No cabe duda que el más grande fenómeno cultural de las últimas décadas, vinculado con la cinematografía, ha sido el de Star Wars (simpáticamente traducido al español como La Guerra de las Galaxias, pese a que todo sucede en una sola galaxia).
IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Con todo y ciertos despistes de George Lucas, su creador, no cabe duda que se trata de un universo fascinante, donde se conjugan los más importantes arquetipos mitológicos –la saga del héroe, el anciano maestro, el villano redimido, etc.– en un contexto que revuelve a los samurais con la Edad Media europea y un desarrollo tecnológico que alterna entre la Ciencia Ficción y la Fantasía.
Gracias a ello y a que la sorprendente creatividad de Lucas revolucionó el mundo de los efectos especiales en el cine, el impacto de esta saga de películas, caricaturas, cómics, novelas y artículos de colección ha posicionado a Star Wars como la segunda gran “mitología” surgida en el siglo XX. La otra es la saga de El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien.
George Lucas ha comentado que el punto de partida para su inspiración fue la monumental película Los Siete Samurais, una obra maestra de Akira Kurosawa. Y es cierto: los Caballeros Jedi son, en muchos sentidos, samurais modernos. Su formación incluye una disciplina militar basada en sus propias Artes Marciales, y su arma principal es un sable. Cualquiera que haya visto las películas de Star Wars, pero también grandes películas orientales como Tigre y Dragón, podrá percibir sin problemas el vínculo entre la Orden Jedi y los antiguos Samurais.
Lucas ha dicho, en esa misma lógica, que la palabra “jedi” la inventó a partir de la palabra japonesa JIDAIGEKI, que es un género de cine, teatro y televisión que ambienta sus historias en el Japón de la llamada Era Edo (1600 a 1868; es decir, la época samuraiesca).
Siguiendo esa pauta, las Artes Marciales de los Jedi recibieron nombres netamente japoneses. Son siete niveles de técnica de combate, cada uno más difícil de manejar que el anterior porque van incrementando el nivel de agresividad –algo que el Jedi debe mantener siempre bajo un absoluto control, so riesgo de ser dominado por el Lado Oscuro de la Fuerza–. Sus nombres son Shii-Cho, Makashi, Soresu, Ataru, Djem So, Nimaan y Vaapad.
La otra gran similitud entre los Jedi y los Samurais es la vestimenta, inspirada en algunos casos en las armaduras Samurais (Darth Vader) o en ciertas indumentarias propias de los monjes Shaolín, una de las escuelas orientales que siguen preservando muchas de las artes samuraiescas.
Pero no todo es Japón y Oriente en Star Wars. También hay una buena dosis de Judaísmo (y, de paso, un poco de Masonería).
Lo más evidente son los conceptos cabalísticos usados por George Lucas. Los más importantes son, sin duda, la Fuerza y la Luz.
La Fuerza es lo que genera, conecta y mueve al Universo entero, según la filosofía Jedi. La vida emana de ella, y todos somos parte de la Fuerza. El Jedi obtiene su poder gracias a una férrea disciplina que le permite sensibilizarse a este, el código genético del Cosmos, y con ello desarrollar la capacidad de usarlo a voluntad (aunque siempre hasta cierto límite).
En esencia, es el mismo concepto explicado por el Rabino Yehouda Ashlag en relación a los llamados “72 Nombres de D-os”, una serie de combinaciones de tres letras que, en la mística judía, representan las energías fundamentales que generan, conectan y mueven el universo. Por el texto bíblico en el que se basan estas 72 combinaciones, se asume que fueron las que permitieron a Moisés –máximo cabalista según la tradición judía– lograr un milagro de la magnitud que fue el abrir el Mar Rojo para que el pueblo de Israel pudiera completar su huida de Egipto.
En ese orden de ideas, la Luz es el alma misma del Universo entero. Pero la Luz tiene su contraparte, antagónica pero al mismo tiempo complementaria: la Oscuridad. La tradición cabalística enseña que una sin la otra no puede existir, así como la Torá sólo puede ser leída si la tinta oscura se escribe sobre el papel blanco.
En la saga de Star Wars, los Jedi siempre tienen que combatir contra la oscuridad en dos diferentes niveles. El primero es el personal, la propia oscuridad que uno carga en su interior, vinculada con los sentimientos de ira, miedo, angustia, apego y ambición. El segundo es el externo, representado por aquellos que se adhirieron al Lado Oscuro de la Fuerza, cuyos máximos exponentes son los Señores del Sith.
