En el año 2011, el Presidente Barack Obama lideraba a un grupo muy importante de líderes occidentales en su entusiasmo y sostén a la llamada “Primavera Árabe” como novedoso paradigma de libertad y democracia en el Medio Oriente.
DR. GUIDO MAISULS
Han transcurrido cuatro años y la realidad ha demostrado algo muy diferente, el mundo árabe se incendia y desintegra con una gran catástrofe humanitaria, derramando millones de refugiados en una vieja Europa que puede llegar a resquebrajarse y desintegrarse ante el peso de sus acostumbradas contradicciones y crisis de identidad.
Imagínense qué podría ocurrir con el Pacto con Irán si transcurre por los mismos riesgosos caminos que ya han comenzado a recorrer.
Pongo a su disposición este valioso artículo de Seth G. Jones del 7 noviembre de 2014 para que puedan comprender de lo que les estoy hablando.
Dr. Guido Maisuls
Periodismo de opinión e investigación
www.identidades.com.ar
Por Seth G. Jones
MATERIAL ORIGINAL DE FOREIGN AFFAIRS Volumen 92 • Número 1
Mientras las manifestaciones populares se extendían por todo el mundo árabe en 2011, muchos políticos y analistas estadounidenses esperaban que los movimientos iniciarían una nueva era para la región. Ese mes de mayo, el presidente Barack Obama describió las revueltas como “una oportunidad histórica” para que Estados Unidos “trate de que el mundo sea como debería ser”. La exsecretaria de Estado Hillary Clinton hizo eco de estos comentarios diciendo que confiaba en que las transformaciones permitirían que Washington promoviera “la seguridad, la estabilidad, la paz y la democracia” en el Medio Oriente. Para no quedarse atrás, la plataforma 2012 del Partido Republicano proclamó “el carácter histórico de los acontecimientos de los últimos dos años —la Primavera Árabe— que han desencadenado los movimientos democráticos que conducirán a la caída de los dictadores que han amenazado la seguridad mundial durante décadas”. Algunos pensaron que los cambios anunciaban el anhelado fin de la inmunidad del Medio Oriente a las oleadas de democratización mundial anteriores; mientras que otros proclamaron que Al Qaeda y otros radicales finalmente habían perdido la guerra de las ideas.
Los resultados iniciales del movimiento fueron realmente inspiradores. Los levantamientos populares derrocaron a Zine al Abidine Ben Ali de Túnez, a Hosni Mubarak de Egipto y a Muammar al Gadafi de Libia. Desde el derrocamiento de los dictadores, los tres países han llevado a cabo elecciones que los observadores internacionales consideran competitivas y justas, y millones de personas en toda la región ahora pueden expresar libremente sus opiniones políticas.
El autoritarismo podría desaparecer en el Medio Oriente a la larga. No obstante, hay pocas razones para pensar que ese día está cerca.
Las perspectivas de una mayor democratización, sin embargo, se han atenuado. La mayoría de los países del mundo árabe no se han salido de la vía política, y aquellos que comenzaron a liberalizarse ahora tienen dificultades para mantener el orden, asegurar sus ganancias y seguir adelante. El crecimiento económico de la región ha sido lento, lo cual es particularmente preocupante, ya que según una encuesta de 2012 de Pew Research Center, las mayorías en varios países (incluidos Jordania y Túnez), valoran una economía fuerte más que un gobierno democrático. Incluso después de todos los cambios, la región que comprende África del Norte y el Medio Oriente sigue siendo la menos libre del mundo; Freedom House estima que el 72% de los países y el 85% de la gente todavía carecen de los derechos políticos y las libertades civiles básicos.
