AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Yom Kippur siempre fue mi fiesta favorita. Incluso en la guardería, cuando a los otros niños les gustaba Purim por los disfraces, Jánuca por los latkes, y Pesaj por las vacaciones largas, yo estaba enganchado con Yom Kipur.
Si las vacaciones fueran como niños, pensé una vez siendo todavía un niño, entonces Purim y Jánuca serían los más populares de la clase, Rosh Hashaná sería la más bella, y Iom Kipur sería una especie de bicho raro, un solitario, pero el más interesante de todos. Cuando pienso en eso ahora, “una especie de bicho raro, un solitario, pero el más interesante de todos” es exactamente como me veía a mí mismo entonces, así que tal vez la verdadera razón por la me gustaba tanto Yom Kipur es que pensaba que era como yo. El caso es que a pesar de que ya no soy una especie de bicho raro, sin duda no soy un solitario, y sí lo suficientemente adulto para comprender que no soy el más interesante, sigo enamorado de esa fiesta.
Tal vez sea porque Iom Kipur es el único día de fiesta que conozco que, por su propia naturaleza, reconoce la debilidad humana. Si en Pascua, Moisés y Dios arreglaron cuentas con los egipcios, en Jánuca Judas Macabeo venció a la basura de los griegos, y el día de la Independencia de Israel luchamos valientemente contra los árabes y ganamos nuestro país, en Yom Kipur no somos una heroica dinastía o un pueblo, sino una colección de individuos que se miran al espejo, se avergüenzan de lo que merece avergonzarse, y pedimos perdón por lo que puede ser perdonado. Y tal vez esa era en realidad la cualidad que me atrajo de Yom Kipur desde el principio, que es la más privada de todas nuestras festividades, un día en que te plantas solo ante tus actos y sus consecuencias sin televisión, sin bulliciosos cafés ni restaurantes, sin tiendas repletas de mercancía, sin todo el resto del ruido del día a día que lo hace más apetecible. Es el día de fiesta en que te encuentras cara a cara con su vida tal como es, y no hay ningún estúpido ‘reality show’ que distraiga tu atención, no hay noticias, ni conos de helado de chocolate que te ofrezcan algún consuelo.
Para mí, Yom Kipur fue y sigue siendo la fiesta, siempre. Es por eso que, a pesar de que hayan pasado años desde que me tomaba la molestia de desearle a la gente feliz año nuevo en Rosh Hashaná, o desde que me disfrazaba en Purim, cuando se aproxima Iom Kipur, todavía pido disculpas a la gente a la que siento que he hecho daño. No me pasa muchas veces, pero cuando por fin llamo para pedir perdón a alguien y espero compungido que respondan al teléfono, aun rezando en el fondo que nadie conteste para poder solventarlo con un mensaje de disculpa en el contestador automático, siento con cada hueso de mi cuerpo que hay algo muy saludable en el hecho de estar obligado a pedir perdón. Así que, tal vez sea más fácil que te guste una fiesta que permite comer donuts de gelatina que un día de fiesta que exige que te pongas en una posición vulnerable, incómoda, pero cuando finalmente ha terminado, sientes que, gracias a ese día de fiesta raro, has conseguido librarte de una carga que te ha estado oprimiendo durante mucho tiempo sin saber siquiera cuánto.
Mi más extraña historia de disculpa en Yom Kippur comienza cuando tenía 4 años. En mi nuevo grupo de preescolar había una niña bonita y dulce llamada Noa. Era tranquila y sonriente, dos cualidades con las que yo no fui bendecido, y cuando una vez por casualidad rocé su espeso cabello rubio, lo sentí como algodón de azúcar pegajoso. Tenía muchas ganas de jugar con ella, pero no sabía exactamente cómo hacerlo, así que después de seis meses de mirarla desde lejos, me decidí a dar un paso, y una mañana, cuando la vi corriendo a mi lado en el patio, estiré el pie y la hice caer.
