ENRIQUE KRAUZE
La historia de la sociedad mexicana es un testimonio de su noble espiritualidad y simpatía hacia los diferentes grupos humanos que han llegado a ella para encontrar un ámbito propicio a sus quehaceres espirituales y materiales. Entre estos grupos se distingue la comunidad judeo-mexicana por su aportación enriquecedora a nuestra vida institucional y al empeño solidario por los valores del hombre. Cualquiera que sea la fecha de su inicio, era importante conmemorar la presencia judía en México.
Las jornadas, con sus discusiones, mesas redondas, representaciones teatrales y exposiciones de diversa índole, hechas bajo el auspicio generoso de la UNAM, se esforzaron en mostrar las ramificaciones del árbol judío en tierra mexicana. Al verlas en su conjunto, el observador judío avanzó en la comprensión de su circunstancia individual. A su lado, quizá, el observador no judío descubrió una cultura negada hasta entonces por la ignorancia o el prejuicio. Fue un gran paso de apertura y autoconocimiento, pero fue sólo el primero. La historia comienza apenas a entrever el desarrollo de aquel árbol. El tesoro inmenso de la vida colonial criptojudía descansa, casi intocado, en las catacumbas del Archivo General de la Nación.
Lo mismo ocurre con la vida judía en el siglo xx. Se ha despertado ya, es cierto, la actividad en la historia oral. Pero así como se avanza en recoger testimonios, habrá que reunir otros múltiples vestigios: cartas, notas periodísticas, archivos privados, papeles escolares, documentos oficiales, libros religiosos, recetas de cocina: hoja tras hoja del árbol que nos constituye, del árbol que somos. La tarea está en marcha. Para cumplirla se requieren dos virtudes no siempre afines: pasión y objetividad.
La primera es un don de Dios, como el amor. La segunda puede educarse recordando, por ejemplo, que el árbol de la presencia judía no se explica sólo por su tronco o sus ramas, ni siquiera por su raíz, sino por la tierra que alguna vez acogió las semillas inciertas del origen: la tierra mexicana.
Hay mil formas de abordar la presencia de México en la vida judía. Como biógrafo no encuentro otra que referir algunos aspectos de la particular experiencia de mis abuelos. Confieso que al hacerlo me mueve un pequeño e impertinente gusanillo autobiográfico, pero creo que la evocación de esas dos vidas paralelas y contrarias arroja cierta luz sobre una cuestión que nos atañe a todos: ¿por qué, cómo, hasta qué grado arraigaron las vidas de nuestros antepasados —y, por lo tanto, las nuestras— en México?
Saúl era un sastre de prestigio, hijo y nieto de sastres, en Wyzkow, una pequeña ciudad cercana a Varsovia. Durante la Primera Guerra Mundial, se había herido deliberadamente una pierna para evitar ir al frente. Más tarde vivió en la clandestinidad. No creía en la causa bélica sino en el socialismo que redimiría, igualándolos, a todos los hombres. La única célula que mereció su militancia fue cultural: perteneció a uno de los cenáculos literarios judíos de Varsovia.
A fines de los veinte resistió el creciente acoso antisemita. Entonces pensó en emigrar. Fue capaz —según decía— de “ver adelante en su nariz”, lo cual era ver lejos en verdad puesto que la tenía larga. Una noticia periodística aparecida en Varsovia hacia 1924 ensanchó su horizonte: el presidente Plutarco Elías Calles —de visita en Alemania— invitaba expresamente a la comunidad judía europea a establecerse en México.
Hacia 1930, con pocos dólares en la bolsa y la dirección de algún paisano, emprendió solo la travesía que lo llevó a Veracruz. Aunque el viaje se planteó como un ensayo —su mujer lo consideraba una locura— algo muy pronto le convenció de que no habría retorno. No fue sólo el recuerdo de los nubarrones sobre Europa, sino el tono de la vida que encontró al llegar.
