JOSÉ SÁNCHEZ TORTOSA
No todos fueron ovejas yendo al matadero
La historia del campo de exterminio de Sobibor tiene la cualidad de contribuir a la destrucción de diversos mitos o tópicos más o menos arraigados. El principal es el de la pasividad de los judíos.
El campo de Sobibor fue desmantelado tras la revuelta en la que pudieron escapar con vida 11 prisioneros. Uno de ellos fue Thomas Toivi Blatt, quien relata la experiencia en el libro From the Ashes of Sobibor. Su historia es tan alucinante que un guionista de cine que presentara semejante trama como argumento para una película a un productor se vería probablemente rechazado por escribir un guión tan excesivo. De hecho, la historia fue llevada al cine, seguramente con el salvoconducto de tratarse de una historia real. Un joven de quince años que se ve envuelto en persecuciones, que ve cómo son asesinados los miembros de su familia, cómo es traicionado por amigos y ayudado por desconocidos, que se salva por circunstancias únicas, casi imposibles de creer. Se trata de todo un libro de aventuras, pero escrito con la lucidez estricta y el rigor gélido y sin retórica del que carece de esperanza, del que ha renunciado al engaño. De hecho, como él mismo reconoce, en varias ocasiones sufrió la incomprensión de los demás. La más dolorosa, seguramente, fue la que tuvo lugar tiempo después de la guerra con alguien de quien jamás lo hubiera esperado:
“In 1958, as a new immigrant to Israel, I gave my manuscript to a well-known survivor of Auschwitz for his comments. After three weeks, the only words he said were: “You have a tremendous imagination. I’ve never heard of Sobibor and especially not of Jews revolting there.” I was whipped many times by the SS in the Sobibor death camp, but I never felt so sharp a pain as I did when I heard those words. lf he, an Auschwitz survivor, did not believe me, who would? And so another twenty years passed.” (pág. 22)
También Elie Wiesel cuenta en La noche la imposibilidad de creer lo que estaba sucediendo en los campos de Polonia. Hannah Arendt sostiene que lo inverosímil de los crímenes perpetrados por los nazis constituían al mismo tiempo una defensa ante las acusaciones, que nadie creería. Esa barrera que la ilusión del progreso y la civilización impusieron en buena parte de la mentalidad europea, se puede ver reflejada también en el testimonio de Blatt, cuando se refiere a la distancia entre los judíos franceses y holandeses que llegaban a Sobibor y los judíos polacos. Los primeros eran recibidos con banda de música y viajaban en trenes de viajeros. Los polacos llegaban en trasporte de ganado. Los primeros ignoraban su destino. Los polacos lo conocían. Pero incluso al principio, entre los judíos polacos de clase media-alta, entre los propios familiares de Blatt, existía una férrea resistencia a creer lo que se contaba ya a finales del 41:
“On December 27, 1941, our roomer Kohn received a letter from his son in Kolo. “For over a month now,” he wrote, “train-loads of Jews have been suffocated with gas in special vans in a little-known village, Chelmno.”
I was present when my parents and Kohn talked about it. The adults considered it a fabricated story, and it made little impression on them. “It’s impossible,” they said. “It’s a fairy tale. Even Germans couldn’t do such terrible things! The worst bandit cannot murder this many innocent people! After all, we live in the twentieth century!” ” (pág. 50)
La cuestión recuerda la inocencia de Freud, inconcebible en alguien de su inteligencia, cuando infravaloraba la quema de sus libros en la universidad de Viena, pensando que en la Edad Media sería él el quemado. A diferencia de Freud, Joseph Roth no malinterpretó las señales y en artículos tan tempranos como los que componen el imprescindible libro La filial del infierno en la Tierra, entre 1933 y 1935, diagnostica con lucidez el mal que se avecina, que acaso era ya imparable en esos momentos.
Precisamente por eso, la posibilidad de enfrentarse al enemigo nazi quedaba materialmente bloqueada. No se trataba de una banda de pervertidos criminales. La operación de exterminio fue puesta en marcha por la maquinaria de un Estado moderno, avanzado tecnológicamente y con estructuras e instituciones de poder ante las que el individuo está expuesto y casi sin defensa. Al menos, ciertos individuos. Uno de los elementos sociológicos y políticos que neutralizan la rebelión es el conjunto de inercias y automatismos institucionales, económicos y técnicos que pueden caer bajo la denominación psicológica de esperanza. No se trata de mero psicologismo. El carácter progresivo y legal de las medidas contra los judíos en el contexto de una confrontación bélica reducen el margen de resistencia a niveles estadísticamente despreciables. Ese callejón sin salida fue vivido en propia carne por Blatt. Christopher Browning, autor del estudio Ordinary Men, se hace eco en el prólogo del libro de Blatt de esa situación y del cambio que se produce cuando esos automatismos dejan de operar o de tener sentido. Por decirlo metafóricamente, cuando la esperanza desaparece:
“Why, after all, would the Germans be so irrational as to kill off the skilled Jewish laborers so useful to the German war effort? Given the disparity in power between the Germans and their victims, and the credible threat of collective retaliation for any obstruction of the deportation process, resistance did not seem rational. Hiding during the roundups and making oneself valuable to the German economy at other times seemed to be the most sensible response for most Jews in Poland in the disastrous year of 1942.
