El líder sirio ha mutado de enemigo absoluto a aliado necesario.
RUBÉN AMÓN
¿Cuál es el enemigo? ¿Cuál es el objetivo? ¿Qué sucede después de la victoria? Cualquier guerra que decida emprenderse debe responsabilizarse de estas cuestiones elementales. No es el caso del conflicto sirio, con más razón cuando Bashar al Assad ha mutado de enemigo absoluto a aliado necesario sobre los cadáveres y los escombros que arrojan cuatro años de sangría.
Debe sentirse reconfortado el brutal dictador con su rehabilitación. Se la ha proporcionado la ferocidad de Estado Islámico, (EI) hasta el extremo de que la “comunidad internacional”, una abstracción geopolítica, ha incurrido en un ejercicio de amnesia para disculpar la masacre de civiles, la destrucción de ciudades, la aberración de las armas químicas y el aniquilamiento de niños parecidos a Aylán, muchos de ellos gaseados colectivamente.
Ya declaró John Kerry, secretario de Estado norteamericano, que Al Assad era un epígono de Hitler. Lo hizo para extremar una estrategia de derrocamiento en la ingenuidad de la primavera árabe que aportó recursos militares al Ejército de Libre Siria y que alineó una coalición de la que formaba parte Israel, naturalmente porque esta guerra de guerras sobrepuestas exigía retratar a los aliados de Al Assad en el eje del mal, al compás de Irán y del brazo armado de Hezbolá.
Quedaba expuesto el viejo antisionismo, como quedaba aún más clara la escenificación del conflicto entre chiíes y suníes, aunque no hace falta recurrir a motivos religiosos para explicar el papel determinante de Vladímir Putin. Protegió a Al Assad en el Consejo de Seguridad de la ONU. Lo ha apoyado militarmente. Y ha pluriempleado la única base de Rusia en el Mediterráneo para redundar en la guerra fría con EE UU.
El zar empieza a celebrar su victoria. Toda la fragilidad que Al Assad disimula en Siria —una población exhausta, una guerra civil devastadora— contrasta con su repunte de credibilidad internacional. El ministro García Margallo, por ejemplo, declaró que debe contarse con él, sobrentendiendo que El Asad es “nuestro hijo de puta”.
No es un exabrupto gratuito, sino la extrapolación geopolítica del somozismo, o sea, el cinismo con que Occidente ha sido indulgente con los dictadores sanguinarios cuando urgía desactivar un problema mayor. O tan grande como la amenaza del Estado Islámico, cuya irrupción en Siria nos pareció interesante porque hacía la competencia a Al Qaeda —la guerra por la hegemonía del yihadismo— y porque engrosaba el frente común anti-Assad, ignorándose entonces que se había incubado la serpiente de Al Bagdadi.
Ya no es el enemigo el presidente sirio. Nos gusta su traje, su corbata, su laicismo, su señora. Ni siquiera EE.UU. lo puede reprobar. Porque la apertura diplomática hacia Irán invita a suavizar la aversión al régimen de Damasco. Y porque el EI representa ahora (ya veremos hasta cuándo) la propia arbitrariedad de Occidente en su catálogo variable de antagonistas e hijos de puta.
Fuente:elpais.com
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