Después de los levantamientos, muchos regímenes locales siguen siendo débiles e incapaces de establecer la ley y el orden. Siria ha caído en una sangrienta guerra civil de carácter sectario. Irak y Yemen, que ya eran inestables, siguen profundamente fracturados y violentos. El débil gobierno central de Libia no ha logrado desarmar a los caudillos y las milicias que controlan muchas de las áreas rurales del país. Incluso en Egipto, el ejemplo en cuanto a reforma política en la región, el gobierno dirigido por los Hermanos Musulmanes ha tratado de afianzar su control y de silenciar a los medios usando tácticas que evocan la era de Mubarak. Mientras tanto, como lo demostraron en septiembre de 2012 los disturbios que se extendieron por la región, el sentimiento antiestadounidense no muestra signos de disminuir. El terrorismo sigue siendo un problema importante, y Al Qaeda y sus seguidores tratan de llenar el vacío en Libia, Siria y otros países inestables.
El autoritarismo podría desaparecer en el Medio Oriente a la larga. Sin embargo, hay pocas razones para pensar que ese día está cerca y aún menos para pensar que Estados Unidos podría aumentar significativamente las posibilidades de que suceda. Cualquier esfuerzo por parte de Washington para llevar la democracia a la región fallará si las condiciones sociales y políticas no están maduras y si los intereses creados en esos países se oponen a la reforma política. De hecho, históricamente las potencias extranjeras (como Estados Unidos) solo han tenido un efecto marginal, en el mejor de los casos, con respecto a la democratización de un país. Hasta que otra oleada de levantamientos logre transformar la región, la política estadounidense no debe ser coartada por un interés demasiado estrecho en extender la democracia. Estados Unidos y sus aliados necesitan proteger sus intereses estratégicos vitales en la región: equilibrar los Estados díscolos como Irán, garantizar el acceso a recursos energéticos y contrarrestar a los extremistas violentos. El logro de estos objetivos requerirá trabajar con algunos gobiernos autoritarios y aceptar el mundo árabe como lo es hoy.
Falta de aprecio
En las décadas de 1970 y 1980, lo que el politólogo Samuel Huntington denominó la “tercera oleada” de democratización mundial dio pie a espectaculares cambios políticos en Latinoamérica, en algunas regiones de Asia, en África Subsahariana y, finalmente, en Europa del Este. La libertad estaba en marcha en casi todas partes, excepto en el Medio Oriente. La inmunidad a la democratización de los regímenes árabes era tan amplia y aparentemente tan perdurable que dio lugar a una literatura nueva; una que no trataba de explicar el cambio democrático sino la persistencia autoritaria. Algunos han argumentado que la Primavera Árabe ha cambiado todo esto y que se entiende mejor como un retraso en la aparición regional de la tercera oleada o incluso el anuncio de una cuarta. Pero es una lectura errónea de los acontecimientos y es excesivamente optimista.
En Argelia, por ejemplo, el movimiento de protesta que comenzó en diciembre de 2010 con el objetivo de derrocar al presidente Abdelaziz Buteflika y de instalar un sistema democrático se ha pulverizado. El gobierno ha tomado medidas enérgicas contra los disidentes y ha acallado a otros con reformas simbólicas. Aunque las elecciones parlamentarias de mayo de 2012 fueron ridiculizadas por gran parte de la población como una farsa, y a pesar de que el gobierno militar declaró una victoria contundente, pocos argelinos tomaron las calles para protestar. Del mismo modo, en Jordania, el rey Abdalá II mantuvo a raya a los manifestantes con concesiones modestas, como despedir a los ministros del gobierno y la ampliación de subsidios populares. A pesar de estos cambios superficiales, la monarquía hachemita sigue firmemente en control, y las fuerzas de seguridad jordanas siguen aplastando la resistencia nacional, restringiendo la libertad de expresión y evitando la reunión pacífica.
