¿Quién es sabio? El que entiende las consecuencias de sus actos. El mejor creyente es, por lo tanto, el que ha vencido a D-os y ya no lo necesita. ¿Por qué? Porque justamente como creyente confía en que ha estudiado y aprendido lo que debe de hacer, y simplemente se dedica a hacerlo sin necesidad de que la Voz del Cielo le expliqué qué cosas sí y qué cosas no.
IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – La Parashá (sección de la Torá) de esta semana contiene uno de los pasajes más pertubadores de todo el texto bíblico: la lucha de Yaacov con un “ángel” en Peniel, previo a su encuentro con su hermano Esav.
Pongámonos en contexto: después de por lo menos catorce años viviendo en Jarán y trabajando para su suegro Labán, Yaacov ha decidido regresar a su hogar. Pero, para ello, tiene que ponerle orden a su vida entera: primero ha tenido que dejar las cosas en paz con Labán, y luego tiene que buscar la reconciliación con su hermano Esav. No es sencillo: cuando huyó de casa, casi tres lustros atrás, Esav se quedó con ganas de matarlo. Además, en ese tiempo los dos eran unos muchachos. Ahora Yaacov es un próspero empresario ganadero, pero Esav es el líder de una banda de verdaderos rufianes. Un Hebreo en el sentido más primitivo del texto: alguien dedicado a la vida nómada y rapaz.
Yaacov sabe que se está jugando el todo por el todo. Por eso, según el relato bíblico tomó las precauciones necesarias para que parte de su familia pudiera sobrevivir en caso de que Esav los atacara.
Ese es el contexto de su extraña “lucha con un ángel”: la noche previa a la cita con su hermano –es decir, la noche en la que más le convenía a Yaacov dormir bien– la pasa luchando con un tipo que aparece de la nada y lo ataca.
Pongámonos en los zapatos de Yaacov en ese momento. ¿Qué pudo pensar cuando, repentinamente, el sujeto apareció y lo atacó? ¿Que se trataba de su hermano Esav o de alguien enviado para matarlo? Seguro que por la cabeza de Yaacov desfilaron todas estas opciones, así que su reacción inicial debió ser sumamente angustiosa.
El combate duró, según el texto, toda la noche. Y cuando ya despuntaba el alba, el extraño fulano decide que debe desaparecer tan misteriosamente como llegó. Y, como si se tratase de un juego, le dice a Yaacov “déjame ir, porque ya va a amanecer”.
¿Y eso qué? ¿Acaso era una consigna bien definida luchar sólo mientras fuera de noche? ¿Acaso sólo se trataba de hacer perder tiempo y energía a Yaacov?
La respuesta de Yaacov es igualmente desconcertante: “No te dejaré hasta que no me bendigas”. Y el intruso acepta, pero la “bendición” no sólo consiste en un nuevo nombre para Yaacov –Israel–, sino también un golpe en la cadera que provoca una cojera permanente en el Patriarca.
Como si la situación no fuese suficientemente confusa, la bendición que le da este extraño sujeto es una de las frases más interesantes de la Biblia: “Tu nombre ya no será Yaacov, sino Israel, porque has luchado contra D-os y contra los hombres y has vencido”.
¿De qué se trata esta lucha? ¿Contra quién luchó Yaacov?
En realidad, esas son las preguntas más periféricas y poco interesantes en términos existenciales, porque estamos ante una construcción literaria proveniente de la antigüedad y, por lo tanto, escrita bajo parámetros muy distintos a los de nuestra psicología.
En realidad, lo interesante es otra cosa: ¿Realmente se puede vencer a D-os?
Esta es una idea que ha escandalizado a muchas personas a lo largo de la Historia. La dogmática religiosa que muchos asumen presupone que D-os no puede ser vencido.
Hay un relato maravilloso en el Talmud. Cuenta que grandes sabios se enfrascaron en una discusión sobre cómo aplicar cierta sección de la Torá, y al final el grupo estaba dividido en dos opiniones: Rabí Eliézer sostenía un punto, y los demás el punto contrario. Eliézer puso como testigos a favor de su interpretación a un árbol, un río y una casa. El árbol se desgajó, el río empezó a correr en sentido contrario y la casa estuvo a punto de caer. Pero Yehoshúa, otra rabino, reprendió a los tres inusuales testigos, apelando a que un árbol, un río y una casa no iban a decidir una discusión sobre la Torá. En señal de respeto a uno y a otro, el árbol se volvió a plantar en otro lugar, el río se quedó quieto y la casa no se derrumbó, pero quedó “chueca”.