Muchas veces refirió la historia. En el malecón vio por primera vez esas caras morenas, ajetreadas y alegres. Alguien se le acercó y, sin preguntarle, tomó su maleta. El joven sastre esperó lo peor: la pérdida de sus prendas, de sus documentos, de su vida. Aquel ser de otro planeta, vestido apenas y descalzo, lo depositó en el tren sano y salvo. A la propina siguió la sonrisa y unas primeras palabras de agradecimiento en aquel idioma desconocido, pero musical y dulce.
Ya en la ciudad de México, el paisano de Wyzkow le proveyó de trabajo en su sastrería. No tardó en conseguir alojamiento. Un 15 de septiembre la multitud lo arrastró al grito. Notó la forma ceremoniosa con la que el mexicano común le abría el paso diciéndole de “usted” y llamándolo “güero”. Recordó entonces otras muchedumbres rencorosas en Varsovia y escribió a su mujer: “Vende todo al precio que sea y ven. Esto es, casi, el paraíso.”
Con el tiempo abrió su propia sastrería en las calles de Colombia. Jacobo Glantz solía decir que, Saúl “era el mejor sastre, y los demás: un desastre”. No sólo los judíos se vestían en aquel “establecimiento”. Varios industriales y comerciantes rehicieron en él su guardarropa. Tampoco le faltaron clientes políticos. Maximino Ávila Camacho solía llegar en su inmenso Packard, provisto de amantes y pistoleros. Al entrar, luego de poner sobre el mostrador la pistola labrada e incrustada con brillantes, escogía las telas no por colores sino por metros. Un pistolero se sacaba de la bolsa los fajos de billetes. El general quedaba tan contento que no pocas veces le dijo, tomándolo de los hombros: “Pídame algo maestro; lo que quiera, una gasolinería, algo.” El tembloroso “maestro” no le pidió más que clientes. Y llegaron de toda suerte: hasta contingentes sindicales.
Aunque trabajaba con intensidad, no vivía para trabajar. A mediodía, sin importar el cliente que pudiese solicitarlo —a excepción, claro, de Maximino—, bajaba la cortina para disfrutar de la comida judía que le preparaba Clara, su esposa, y de un postre muy mexicano: la siesta. Las noches y los fines de semana, no se desvivía en el negocio (para eso estaban los hijos). Solía, en cambio, leer y releer su excelente biblioteca de literatura yiddish. Era un lector profesional.
Vivió casi cincuenta años más sin salir de México. Aquella travesía había sido suficiente. A veces iba en su elegante Hudson hasta Cuautla, pero sus verdaderas aventuras eran librescas. La verdad es que no visitaba ni la sinagoga en Yom Kippur: “Yo soy spinozista: Dios está en todas partes.”
Desde México, pudo gestionar que una parte de su familia sobreviviente del Holocausto, se estableciera en Nueva York. Uno de sus hermanos había huido a Rusia con su esposa e hijos en 1939. El azar terrible los arrojaría a Siberia al final de la guerra; Saúl financió su viaje definitivo a Montreal.
Fue, estoy seguro, un hombre feliz, casi infantilmente feliz. Los hijos no tuvieron que trabajar, como él, “con sus diez dedos” y acudieron a una universidad distinta a la de su amado Máximo Gorki: “la universidad de la vida”. En la placidez californiana de su casa en Lindavista y, más tarde, en el peripatético Parque México —al que, modestamente, le decía “jardín”— dejó que transcurrieran lentas horas de vida y lectura. Ante los problemas tenía dos dichos sacados del cajón de sastre: “dejar que lleguen hasta el ojal” (no a la piel, menos al corazón) y “esperar a que se planchen”.
