AMOS OZ
El día de hoy el escritor israelí pronunció una conferencia en el Instituto Nexus, con sede en Tilburg. Se trata de una apasionada ofensiva contra los fanatismos y la ceguera frente a las diversas manifestaciones del mal.
Permítanme comenzar con un apunte personal. Durante muchos años me he estado levantando a las cuatro de la mañana. Un paseo antes del alba pone muchas cosas en perspectiva. Por ejemplo, si en las noticias de la tarde anterior un político usó palabras tales como “para siempre y alguna vez”, “para toda la eternidad” o “nunca en un millón de años”, a las cuatro de la mañana puedo oír las piedras en el desierto o los árboles en el parque municipal y reírme silenciosamente del sentido del tiempo de ese político. Vuelvo a casa, todavía antes de que salga el sol, me preparo una taza de café, me siento en el escritorio y comienzo a hacerme preguntas. No cuestiono lo que el mundo viene a ser, o cuál es la manera correcta de conducirse. Me pregunto: “¿Y si fuera él? ¿Y si fuera ella? ¿Qué sentiría, querer, temer y esperar? ¿De qué estaría avergonzado, esperando que nadie lo sepa alguna vez?”.
Mi trabajo es ponerme en los zapatos de otra gente. Incluso debajo de sus pieles. Mi impulso es la curiosidad. Yo fui un niño curioso. Casi todos los niños son curiosos, pero pocas personas conservan esa curiosidad en la edad adulta y la vejez.
Ahora sabemos que la curiosidad es una condición necesaria, incluso la primera condición, para un trabajo intelectual o científico. Pero debo añadir que desde mi punto de vista la curiosidad también es una virtud moral. Una persona curiosa es ligeramente una mejor persona, un mejor compañero, un mejor padre, un mejor vecino y colega que una persona no curiosa. También es un mejor amante.
Déjenme sugerir que la curiosidad, junto con el humor, son los dos antídotos principales para el fanatismo. Los fanáticos no tienen sentido del humor, y rara vez son curiosos. Porque el humor mina el fanatismo y la curiosidad lo asalta introduciendo el riesgo de la aventura, cuestionando y descubriendo respuestas incorrectas.
Esto me lleva al papel principal de la literatura y el arte en general. Sus grandes méritos no son sugerir una reforma social ni hacer crítica política. Como ustedes saben, el patio trasero de la filosofía y la teología está lleno con los esqueletos de novelistas y poetas que quisieron competir con filósofos y teólogos, con ideólogos o hasta con profetas. Muy pocos tuvieron éxito, pero eso es inútil. La mala literatura puede incluir mensajes morales muy importantes y positivos, y aun así ser mala literatura.
El rasgo determinante de la buena literatura y del arte es su capacidad de abrir un tercer ojo en nuestra frente. Hacernos ver viejas cosas lamentables de un modo totalmente nuevo. “Incluso una mirada antigua tuvo su momento de nacer”, como dijo el gran poeta israelí Nathan Alterman. La gran literatura ha entrado en los zapatos y las pieles de los otros, forasteros, seres humanos a veces desagradables, los Don Quijote, los Yago, los Raskolnikov de este mundo. La mala literatura no abrirá un tercer ojo. Repetirá, simplemente, solo lo que ya sabemos y nos mostrará solo lo que hemos visto ya.
Cuando escribo, no me dirijo principalmente a las emociones de mis lectores, aunque le hable a las emociones también. Tampoco me dirijo al intelecto de los lectores, aunque le hable a él también. Antes que nada, me dirijo a su curiosidad. […]
Así que por favor no me pidan que esta mañana hable, como escritor, de la solución de dos Estados o la solución de un Estado. He hablado mentalmente de este tema durante medio siglo. Pero solo diré esto: mi apoyo para dos Estados separados, uno para israelíes y uno para palestinos, no proviene de la perspicacia del historiador, de la astucia del político o de la maestría del analista. No tengo nada de esto; solo tengo curiosidad e imaginación. Desde mi infancia en Jerusalén, me he preguntado lo que se sentiría ser un palestino, refugiado o no. Cómo sería vivir en la piel de un palestino. Abrigar las memorias de un palestino. Soñar sueños de palestino.
Mientras me planteaba esta pregunta, seguí siendo un judío israelí. No me convertí en un palestino ni me hizo adoptar una narrativa palestina y sucumbir a cada demanda palestina. Tampoco me ha llevado a poner la otra mejilla, pero me ha inspirado a buscar un compromiso.