Molesto por la resistencia de los demás a su explicación, Eliézer apela a la máxima autoridad posible: “Si mi interpretación es correcta, que lo diga la Voz del cielo”. Y D-os exclama: “¿Por qué no le hacen caso a Eliézer? Su interpretación es correcta”.
Pero Yehoshúa contesta: “No, porque está escrito: No está en el cielo (Deuteronomio 30:12)”. Y D-os se queda callado. A manera de glosa, el Talmud cuenta que otro rabino llamado Natán se topó con el Profeta Elías en ese momento, y le preguntó qué había hecho D-os ante esa respuesta, y el Profeta contestó que se había reído diciendo “mis hijos me han vencido”.
El relato pronto fue adaptado a una versión más rudimentaria. Un chiste. En esta versión, son cuatro rabinos discutiendo un punto, y la situación es la misma: uno contra tres, y ese uno apela a un árbol, al río y a la casa; uno de sus oponentes los reprende y el resultado es el mismo. Finalmente, el rabino solitario apela a D-os mismo, y desde los cielos se oye la Voz inefable diciendo “dejen de discutir, ¿no ven que él tiene razón?” Y el otro rabino se levanta y le dice a D-os: “lo sentimos, somos tres contra dos”.
Detrás de todo este enredo del texto bíblico e incluso de la guasa del chiste –con la maravillosa anécdota Talmúdica como punto intermedio–, deslumbra una de las ideas más impactantes que podemos encontrar en el texto bíblico, sugerida ya en este pasaje de Génesis donde Yaacov es declarado “vencedor” aún en sus luchas contra D-os, y confirmada en Deuteronomio 30:12, el pasaje citado por el Talmud: el ser humano no tiene que pedirle las respuestas a D-os. Tiene que buscarlas por sí mismo.
Es una idea íntimamente ligada al concepto de “revelación”: según la tradición judía, hubo muchos momentos en los que D-os hizo una revelación especial de su Voluntad al ser humano. Dichas revelaciones fueron dadas por medio de los profetas, y el más importante de todos fue Moisés porque la revelación más importante fue la de Sinaí.
Todo esto presupone que hay una dimensión que podríamos definir como “mágica” y que, por lo tanto, hay una experiencia sobrenatural cuyo resultado es una Escritura Sagrada que sirve como norma fundamental para el ser humano.
Pero aquí sucede algo extraño: resulta que esa Escritura Sagrada es imposible de obedecer al pie de la letra y en un sentido literal.
En términos simples y directos, un alto porcentaje de las ordenanzas del texto bíblico están redactadas para la época en la que fueron elaboradas. Conforme más nos hemos alejado de esa época, más ajeno nos resulta el texto en su sentido más literal (en el que caben prácticas como la poligamia y la esclavitud, o que dedica decenas de páginas a establecer sacrificios animales).
Pero eso no es problema para el Judaísmo. Desde hace más de dos milenios que propuso una solución tan sencilla como inteligente: el estudio.
Aunque se asume que hubo una revelación especial hace miles de años, el Judaísmo es una religión que muy pronto dejó de depender de la revelación e institucionalizó el estudio como único método legítimo para decidir cómo aplicar el texto bíblico a la vida cotidiana.
En esencia, esa es “la derrota de D-os”, porque el judío ya no está esperando que la Voz del Cielo le hable y le dé instrucciones nuevas. Todo lo que había que revelar ya está en la Torá, y lo único que hay que hacer es estudiar, estudiar y después de eso –diría Lenin– otra vez estudiar.
¿Idea escandalosa?
No. Basta con verlo desde la perspectiva de un padre: ¿A quién de nosotros le gustaría ver que un hijo de treinta, cuarenta o cincuenta años sigue dependiendo de nosotros para absolutamente todo? Eso, en términos simples, es un reverendo inútil, y sólo denota un terrible fracaso en el proceso que fue educarlo.
Un hijo bien logrado por un padre responsable es aquel que, llegado un punto de la vida, es capaz de tomar todas sus decisiones por sí mismo.
Alguien que, parafraseando el texto de Deuteronomio, puede decir “no está en mis padres, para que tenga que preguntarles todo todo el tiempo…”.