En sus últimos años recordaba la vida europea con amargura, no sólo por el Holocausto sino por los sueños de juventud traicionados. Muy temprano en el siglo —mientras los jóvenes se entregaban al fervor utópico de los sesenta— desplegó una conciencia muy clara sobre la naturaleza opresiva de los países socialistas. No por eso simpatizó jamás con el capitalismo: despreciaba su inhumanidad, su mecanismo: lo veía con ojos de artesano. Creo que su mayor indignación no fue social sino cultural: el asesinato de sus más entrañables autores en yiddish, ordenado por Stalin a principio de los cincuenta.
Lo retengo ahora, impecablemente vestido, con un periódico que bordea la panza generosa y, asomando por encima, una sonrisa de viejo-niño. Nunca le oí una frase crítica sobre México: sólo defensas. Se había asimilado a su ritmo. Aunque no se acercó a su gente —tenía pocos amigos mexicanos— en cada gesto bueno veía repetirse la escena de aquel cargador en Veracruz. Tenía una noción profunda de haber sido perseguido, acosado, forzado a la clandestinidad y el exilio. Y un recuerdo aún más profundo de la bienvenida. Por eso abrazó a la tierna que le abrió los brazos. Por eso vivió en una lúcida, tranquila y permanente fiesta.
José venía de una rica familia dedicada al comercio de ganado. Había nacido en el pequeño pueblo de Kutznitza, pero desde chico se mudó a Bialystok donde estudió en un jeder y avanzó en la comprensión del Talmud. Allí lo sorprendió en junio de 1906 —a sus once años— uno de los más sangrientos pogroms de la historia polaca. Cerca de 80 judíos perdieron la vida a manos de la muchedumbre ante la complacencia de los militares y la policía. Nunca olvidaría aquel terror.
No se aventuró al mar: las circunstancias lo aventuraron. La familia entera de su madre salió rumbo a Filadelfia mientras que él se sumó a la caravana de su extensa familia política. Al llegar a México no se instaló en la capital sino con unos paisanos en la ciudad de Puebla. Aquel ambiente conservador no lo agredió en ningún momento, pero tampoco lo acogió ni él buscó que lo acogiera. Abrió un puesto de ropa, colocó a su hija en un colegio protestante y, maleta en mano, comenzó su peregrinar.
En sus viajes encontró su pequeña porción de felicidad. Vendía camisas en los pueblos. En tiempos anteriores al turismo orientado a “descubrir México”, este extraño pionero monolingüe recorría y reconocía los lugares más hermosos: San Cristóbal de las Casas, Los Tuxtlas, las viejas ciudades michoacanas y del Bajío, Teziutlán. Una mañana de 1935 se tomó una foto en la desierta plaza de Oaxaca. Se veía orgulloso del marco arquitectónico y natural que lo rodeaba. Sus tarjetas postales eran notables por ambos lados: poseía una bellísima caligrafía. Quizá por eso amó tanto la caligrafía sobre piedra de su lugar preferido: Mitla.
Con los años se mudó a la ciudad de México y estableció la pequeña fábrica de camisas, guayaberas y chazarillas Joklein en los altos de un viejo edificio de la calle de Soledad. Amaba al país y lo recorría una y otra vez, año con año, pero no amaba ni comprendía a sus habitantes. Se extrañaba de la corrupción, la impuntualidad, el desorden, la mentira, la propaganda política. “Es un pueblo que no quiere trabajar —solía decir— pero eso sí: todos tocan guitarra y cantan muy bonito.”
No fue dúctil al marco humano que lo rodeaba, porque no podía olvidar der alte heim. Por años tarareó sin cesar la más melancólica de las tonadas: mein shtetele Belz. Cuando su hija recibía visitas no judías en su casa las corría la descortesía de hablar en yiddish. Aunque no llegó a tener auto o casa propios, jamás pasó penurias ni sintió el aguijón de la envidia. Su alegría siguió estando afuera, en el vagón de tren que lo llevaba a la provincia y en la tertulia de los bialystoker en México. Vivió en una inquietud constante, perplejo ante su desarraigo: errando, huyendo.