El compromiso, ustedes lo saben, está lejos de la capitulación. No tiene nada que ver con lo de poner la otra mejilla. Por extraño que parezca, el compromiso también puede ser un niño curioso. Para imaginar otras vidas, otras salas de estar, otros amores y otras pesadillas podemos salir de nuestra propia sala de estar e ir a conocer a otras personas a mitad del camino a través del puente.
Sé que los jóvenes idealistas (en estos días preferirían la palabra “activistas”) a menudo odian el compromiso, se mofan de ello como un oportunismo débil, inmoral. Pero en mi diccionario, el compromiso es sinónimo de vida. Y lo contrario del compromiso no es la integridad o el idealismo sino el extremismo y la muerte.
La curiosidad también ha inspirado mi fascinación con el mal. Las ciencias sociales tienden a asociar la agresión al sufrimiento de la infancia o a la crueldad de la sociedad o al colonialismo. No hay hechos malos, solo delitos inducidos por el trauma. No hay personas malas, solo víctimas convertidas en perpetradores.
Así, los sociólogos y los psicólogos no reconocen el mal en absoluto. Pero están equivocados: el mal existe. Los teólogos, por otra parte, a menudo lo reclaman como su propio campo de especialidad. Pero también están equivocados: casi cada ser humano considera al mal y estamos profundamente fascinados por él, lo admitamos o no. La literatura siempre ha estado al tanto de la curiosidad que nos produce el mal. Desde Caín, Medea, Yago, Mefisto, Raskólnikov y el Patriarca de García Márquez. Todos ellos nos intrigan, porque todos y cada uno de nosotros lleva uno o dos genes o uno o dos gérmenes de la misma clase de aquellos monstruos literarios. […]
Tengo una disputa amarga con un compatriota mío muy famoso, Jesucristo, que dice: “perdónalos, ya que no saben lo que hacen”. A veces estoy de acuerdo con la primera parte de la oración, la parte del perdón. Pero rechazo enérgicamente la segunda, implicando que todos o la mayor parte de nosotros deberían ser perdonados porque somos imbéciles morales. No lo somos. Sabemos lo que significa el dolor. Sabemos que es incorrecto infligir dolor. Toda vez que infligimos dolor a otros, sabemos lo que hacemos. Ah, sí, lo sabemos. Incluso un pequeño niño inocente que le jala la cola a un perro, sabe que él o ella infligen dolor. El dolor es el más grande común denominador de todas las cosas comunes. El dolor es una experiencia democrática, hasta una experiencia igualitaria. El dolor no distingue entre el rico y el pobre, el fuerte y el dócil. Siempre que provocamos dolor a otros no lo hacemos por ignorancia, sino porque, por lo visto, debe haber algún gen malo en casi cada uno de nosotros.
Sin embargo, no se preocupen por mi desacuerdo con Cristo: no hay nada extraño en que dos israelíes tengan opiniones contrarias.
¿Así pues, cuál es, entonces, la parte difícil del trabajo moral? Se debe distinguir entre niveles del mal. Ya que hay muchos niveles del mal en el mundo. El robo, el pillaje y la explotación son muy malos. La violación y el asesinato son peores. La opresión de las mujeres, las minorías y los pueblos colonizados es muy mala. El genocidio es peor. La destrucción ambiental es muy mala. La limpieza étnica es peor. La comercialización y vulgarización de las relaciones humanas son muy malas. La quema de herejes y la venta de una joven por una cajetilla de cigarros son peores. La infantilización sistemática de la humanidad por el capitalismo de mercado es muy mala, como lo es el engranaje de la política y el entretenimiento. Pero las cruzadas, la yihad, la Inquisición, los Gulags y los campos de concentración eran mucho, mucho peores. […]
Soy hijo de judíos europeos pero ya no me considero un europeo. Intrigado por Europa, sí. Fascinado por Europa, muchísimo, en efecto. Atraído por Europa, desde muchos puntos de vista. Pero no europeo.
Mis padres eran europeos devotos. Nunca se consideraron como rusos o polacos, lituanos o ucranianos. Amaron Europa. Eran políglotas, amaron las diferentes culturas y tradiciones, amaron la variedad de tesoros artísticos y literarios, amaron la arquitectura, amaron los paisajes, los prados y los bosques, las ciudades antiguas con las piedras curvas que pavimentaron callejones. Amaron los cafés; incluso amaron el sonido de las campanas de la iglesia. Y, sobre todo, amaron la música. […]
En los años treinta mi padre fue testigo de ese grafiti odioso en las paredes de las ciudades europeas: “Judíos: vuelven a Palestina”. Hoy en día, las mismas paredes nos gritan: “Judíos: salgan de Palestina”. Por tanto, ¿en qué lugar de la tierra está la patria del pueblo judío? ¿En la luna? ¿O en el fondo del mar?