Pasa lo mismo con un profesional. Lo que lo separa del estudiante es que uno depende de lo que dicen sus profesores; el otro es capaz de resolver las cosas por sí mismo. En el medio académico, es la diferencia entre quien vive esclavizado a la falacia Magister Dixit (“mi maestro dice que…”), y quien ya puede construir sus propias ideas a partir de todo lo que ha leído y aprendido de sus maestros.
Se trata, en última instancia, de asumir la responsabilidad de tomar en las propias manos nuestro destino, y responsabilizarnos por las cosas buenas y malas que se hacen o que se logran.
Es en ese sentido que se puede decir que el ser humano no necesita a D-os.
No porque se trate de una negación y, menos aún, de una actitud rebelde. Por el contrario: se trata de alguien que entiende que la Creación ha sido estructurada bajo las leyes de las causas y los efectos, y quien conoce sus relaciones no necesita pedirle a D-os “revelaciones especiales” para saber qué hacer. Menos aún, recetarios de conducta monolíticos e intransigentes. Más bien, es capaz de ajustarse a cada circunstancia y actuar del mejor modo posible.
El Talmud lo resume en otra frase maravillosa: ¿Quién es sabio? El que entiende las consecuencias de sus actos.
El mejor creyente es, por lo tanto, el que ha vencido a D-os y ya no lo necesita. ¿Por qué? Porque justamente como creyente confía en que ha estudiado y aprendido lo que debe de hacer, y simplemente se dedica a hacerlo sin necesidad de que la Voz del Cielo le expliqué qué cosas sí y qué cosas no.
Incluso, si una Voz del Cielo le dijera “oye, necesitas leer más Torá y ser más apegado…”, la recomendación inmediata sería consultar al Psiquiatra o al Neurólogo, porque no es normal –ni sano– estar escuchando voces del cielo.
La tradición judía enseña que Sinai fue la experiencia culminante en el proceso de revelación divina. Pero la búsqueda del Judaísmo nunca fue otro Sinai, sino la calma de un salón con una mesa y libros. Muchos libros, todos ellos para estudiar.
¿Estudiar qué? Ya se sabe: Torá, Talmud, Shulján Aruj, Mishné Torá, etcétera.
Sí, pero ¿de qué se trata todo eso? Simple: causas y efectos. El único objetivo de todo ese estudio es poder contemplar de manera clara y precisa cómo se relacionan en el universo las causas y los efectos. Quién entiende eso ya no necesita interrogar a D-os respecto a nada, sino dedicarse a descubrir lo que hay adentro de sí mismo.
Ese es el sentido de la frase completa del Deuteronomio: “Esta ordenanza que yo te doy no está demasiado lejos de ti. No está en el cielo, para que digas: ¿Quién subirá y nos la bajará? Ni está del otro lado del mar para que digas: ¿Quién irá por ella y nos la traerá? Muy cerca de ti está, en tu boca y en tu corazón”.
Adentro de uno mismo. Ahí empezamos, allí terminamos: con nosotros mismos.
Eso nos contesta, en el sentido existencial, contra quién fue la lucha de Yaacov en Peniel: contra sí mismo.
En realidad, venía luchando contra sí mismo desde hacía mucho, pero hasta ese momento fue que “cambió su manera de andar” y elevó su nivel de conciencia al punto de recibir otro nombre, el nombre con el que su descendencia habría de ser conocida y que prevalece hasta la fecha: Israel.
Cuando el misterioso sujeto con el que luchó toda la noche le dice “has luchado contra D-os y los hombres y has vencido”, Yaacov recibe su cédula de graduación que lo reconoce como un ser humano maduro. No es perfecto, pero es maduro. Ya está listo para enfrentar lo que viene, y el primer reto es plantarse cara a cara con su hermano enojado.
Lo que vendrá después, consecuencia de todos sus dislates familiares anteriores, será todavía más difícil.
Sin embargo, lo más relevante ya se logró en este punto del relato bíblico: Yaacov ha llegado al punto que no llegaron Abraham ni Itzjak. Abraham, porque siempre fue obediente; Itzjak, porque siempre fue pasivo.
Yaacov, en cambio, ha recorrido la saga del héroe y ha tenido una transformación radical. Por lo tanto, es él y no otro quien está listo para ser el padre de una nación. Una que en el transcurso de los siglos por venir haría de los libros su pasión, y del estudio su residencia permanente.
Una nación capaz de decirle a D-os “silencio, por favor, que estoy estudiando…”
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