En Arabia Saudita, la monarquía ha mantenido un firme control sobre el poder y lo ha utilizado para apoyar a los regímenes autocráticos vecinos. En febrero de 2011, Riad ordenó el envío de tanques a Bahréin para ayudar a sofocar una revuelta popular que los líderes de Arabia Saudita y Bahréin presentaron como agitación sectaria. Sin embargo, lo que los sauditas y los demás miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) realmente temían, eran lo que exigían los manifestantes: que Bahréin se convierta en una monarquía constitucional. Las monarquías del Golfo Pérsico, que se sentían tan incómodas con la Primavera Árabe como con el nacionalismo árabe medio siglo antes, una vez más han tomado la excusa de la contrarrevolución. Un signo revelador se produjo en mayo de 2011, cuando el CCG les ofreció a los reinos de Jordania y Marruecos la membresía, a pesar de que ninguno de ellos se encuentra en la región del Golfo Pérsico. Aunadas a la financiación que el CCG le ha proporcionado a Egipto para poder influir sobre su nuevo gobierno, estas propuestas han demostrado que las monarquías árabes pretenden consolidar su poder y extender su influencia por el Medio Oriente.
Los gobiernos autoritarios han sido aliados en la lucha contra el terrorismo; es imprescindible mantener intacta esa cooperación.
Al mismo tiempo, los países árabes que lograron derrocar a sus antiguos regímenes se enfrentan a una gran incertidumbre. En Libia, por ejemplo, las elecciones de julio de 2012 en verdad representaron un logro notable para un Estado que aún se recuperaba de décadas de un régimen dictatorial, en especial si se tiene en cuenta que los temores de violencia, fraude o una victoria aplastante de los islamistas no se materializaron. Pero hay nubes de tormenta que se ciernen en el horizonte. Al igual que en Irak, la redacción de la constitución en Libia se verá obstaculizada por las divisiones por el poder federal entre diferentes partes del país. Como lo demostró el asesinato del Embajador de Estados Unidos y de otros tres estadounidenses en Bengasi en septiembre de 2012, el gobierno está tratando de restablecer la seguridad y el Estado de derecho. La burocracia es débil, milicias armadas controlan gran parte de las zonas rurales y los grupos salafitas han atacado los santuarios sufitas de todo el país, profanando tumbas y destruyendo mezquitas y bibliotecas. Los abusos contra los derechos humanos continúan, mientras miles de prisioneros tomados durante la lucha para derrocar a Gadafi permanecen en centros de detención ilegales, donde sufren malos tratos, torturas e incluso ejecuciones extrajudiciales. Además, decenas de miles de desplazados, muchos de los cuales se vieron obligados a abandonar sus hogares, languidecen en campos de refugiados en todo el país.
Yemen también es un desastre. Después de varias campañas de sangrienta represión contra el movimiento de protesta del país a lo largo de 2011, en noviembre de ese año el presidente Ali Abdala Saleh finalmente aceptó transferir el poder a su vicepresidente Abdo Rabu Mansur Hadi. Sin embargo, en la siguiente elección presidencial, Hadi fue el único candidato en las boletas. Su débil gobierno ahora encara una rebelión chiita en el norte, un movimiento secesionista y la insurgencia de Al Qaeda en el sur, y poderosas milicias y tribus que controlan extensas franjas de territorio. Todo parece indicar que la violencia persistirá y la economía permanecerá en crisis.
Egipto celebró recientemente la primera elección presidencial competitiva en su historia, pero no será fácil que el país alcance la estabilidad y la prosperidad. El presidente Mohamed Morsi de los Hermanos Musulmanes le ha arrebatado una parte sustancial del control político y militar al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Al igual que Mubarak, ha tratado de asignarse un enorme poder; actualmente tiene una importante autoridad ejecutiva, legislativa y judicial. Además, ha intentado silenciar a los medios. Sin embargo, los generales siguen ejerciendo su influencia a través del Consejo de Defensa Nacional, y los liberales seculares están impugnando la consolidación del poder de Morsi en los tribunales. Uno de los mayores desafíos políticos para los Hermanos no proviene de los liberales sino de Al Nour, un partido salafita que apoya la aplicación estricta de la sharia. La inestabilidad política y un difícil período de relaciones cívico-militares que siguen siendo un fardo la economía, que está paralizada por la falta de inversión extranjera, por las interrupciones en la fabricación y por el deterioro del turismo.