Cuando el antisemitismo europeo dio vuelta de lo verbal a la violencia, a mis padres les dieron un puntapié de sus casas y universidades en Europa. […] Vinieron a Jerusalén porque en los años treinta nadie en el mundo entero quería más judíos. Algunos países, con respecto a la perspectiva de aceptar refugiados y perseguidos judíos, recurrieron a la famosa línea “Uno es demasiado”. Algunos dijeron: “Ninguno es demasiado”. Un país lejano fue más sofisticado que eso. Sus líderes renunciaron al antisemitismo como algo “monstruoso y sórdido”, e inmediatamente añadieron “y no vamos a recibir a más judíos en nuestro país porque no queremos importar el antisemitismo”.
Algunas personas, incluso jóvenes israelíes, recientemente han comenzado a preguntarse si el precio de la creación y la existencia de Israel no es demasiado alto. Demasiado alto en matanza, en violencia, en separación de cientos de miles de árabes y judíos. Este asunto se basa en la ingenua y falsa consideración que cometieron mis padres cuando fueron a ver a su agente de viajes en Polonia en los años treinta e incurrieron en el terrible error de comprar billetes a Jerusalén. Si solo en vez de Jerusalén hubieran dicho que querían ir a la Costa Azul, se habría evitado el conflicto, y el Medio Oriente habría evolucionado en un paraíso sosegado. Todos estarían felices.
Pero en los años treinta mis padres, y los padres de mi esposa, y casi todos los otros judíos europeos, simplemente no tenían lugar adonde ir. Era Jerusalén o quedarse donde estaban, en cuyo caso yo no estaría hoy aquí. Lo mismo se refiere a aproximadamente un millón de judíos del Medio Oriente que fueron violentamente expulsados de una patada de los países árabes y musulmanes o que huyeron de aquellos países con la piel entre los dientes.
Mis padres y su generación de refugiados llevaron Europa con ellos a Jerusalén. Trataron de crear un pequeño enclave europeo al borde del desierto. Uno a otro se decían Herr Doktor y Frau Direktor. Querían paz y tranquilidad entre 2 y 4 de la tarde. Vivieron en pisos pequeños y estrechos, en el caso de mi familia en un sótano minúsculo. Pero sus casas estaban llenas de libros, fonógrafos y reproducciones de paisajes europeos en las paredes. Como niño, me asombraba, era algo misterioso. Hoy sé que éstas eran manifestaciones de su amor no correspondido por el continente que los echó a patadas. […]
Llevaron esta herida por el resto de sus vidas, y yo llevo la misma herida en mis genes y en mi mente. Por eso ya no me considero un europeo.
Muchos judíos que huyeron, ellos mismos o sus padres, a Israel de países musulmanes, llevan el mismo sentimiento de amor–odio hacia el mundo islámico que yo siento hacia Europa. […]
El día después del 9/11 escribí en algún lado: ¿quién podría adivinar que el siglo XX sería seguido de inmediato por el siglo XI? Perseguir a una pandilla de fanáticos en los desiertos de Irak y Siria o en los callejones de Gaza es una cosa; la lucha contra el fanatismo es otra. No tengo una suposición particular qué hacer acerca de la persecución. Pero, después de todo, mi infancia en Jerusalén me concedió cierta maestría en el fanatismo. Quizá sea tiempo para que en cada escuela y universidad se comience un curso de fanatismo comparado. […]
Tampoco es una “guerra de civilizaciones”. Samuel Huntington sugirió que el síndrome de principios del siglo XXI es la lucha entre varias civilizaciones, incluyendo Occidente. Creo que se equivocaba. Creo que el síndrome de nuestro tiempo es la lucha universal entre fanáticos, todas las clases de fanáticos y el resto de nosotros. […]
El ascenso del fanatismo puede tener que ver con el hecho de que mientras más complejas sean las preguntas que se hacen, más personas ansían respuestas simples. El fanatismo y el fundamentalismo, a menudo, tienen una sentencia para responder por el sufrimiento humano. El fanático cree que si algo es malo tiene que ser aniquilado, a veces junto con sus vecinos. El fanatismo es muy antiguo. Es mucho más viejo que el Islam, el cristianismo y el judaísmo. Más viejo que todas las ideologías. Por desgracia, creo que justo como la violencia, el fanatismo, también, es un componente perenne de la naturaleza humana, un “gen malo” que existe en casi cada uno de nosotros. El fanatismo a menudo proviene del impulso de cambiar a otra gente por su propio bien.
