ESTHER SHABOT
Es evidente que los niveles de violencia registrados en los últimos días entre árabes e israelíes son alarmantes y presagian tormentas graves.
¿Se ha desatado ya una tercera intifada? Difícil afirmarlo a estas alturas. Pero lo que sí es evidente es que los niveles de violencia registrados en los últimos días entre árabes e israelíes son alarmantes y presagian tormentas graves. Aún oficialmente el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmoud Abbas, sigue sosteniendo su compromiso con la no violencia llamando a la contención, mientras que el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, consciente de que las cosas se están saliendo de control, al fin decidió prohibir que ministros de su gobierno y diputados subieran al Monte del Templo o Explanada de las Mezquitas, cuestión que constituyó una de las chispas que detonó la indignación y la violencia árabe. Los rumores de que tales ascensos formaban parte de una maniobra de Israel para alterar el statu quo imperante en ese lugar corrieron con fluidez no sólo entre la población árabe local, sino que también tuvieron eco en otros espacios del mundo árabe. Con ello se removieron los viejos odios que encontraron en esa presunción de complot, la justificación para desatar la violencia.
Sin embargo, todo este asunto del Monte del Templo, de las provocaciones a su alrededor y de las pasiones religiosas desbordadas son insuficientes para explicar lo que está pasando. De hecho, el contexto era propicio desde hace bastante tiempo a que algo como esto sucediera. El no resuelto conflicto entre israelíes y palestinos ha pasado por una larga temporada de congelamiento deliberado, sin ninguna iniciativa política seria desplegada para resolver los problemas de fondo. El proyecto tan mentado de “dos Estados para dos pueblos” ha estado hibernando por efecto de la falta de voluntad para abordar con seriedad y compromiso su avance. Ese ánimo se ha nutrido tanto de desencantos generados por iniciativas previas abortadas, como del empoderamiento de corrientes ultranacionalistas agresivas cuyas agendas corren por otros cauces en los que la posibilidad de hacer concesiones al rival son anatema.
Es una realidad que hoy por hoy es el discurso radical empapado de fanatismo el que constituye el elemento dominante en esa cargada atmósfera. Ésta se ha nutrido tanto de las peroratas y las acciones agresivas de la agrupación islamista Hamas y de sus acólitos que no reconocen la legitimidad del Estado de Israel, como del creciente extremismo ultranacionalista y a menudo teñido de elementos religiosos fanatizados cada vez más fuertes dentro del establishment político y social israelí. Los lanzamientos de misiles de Hamas hacia zonas civiles israelíes con las consecuentes represalias, lo mismo que el continuo crecimiento de los asentamientos judíos en Cisjordania, forman parte esencial de ese “huevo de la serpiente” que está en el origen de la espiral de violencia que hoy se vive.
Por supuesto que a un lado de todo esto existen sectores moderados israelíes y árabes que son ajenos a este circuito de intolerancia, destrucción y venganza. El problema es que en estos últimos tiempos tales corrientes se hallan marginadas y a la defensiva, rebasadas por el poder político que han obtenido los abanderados de las posturas extremistas que no creen en el compromiso y las concesiones mutuas, sino sólo en la fuerza y la violencia que sometan absolutamente al contrario. Es cierto que hay explicaciones —históricas, sociológicas, sicológicas, etc.— para dar cuenta de por qué han surgido y se han fortalecido tales corrientes radicales. Sin embargo, eso no justifica un fatalismo inescapable, porque también hay suficientes consideraciones con fundamentos firmes y lógicos para prever que si las fuerzas moderadas logran de alguna manera posicionarse para cambiar el curso de los acontecimientos, la catástrofe que amenaza a ambos pueblos podría —ojalá— conjurarse.
Fuente:excelsior.com.mx
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