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