Más aún, el fanático es un gran altruista: está más interesado en ti que en sí mismo. Muchos fanáticos no tienen en absoluto un sí mismo ni vida privada. Son público cien por ciento. Un síndrome común es una combinación de interminable lástima de sí mismo y fariseísmo con una fe ardiente en la redención inmediata, todo de un solo golpe. La gente que hace explotar clínicas de aborto en América, la gente que decapita a supuestos herejes en el Medio Oriente, la gente que quema mezquitas y sinagogas en Europa e Israel, la gente que asesina a otros simplemente porque aquellos otros rechazan cambiar, nacer otra vez, marcharse o convertirse, todos ellos comparten el mismo antiguo gen. El fanático es un signo de admiración ambulante. […]
Mi última novela, Judas, se desarrolla, entre otras cosas, en la ambigüedad de los términos “traición” y “lealtad”. Muchos grandes personajes a lo largo de la historia fueron considerados traidores por sus propios contemporáneos, simplemente por adelantarse a su tiempo. A menudo, un traidor es solo una persona que cambia a los ojos de aquellos que desprecian el cambio, rechazan el cambio y odian a quienes traen cosas nuevas.
El joven erudito que retrato en Judas sostiene que Judas Iscariote no era ningún traidor, sino todo lo contrario: creyó en Jesús aún más de lo que Jesús creyó en sí mismo. Persuadió a Jesús para ir a Jerusalén, ser crucificado y bajar de la cruz a la vista del mundo entero, para comenzar así, rápidamente, el Reino de los Cielos, y traer de un solo destello la redención universal. Cuando esto no se materializa y Jesús muere en la cruz, Judas se ahorca.
Después de todo, la historia bíblica de las 30 piezas de plata, del beso del traidor, de los asesinos de Dios, ha sido el Chernóbil del antisemitismo occidental, el impulso detrás de milenios de persecución, inquisición y asesinato en masa de judíos. Es tiempo de volver a abrir y examinar esta vieja y fea historia.
Como les dije antes, discrepo con mi famoso campesino Jesucristo sobre la cuestión de poner la otra mejilla. Otro desacuerdo que tenemos —ustedes ya saben que los israelíes adoran discrepar el uno con el otro— es sobre el amor universal. Para mí, el amor es una experiencia íntima, una materia rara. La naturaleza humana solo es capaz de amar a algunos pocos. Si alguien te dice que ella ama a América Latina o que ama al Tercer Mundo o que adora “el sexo justo”, hace solo un mal uso del término “amor”. […]
Estoy consciente de la necesidad de recurrir, a veces, a la mano dura como último remedio. Creo aun que es imposible matar una idea solo con mano dura. Las malas ideas deberían ser vencidas, en última instancia, por ideas mejores. ISIS no es solo un grupo de asesinos, es una idea nacida de la rabia y la desesperación y el fanatismo. Se puede recurrir a la mano dura para derrotar a ISIS, pero el vacío consiguiente debe llenarse con mejores ideas. […]
Terminaré reflexionando sobre la sublime línea del poeta inglés John Donne, “Ningún hombre es una isla”. A esto me atrevo a añadir: ningún hombre es una isla, pero cada uno de nosotros es una península: mitad conectado con el continente familiar, la sociedad, la tradición, la ideología, etcétera, y mitad conectado solo con los elementos y en profundo silencio.
Somos penínsulas —y penínsulas es lo que siempre deberíamos ser—. Me ofenden aquellos que empujan a cada uno de nosotros no a convertirse más que en una molécula anónima de algún continente, alguna Tierra Prometida, algún realityshow, el paraíso de algún extremista, tanto como me ofenden aquellos que tratan de convertirnos en un archipiélago de islas solas, cada uno sumergido en una eterna soledad y en la perpetua competencia darwinista con todos los demás.
Nosotros, seres humanos, nos pertenecemos el uno al otro, pero no al modo de los fanáticos, y no del modo comercialmente infantil. Pertenecemos el uno al otro en el sentido, a veces alcanzado, por la buena literatura: el regalo de la curiosidad, la capacidad de imaginar lo que es vivir en la piel del otro. Y luego el momento de gracia, el momento metafóricamente judío, en el cual traducimos nuestras diferencias individuales profundas al milagro que tiende un puente de palabras.
Traducción: Iván Ríos Gascón
Fuente:revistamira.com.mx
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