Túnez ha surgido como una de las pocas historias de éxito de los levantamientos de la región. Ha pasado de ser un Estado autoritario a una democracia electoral cuyos nuevos líderes apoyan la moderación, las libertades civiles y el Estado de derecho. La prensa es dinámica, la sociedad civil ha florecido y el liderazgo parece decidido a hacer frente a la corrupción. Aunque Túnez se enfrenta a los mismos problemas que sus vecinos, tales como un Estado débil y el desafío de los salafitas radicales, al menos por ahora, el país va en la dirección correcta; por desgracia, el futuro de pocos países de la región parece tan prometedor.
Es bueno ser el rey
Los obstáculos que la democracia encara en el Medio Oriente han desconcertado desde hace tiempo a los académicos, especialmente, dada la rápida expansión de la libertad en otras partes del mundo. La teoría clásica de la modernización sostiene que la democracia aparece cuando una sociedad alcanza cierto grado de desarrollo económico. No obstante, incluso en los países árabes más ricos, la democracia aún no se materializa. Otra suposición, común pero falsa, es que terminar con una dictadura conduce necesariamente a la libertad. Sin embargo, como lo han señalado Huntington y otros académicos, cuando los regímenes autoritarios caen, en ocasiones dan paso a otros regímenes autoritarios en lugar de a regímenes liberales. A pesar de los acontecimientos de los 2 últimos años, ciertos factores estructurales siguen impidiendo la propagación de la democracia en el Medio Oriente.
Algunos gobiernos de la región, en especial en el Golfo Pérsico, obtienen gran parte de sus ingresos de las exportaciones de energéticos y de la ayuda extranjera. Basarse en gran medida en tales fuentes de ingresos permite que estos regímenes eviten aplicar impuestos significativos a la población, lo que elimina una importante fuente de demanda popular de participación política. Los colonos estadounidenses insistieron en “no a los impuestos sin representación”. Piense en esto como el principio inverso: “no a la representación sin impuestos”.
La riqueza energética también permite que los autócratas financien generosamente sus fuerzas de seguridad y compren la lealtad de los principales grupos de interés nacionales. En marzo de 2011, el rey Abdalá de Arabia Saudita acalló las demandas de reforma anunciando un asombroso paquete de beneficios de 130 000 millones de dólares con el que se mejoraban los salarios y las oportunidades laborales de una población de menos de treinta millones de personas. Los beneficios eran, principalmente, para los jóvenes y los pobres, los grupos que habían encabezado la revolución en Egipto y Túnez. El control de Riad de un sistema clerical oficial resultó igualmente decisivo para deslegitimar las protestas, ya que el gran muftí saudita —el líder religioso sunita del país— emitió una fetua contra las demostraciones y la disidencia.
El entorno externo, por otra parte, no será especialmente útil para estimular el cambio político. A finales de la década de 1980, el líder soviético Mijail Gorbachov, ante los sombríos problemas económicos de su país, decidió reducir la ayuda soviética para los regímenes comunistas de Europa del Este, una medida que firmó la sentencia de muerte del autoritarismo soviético. Los antiguos Estados satélite de la Unión Soviética se dirigieron rápidamente a Europa Occidental y a Estados Unidos, que apoyaron su liberalización política y acogieron a la región en instituciones democráticas como la Unión Europea y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Sin embargo, hoy el régimen saudita —el país más rico y autoritario de la región— está tratando de evitar las reformas y ha demostrado que está más que dispuesto a distribuir dinero para tal fin. Así, aunque muchos autócratas árabes ahora se enfrentan a disturbios sin precedentes, aún poseen los vastos recursos financieros que han mantenido sus regímenes a flote durante tanto tiempo.