By 1943 the evidence of the Nazis’ ultimate goal was undeniable, the threat of collective retaliation lost its meaning, and Jewish response began to change. The resumption of deportations from the Warsaw ghetto in January 1943 met with resistance, and the Germans retreated. The final German attack on the ghetto in April encountered tenacious and prolonged resistance. In July the inmates of the Treblinka extermination camp staged an uprising and breakout. In August the Germans encountered resistance in liquidating the remnant of the Bialystok ghetto. The Sobibor uprising and breakout in October 1943, in which Blatt was a participant, was thus part of a wider trend in altered Jewish response in Poland.” (Pról., pág. 19)
Esa mecanismo punitivo de la responsabilidad colectiva que el nacionalsocialismo puso en práctica con la población judía y con la de los países ocupados impone como política estatal sobre masas de población, que por la inercia de los grupos no se comporta jamás como un individuo, los mecanismos de sumisión en sus dos caras: temor y esperanza, que son , por tanto, categorías políticas que aluden a dispositivos de poder. Es el Estado el que procede a categorizar administrativamente a los sujetos bajo su autoridad en función de parámetros grupales, identitarios, de los que apenas se puede escapar y que los condenan a la marginación o a la corriente mayoritaria. El sujeto responde por los actos atribuidos al grupo de pertenencia impuesta por el Estado, independientemente de su conducta individual. El judío era designado tal por la administración del Tercer Reich en función de criterios claramente delimitados, con las consecuencias que eso entrañaba, y lo que el individuo concreto sobre el que reposara tal categoría sintiera al respecto era por completo irrelevante. El ser (ser judío, mestizo, ario…) lo impone el Estado. Los sujetos subsumidos en esa red administrativa y policial responden a los impulsos predominantes en el grupo, marcando la tendencia. Sólo unos pocos logran sustraerse a la marea de la masa construida estatalmente.
Y, en el caso de los judíos polacos, seguramente de manera mucho más acusada que en el de los alemanes, se ha de añadir el caldo de cultivo de un antisemitismo que cubría los espacios a los que no llegaban los alemanes:
“The fact was that when a Jew took off his Star of David armband and left the ghetto, the Germans, who knew the Jews only from Nazi propaganda posters as having low foreheads and long curved noses, could not distinguish him from the rest of the population. Therefore, to escape being recognized by the Nazis was a real possibility for the Izbica Jews. The greater problem was the local citizenry. They were particularly good at recognizing Jews; they had lived with us for hundreds of years. Not only adults, but also teenagers and even children, would wait for an ocasión when Jews tried to escape; first they would mock, beat, and rob a Jew, then hand him over for a reward of vodka or sugar.” (págs. 76-77)
Y no sólo Polonia sino casi toda Europa se convierte en un lugar invivible, en una prisión para el judío. No es imposible que la orquesta del campo, que, según cuenta Reder, seguía tocando impasible mientras las cámaras de gas estaban en pleno funcionamiento, hubiera interpretado la 9ª Sinfonía de Beethoven, el Himno a la Alegría de Schiller, como símbolo de la Europa que miró para otro lado. Esa orquesta simboliza la ceguera cómplice de la mayor parte de la Europa del momento.
A esa esperanza institucionalizada y generalizada que bloquea la rebelión hace referencia varias veces Blatt a lo largo de su narración. La libertad del individuo se juega en liberarse de esas cadenas del miedo y la esperanza. El hombre libre no es el que pierde la esperanza o el temor, sino el que gana la libertad de no esperar nada, de no temer ya nada:
“We knew that the uprsing was an act of desperation. A handful of people, devoid of hope, doesn´t expect to gain its freedom. All they want is to take revenge and die with honor, to fall fighting.” (pág. 129)
Así como para el estoicismo clásico la felicidad no se alcanza por medio de la virtud, sino que es la virtud misma, la libertad no se alcanza con la rebelión ante el terror totalitario. La libertad es la rebelión.
De ahí que su modo de enfrentarse a su destino en las cámaras de gas sea muy similar al de la mayoría de los supervivientes. El sujeto ha sido reducido a instintos primarios. Los sentimientos contribuyen al sometimiento, a la destrucción. La frialdad de una inteligencia desesperanzada es la única posibilidad de resistir:
“Not for a moment did I think about or let myself feel any emotion over the loss of my mother, father, or brother. I seemed to know instinctively that any such self-indulgence would destroy me.” (pág. 33).
“I never saw anyone cry in Sobibor.” (pág. 157).
Saber que se está condenado a muerte y, lo que acaso sea peor, condenado a sobrevivir entre tanta muerte, es decir, condenado a la certeza de que salvarse suponía cierto grado de colaboración, impone una escritura al límite, una claridad a fogonazos, una racionalidad innegociable, desesperanzada, despiadada. La necesidad de narrar eso no deja resquicio más que para la verdad cruda y amarga, el relato fiel y sin concesiones.
Toivi Blatt, From the Ashes of Sobibor, Wlodawa, Muzeum Pojezierza Leczynsko-Wlodawskiwgo, 2008, prólogo de Christopher R. Browning, 340 págs.
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