LA PALABRA – Yom Kipur es, sin duda, la fecha más solemne del calendario hebreo, y la culminación de un proceso de purificación espiritual que empieza con Rosh Hashaná, el inicio del nuevo año, o incluso antes, ya que durante todo el mes de Elul (último del calendario) muchas comunidades suelen entonar por las noches los rezos penitenciales de las Selijot. Pero, más allá de los preceptos (como el del ayuno en el día de la expiación) y de las tradiciones colectivas, cada individuo construye su propio recuerdo personal.
JORGE ROZEMBLUM
En mi caso, las “altas fiestas” estaban marcadas por el cambio de actividad de mi padre, inmigrante sin ciudadanía durante los más de 30 años que vivió en Argentina por haber estado suscrito a un periódico en ídish de tendencias socialdemócratas. Pero, a pesar de su posicionamiento con el sionismo de izquierdas, era un magnífico cantor litúrgico, aunque sólo ejercía como tal en esas fechas. Así, en la infancia, podía pavonearme ante los trajeados niños de la sinagoga (“yo soy el hijo del jazán”): no un rabino que llega a su posición tras el esfuerzo del estudio y la oración, sino alguien con el don innato de transportar a toda la congregación a un estrato que sale de lo cotidiano sólo con su voz. El chofer del autobús en la autopista hacia el cielo.
Ninguna de estas celebraciones estaba completa sin la correspondiente visita a la sinagoga del único abuelo que me quedaba, pero allí yo era un nieto más entre la multitud de visitantes. Llegada la adolescencia, esa ceremonia se me antojaba cada vez más ridícula, habida cuenta de que posiblemente hubiera visitado a mi abuelo en su casa la noche anterior. Aquel Yom Kipur, el primero después de la muerte de mi padre, fue diferente. Ya no era el hijo del jazán y en la visita a la sinagoga del abuelo se notaba una agitación poco habitual en un día tan solemne. El deficiente ídish que había logrado aprender en mis primeros años de vida fue suficiente, sin embargo, para comprender el susurro que recorría a los cuerpos que impulsaban con su balanceo las oraciones para ayudarlas a llegar antes a su destino: “miljome”. Guerra. En el día más sagrado. En la tierra más sagrada. Y yo encorbatado. Y los viejos sujetándose con una mano la cabeza que ladeaban con un “ve iz mir” que sonaba más profundo y auténtico que el rezo que pronunciaban ininteligible y apresuradamente.
Era inevitable. Aquel Yom Kipur quedó anclado como símbolo del dolor de la orfandad y la impotencia que impone la distancia. De pronto, lo que sucedía en otra parte del mundo resultaba mucho más lejano e inalcanzable que el propio reino de los cielos cuya puerta se abría en los intermitentes instantes en que el shofar tronaba en sus umbrales. Era el final de los Yamím Noraím. Literalmente (en hebreo), los días terribles. Y yo trajeado.
Gmar Jatimá Tová
*El autor es director de Radio Sefarad.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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