Finalmente, las monarquías de la región han sido particularmente hábiles para resistir el cambio democrático. Los reinos de Jordania, Marruecos y Omán, por ejemplo, no cuentan con grandes ingresos per cápita provenientes del petróleo, pero aun así sus regímenes tradicionales han logrado mantenerse en el poder mientras ceden parte del control a parlamentos electos. Cuando el gobernante mantiene un vínculo especial con la gente, alegando la ascendencia del profeta Mahoma (como en Marruecos) o al servir como una fuerza unificadora para los diversos grupos étnicos del país (como en Jordania), los manifestantes han sido más proclives a aceptar el cambio legislativo y no han exigido un abandono total de la monarquía.
En enero de 2011, por ejemplo, los manifestantes jordanos comenzaron a quejarse de la corrupción, el aumento de precios, la creciente pobreza y los altos índices de desempleo. En respuesta, el rey Abdalá II reemplazó a su Primer Ministro y formó dos comisiones para estudiar posibles reformas electorales y enmiendas constitucionales. En septiembre, el Rey aprobó reformas para crear un sistema judicial más independiente y para establecer un tribunal constitucional y una comisión electoral independiente para supervisar las siguientes elecciones municipales y parlamentarias. Se han producido manifestaciones violentas ocasionales, como a finales de 2012, cuando los manifestantes se quejaron del aumento del precio de la gasolina. Pero hasta ahora, las limitadas concesiones del gobierno han conseguido atajar la mayor parte de la inestabilidad, dejando a Abdalá II en control.
Apresurarse y esperar
Washington no debe basar su política para el Medio Oriente suponiendo que la región se está democratizando de manera rápida o sostenible. Estados Unidos y otros países occidentales deberían fomentar las reformas liberales, apoyar a la sociedad civil y prestar asistencia técnica para mejorar las constituciones y los sistemas financieros de esos países. No obstante, la promesa percibida de los levantamientos árabes no debe provocar que Estados Unidos soslaye sus prioridades estratégicas en la región. Le guste o no, Estados Unidos tiene entre sus aliados una serie de países árabes autoritarios, y son socios esenciales para proteger sus intereses. La esperanza de que la democracia liberal puede florecer en el futuro se debe equilibrar con la necesidad de trabajar con los gobiernos y las sociedades tal como son en la actualidad.
Un objetivo central sigue siendo contrarrestar a Irán, no solo evitando que adquiera armas nucleares, sino también controlando sus ambiciones regionales en el largo plazo. Irán ve a Estados Unidos como su principal enemigo ideológico y geopolítico, y está tratando de convertirse en la principal potencia en el Medio Oriente y de promover su ideología revolucionaria. Teherán ha apoyado a varios adversarios de Estados Unidos y a organizaciones que desafían los intereses estadounidenses, incluidos los grupos chiitas en Irak, el Hezbolá en Líbano, los grupos terroristas palestinos, el régimen de Bashar al Asad en Siria y el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela. A pesar de que muchos de los países en los que Estados Unidos se apoyará para que le ayuden a contrarrestar a Irán ─incluidos Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Jordania─ no son democráticos, su colaboración es demasiado importante como para que Washington renuncie a ella.
Otro objetivo crucial es mantener el libre flujo de recursos energéticos a precios razonables. Estados Unidos importa alrededor del 23% del petróleo crudo y productos relacionados que requiere, particularmente de Arabia Saudita (1.2 millones de barriles por día en agosto de 2012), Irak (550 000 barriles), Argelia (303 000 barriles) y Kuwait (301 000 barriles). Varios de estos países —no por coincidencia dada su inmensa riqueza petrolera— no son democráticos. Esto significa que en el futuro cercano, Estados Unidos debe continuar trabajando con Estados autoritarios para preservar su seguridad energética.