A fines de los cincuenta empezó a olvidar nombres de personas cercanas. Siempre creímos que lo aquejaba una prematura arterioesclerosis cerebral. Después de su muerte —luego de doce años de enfermedad, seis de ellos en la más completa tiniebla— supimos que había sido víctima de un síndrome terrible y cada vez más común: el mal de Alzheimer.
Seis años luchó contra su enfermedad progresiva. Viajó un par de semanas a Eretz Israel, pero no disfrutó su estancia: pensaba encontrar un paisaje polaco, una pequeña gran shtetl: no Israel sino Belz. Halló un ajetreo moderno que le recordó a México y comentó que aquellos hombres no eran, no podían ser judíos.
Algo involucionaba en él, retrayéndolo siglos. Al acercarse sus sesenta años optó por volverse —como su padre—un hombre Frum: cambió su manera de vestir para asemejarla a la del Rabino Avigdor que admiraba; asistía dos veces al día a la sinagoga de Yucatán, pero esa frecuencia le parecía insuficiente: llegaba en la madrugada y pretendía quedarse a dormir en las bancas; se dejó una brevísima barba; leía continuamente libros de plegarias o confundía todos los libros con devocionarios; y dio en un hábito que conmovía y desgarraba: hablaba cantando, rezando.
El mundo apagaba su sentido. ¿Él lo sabía, lo entendía? Cuando las voces cesaron de comunicarle, cuando él mismo entró en una burbuja definitiva de silencio, lo rescató, de nueva cuenta, la provincia y la naturaleza del país. En el asilo de ancianos de Cuernavaca, pasaba las horas bebiendo con placidez el verde de los árboles, inmensos como aquellos laureles de Oaxaca. Un alma caritativa veló todas sus horas y atendió sus necesidades: Conchita. Monja, virgen, enfermera. Por devolverle en algo su identidad, quisimos enseñarle a leer y comenzamos por su nombre. En súbitas oleadas de lucidez lo escribía sin reconocerse en él, sólo para admirar los rasgos caligráficos. Su mayor placer terminó por ser oral: la lenta masticación de las prodigiosas frutas mexicanas.
La presencia de México en ambas vidas se resume en la palabra más hermosa: libertad. Saúl la vivió como sinónimo de refugio, como puerto de abrigo que el náufrago alcanza para no abandonarlo más. La vivió también en su acepción popular: como dejadez, holgura, holganza, holgazanería, como tiempo que se expande, como relativo desorden, como valemadrismo, como hamaca, como siesta. En México nadie lo acosó: trabajó en lo que quiso sin obstáculos raciales y asumió su peculiar concepción de quietismo spinozista sin que nadie lo excomulgara. Ante los brotes de violencia antisemita no perdió la compostura: leyó en ellos un reflejo políticamente inducido del ascenso nazi en Alemania.
Porque había conocido la opresión, paladeó cada día de libertad. Sin saberlo a conciencia, entendió vitalmente que en México la libertad pertenece al orden natural.
La semilla de José guardaba, desde Polonia, el germen de la melancolía. Ninguna tierra, por más fértil, lo hubiese arraigado. Desconfió de la sociedad mexicana y quizá nunca apreció las libertades cívicas que le ofrecía, pero agotó otra variante fundamental: la libertad de movimiento. Con un asombro permanente voló en los trenes del país. También en Polonia solía hacerlo pero, de haberse quedado, los trenes de Bialystok lo habrían conducido a un destino distinto y final. En México, José conoció, además, otro tipo de libertad: la libertad como gratuidad, como generosidad de la tierra: floración de atmósferas, arquitecturas, colores, frutos y sonidos. Los imagino una soleada mañana de domingo. Aquél sentado en su jardín, éste caminando en algún pueblo de provincia. El quieto y el inquieto. Ambos aspiran hondo un aire de libertad.
Fuente:Jornadas Culturales,la Presencia Judía en México
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