Noa se cayó y se hizo daño. Comenzó a llorar, y cuando la maestra corrió a ayudarla, Noa me señaló y dijo: “Fue él. Él me hizo tropezar”. La maestra, que me quería mucho, me preguntó si era cierto, y de inmediato dije que no. La maestra reprendió a Noa, “Etgar es un buen chico que nunca miente. ¿Por qué inventas cosas tan terribles sobre él? ¡Debes avergonzarte de tí misma!” Noa, que casi había dejado de llorar, empezó de nuevo, y la maestra me acarició la cabeza y se fue enojada. En ese momento yo quería decirle a Noa que lo sentía y confesar a la maestra que le había mentido, pero no encontré el valor. Mientras tanto, otra chica ayudó a Noa a caminar hacia la fuente para lavarse la rodilla raspada, y yo me quedé de pie en el patio.
Noa no estuvo conmigo en la guardería ni en la escuela primaria. En la escuela secundaria, durante un descanso un día, una chica de mi clase mencionó el nombre completo de Noa y dijo que estudiaba en el circuito de biología. Era el primer mes de clases, Rosh Hashaná ya había pasado, y Yom Kipur estaba en camino, y cuando terminó la escuela ese día, esperé a Noa cerca de su clase. Fue casi la última en salir, los auriculares de color naranja en la cabeza y un Walkman Sony en la mano. Parecía completamente diferente a como la recordaba de cuando tenía 4 años; apenas sonrió y tenía un montón de granos en la cara, pero su pelo todavía era grueso y rubio y seguía pareciendo algodón de azúcar. Me acerqué, las piernas me temblaban. Siempre es difícil decir que lo sientes, pero decirlo después de 13 años es especialmente duro. Quería decirle que desde ese día en el patio de preescolar me había esforzado en no mentir, y que cada vez que sentía el impulso, la recordaba, con el pelo enmarañado, el llanto y el dolor en el patio, e inmediatamente el impulso se anulaba y decía la verdad. Quería decirle que pronto sería un hombre y entraría en el ejército y todo, y que cuando miraba hacia atrás en mi vida, lo que le hice entonces, a los 4 años, era de lo que más me avergonzaba, y que a pesar de que había pasado tanto tiempo, quería hacer las paces con ella de alguna manera: comprarle un helado, prestarle mi bicicleta deportiva durante una semana, o no sé qué, algo.
Pero en lugar de todo eso, lo único que me salió de la boca fue su nombre, “Noa”, en voz muy chillona. Noa se detuvo, se quitó los auriculares, y me estudió. “Soy Etgar”, dije, “Etgar Keret. Estuvimos una vez en el mismo preescolar juntos”. Ella sonrió y dijo que recordaba el preescolar pero no me recordaba a mí. Le hablé de cómo la hice caer y le mentí, y cómo lloró por la afrenta y un poco por el dolor, pero no recordaba nada de eso.
“Fue hace mucho tiempo,” dijo ella, medio en tono de disculpa.
“Pero yo lo recuerdo”, insistí, “y pronto va a ser Yom Kippur, y quería disculparme”.
“¿Pedir disculpas por algo estúpido que hiciste cuando tenías 4 años?”, dijo y sonrió con esa sonrisa encantadora que recordaba de preescolar, luego añadió: “¿Eras tan raro en preescolar, también?” Ella rió y yo también, porque la verdad es que realmente era raro en preescolar. “Disculpa aceptada”, dijo después de una breve pausa, y luego se puso los auriculares de color naranja sobre las orejas y se fue.
Recuerdo ir a casa de la escuela ese día. Montaba en bicicleta, los pedales giraban con facilidad, el camino se hacía suave, incluso las partes cuesta arriba parecían como si fueran en bajada. Nunca la volví a ver, pero desde entonces, cada vez que tengo un fuerte deseo de no decir la verdad, pienso en ella fuera de su clase de la escuela secundaria, con una amplia sonrisa, la cara llena de granos, diciendo que aceptaba mis disculpas. Entonces respiro profundamente, y me acuesto.
*Etgar Keret es un cineasta y escritor de ficción residente en Tel Aviv. Escribe una columna habitual desde Israel para Tablet.
Fuente: Tablet /Unorthodox
Traduce y edita: Silvia Schnessel para Enlace Judío México
https://www.tabletmag.com/jewish-news-and-politics/193765/law-and-order
Reproducción autorizada con la mención siguiente: © EnlaceJudíoMéxico
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