Finalmente, Estados Unidos necesita trabajar con países no democráticos en la lucha contra el terrorismo. Aunque Al Qaeda se ha debilitado a lo largo de la frontera afgano-pakistaní, ha tratado de compensar esto ampliando su influencia en otras partes y estableciendo relaciones con grupos sunitas locales. En Yemen, por ejemplo, la filial local de Al Qaeda se ha aprovechado de la debilidad del gobierno y estableció posiciones en varias provincias a lo largo del golfo de Adén, lo que provocó alarma en Arabia Saudita. Desde la partida de las tropas estadounidenses, Al Qaeda ha aumentado sus ataques en Irak a cerca de treinta al mes en 2012, un aumento del 50% con respecto a los 2 años anteriores y una importante causa de preocupación en Jordania. Los militantes iraquíes también se han escabullido a través de la frontera con Siria, donde han organizado docenas de ataques con carros bomba y ataques suicidas contra el régimen de Asad.
En el Magreb islámico, Al Qaeda ha enviado combatientes a Malí, Túnez y otros países, con la esperanza de aprovechar los vacíos políticos en el norte de África. La filial de Al Qaeda, Al Shabab, mantiene una posición en partes del sur de Somalia. Además, Al Qaeda ha fomentado relaciones con otros grupos de la región, incluyendo a Boko Haram en Nigeria, Ansar Al Sharia en Libia y una red yihadista en Egipto dirigida por Mohamed Jamal Abu Ahmad. Algunos gobiernos autoritarios como los de Arabia Saudita y Jordania han sido importantes aliados en la lucha contra el terrorismo de los islamistas radicales en la región; mantener esa colaboración intacta es imprescindible.
De hecho, la cruda realidad es que algunos gobiernos democráticos en el mundo árabe muy probablemente se mostrarían más hostiles hacia Estados Unidos que sus predecesores autoritarios, porque serían más sensibles a sus pobladores, que son en gran medida antiestadounidenses. Según una encuesta de 2012 de Pew Research Center, la imagen de Estados Unidos en varios países del mundo musulmán se ha deteriorado considerablemente en los últimos años. Antes de las revueltas árabes, por ejemplo, el 27% de los egipcios y el 25% de los jordanos encuestados tenían actitudes favorables hacia Estados Unidos. Para 2012, esas cifras habían bajado a 19% y 12%, respectivamente. Las demostraciones antiestadounidenses que tuvieron lugar en la región en septiembre de 2012, y que se extendieron de Egipto y Libia por todo el Medio Oriente, son otro recordatorio de que los sentimientos antiestadounidenses y antioccidentales aún existen en el mundo musulmán.
Los levantamientos de los 2 últimos años ha representado un gran reto para los regímenes autoritarios del mundo árabe, pero las condiciones estructurales parecen estar impidiendo una mayor liberalización en la región, y la guerra, la corrupción y el estancamiento económico podrían socavar cualquier progreso. Si bien Estados Unidos puede tomar algunas medidas para apoyar la democratización en el largo plazo, no puede forzar el cambio. Los autócratas del Medio Oriente podrían caer a la larga y la expansión de la democracia liberal sería bien recibida por la mayoría de los estadounidenses, incluso si acarrea ciertos riesgos. No obstante, hasta que dichos cambios se produzcan por el esfuerzo de los árabes mismos, la política de Estados Unidos para el Medio Oriente se debe centrar en lo que se puede lograr. Como lo explicara Donald Rumsfeld, Exsecretario de Defensa de Estados Unidos, Washington debe conducir su política exterior con el mundo árabe tal como es, no con el mundo árabe que desea o que le gustaría tener en el futuro.
7 noviembre de 2014.
SETH G. JONES es Director Asociado del Centro de Seguridad Internacional y Política de Defensa en la RAND Corporation y profesor adjunto en la escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Johns Hopkins University. Más recientemente, es el autor de Hunting in the Shadows: The Pursuit of Qa´ida since 9/11. Sígalo en Twitter en @SethGJones
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