El discurso nacionalista que hoy todavía genera violencia en lugares como Rusia y Ucrania, entre otros, no es hoy sinónimo de bienestar para la población.
EZRA SHABOT
La independencia nacional se convirtió en los siglos XIX y XX, en el símbolo de la liberación de los pueblos y de identificación de un pasado común entre distintos grupos sociales que habitaban el mismo territorio. De los grandes estados nacionales como Francia e Inglaterra, al surgimiento de movimientos independentistas frente a las potencias coloniales, y de ahí a las grandes revoluciones sociales del siglo XX. Los mitos alrededor de la lucha por la creación de nuevas entidades estatales se convirtieron en la forma más común de dividir al mundo entre buenos y malos. Hidalgo, Morelos, Simón Bolívar o San Martín, plasmaron de manera idílica la gran historia latinoamericana que en estos tiempos difícilmente resiste un análisis histórico que desnude los motivos de las luchas independentistas.
El discurso nacionalista que hoy todavía genera violencia en lugares como Rusia y Ucrania, entre otros, no es hoy sinónimo de bienestar para la población. La idea de la independencia, que en el pasado era en teoría sinónimo de libertad y fin de la opresión, hoy tiene en la realidad una connotación totalmente diferente y se relaciona con la calidad de vida de los habitantes de determinado país. La mexicanidad entendida durante mucho tiempo como la identidad de una cultura mestizo católica y antagonista de Estados Unidos, definido éste como el imperio anglosajón protestante contrario a sus intereses y valores, es ya un concepto anacrónico.
Más allá de la irracionalidad de políticos como Donald Trump, quien representa lo peor de la democracia estadounidense, la relación México–Estados Unidos es vital no sólo para los millones de mexicanos que trabajan legal o ilegalmente en ese país, sino para un sector de trabajadores especializados que en México va creciendo de la mano de la industria automotriz, y cuya calidad de vida ha aumentado a lo largo de estos años. A esto hay que añadirle una clase media reconstruida después de la crisis de 1995 y que ha venido incrementando su nivel socioeconómico en el centro y norte del país. La independencia de México, entendida como su capacidad de convertirse en un país viable para los más de cien millones de mexicanos que lo habitan, es un proyecto cuya única posibilidad de éxito radica en ampliar hacia las zonas del sur y sureste del país, el modelo de economía rentable que permita abatir los niveles de pobreza a través de nuevas formas de producción industrial y de servicios. Se trata de romper de tajo con el viejo esquema agrícola-rural, cuyo único logro en estos años es el haber impedido que la gente se muera de hambre, pero que al mismo tiempo se mantenga en una pobreza todavía políticamente apetecible para algunos.
Es cierto que la relación con el país más poderoso del planeta no es sencilla para los mexicanos. Los diferenciales de desarrollo y las temáticas de migración y seguridad, complican la integración de sus economías. Pero lo obtenido desde la puesta en marcha del Tratado de Libre Comercio, ha transformado de manera sustancial la forma de generar riqueza en este lado del Río Bravo. Paradójicamente, el presente y el futuro de México en términos de su independencia y capacidad de resolver sus carencias se sitúa en la línea que nos comunica con Washington. Tanto en el terreno político-diplomático, como en el estrictamente económico las líneas apuntan hacia el norte en lo que podría ser el mercado más grande del mundo en el momento en que los mexicanos hoy sin recursos, se convirtieran en consumidores por encima de la línea de pobreza. Mientras no exista ese vuelco en la economía mexicana, deberemos resignarnos a seguir hablando de una independencia mítica con héroes de un lejano pasado que nada les dicen a los millones de desposeídos.
Fuente:excelsior.com.mx
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