Hasta aquí se podría decir que todos estos conceptos son muy generales y que no son exclusivos de las doctrinas de la Cabalá. Y es correcto. Pero conforme uno va desenredando ciertos detalles, empiezan a aparecer las sutilezas que ya no son tan generales.
Por ejemplo, el hecho de que la palabra Jedi no deja de tener un sorprendente parecido con la palabra alemana para “judío” –JUDE–, y que la relación del Imperio Galáctico con los Jedi es bastante parecida a la del Nazismo alemán con los judíos: un Holocausto.
De hecho, el casco de Darth Vader posee una fascinante ambigüedad en su diseño, porque no sólo evoca los cascos de los antiguos samurais, sino también el de los soldados del ejército alemán. Y ni qué decir de los uniformes de los oficiales imperiales: bastante similares a los de la Gestapo.
¿Y qué decir de esa angustiosa escena en la primera película –el Episodio IV–, donde el anciano Obi (diminutivo de Ovadiah entre judíos) Wan Kenobi siente “un disturbio en la Fuerza” y le dice a Luke que percibió el miedo de millones de personas que fueron llevadas a la destrucción sin que nadie pudiera ayudarlos? Se refiere al momento en que el Imperio estrena su nueva arma –La Estrella de la Muerte– destruyendo al planeta Alderaan, pero es una frase que describe perfectamente lo que fue el Holocausto.
Ese Obi Wan es muy interesante. Aparece por primera vez en Tatooine, un planeta desértico –más parecido al ambiente del Tanaj que al de las historias de samurais–, y aunque su indumentaria es la de un Jedi típico (es decir, una variación del traje japonés samurai), el contexto en el que aparece lo asemejan más a un profeta bíblico que a un guerrero japonés.
Su némesis es el que a la postre resulta el verdadero protagonista de la saga: Darth Vader, originalmente llamado Anakin Skywalker, que fuera su propio discípulo. Anakin es la imagen del héroe derrotado por sus propios instintos, caído al lado Oscuro de la Fuerza, y convertido en el peor enemigo de aquellos a los que un día perteneció. De hecho, su principal agente de exterminio.
¿No es acaso una historia de lo más judía? ¿Quiénes fueron los más rabiosos enemigos de los judíos en la Edad Media? Judíos conversos, como Fray Juan de Torquemada o Pau Cristiá. Fueron los judíos que renegaron de su fe original los que inventaron toda clase de difamaciones que siguen repitiéndose, como aquello que dice que el Talmud está lleno de improperios contra la fe cristiana, blasfemias contra Jesús y la Virgen, cuando la realidad es que todo eso es mentira.
Lo sorprendente es que en el Episodio V –El Imperio Contraataca, a gusto de muchos, la más hermosa película de toda la saga (y yo concuerdo con ello)–, el Emperador Palpatine –Señor del Sith– y Darth Vader –su aprendiz– discuten sobre Luke, el hijo de Vader, y dicen explícitamente que tienen que lograr “su conversión”, o eliminarlo. Es un lenguaje directamente tomado de la obsesión del Cristianismo del tipo más recalcitrante e intolerante (recalco: el del tipo más recalcitrante e intolerante) por lograr la conversión de los judíos. O matarlos, si no se logra.
¿Cuál es el objetivo? En Star Wars, el hecho de que el dominio Sith sólo quedaría garantizado con el exterminio de los Jedi. En la teología más brutal de estas tendencias del Cristianismo, el hecho de que el Judaísmo tiene que desaparecer por medio de la aceptación de todos los judíos (o, por lo menos, los que sobrevivan) de la fe Cristiana. ¿Por qué? Porque mientras los Jedi existan, los Sith estarán en riesgo de ser derrotados; y mientras los judíos existan, el Cristianismo más recalcitrante e intolerante vivirá con la molestia de que Jesús no fue reconocido como Mesías por su propio pueblo.
Ello desata una feroz persecución, y los Jedi sobrevivientes se tienen que aliar con los grupos rebeldes, exactamente igual que muchos judíos que lograron escapar de los ghettos o campos de concentración durante la II Guerra Mundial se integraron a los grupos de resistencia anti-nazi.
Al final, el propio Darth Vader encuentra la redención y así como en su juventud fue la pieza clave para la destrucción de los Jedi, en su vida adulta lo es para eliminar a Palpatine, la encarnación absoluta de la maldad. Se reencuentra con su lado más humano y muere en los brazos de su hijo Luke, que a partir de entonces se convierte en el continuador de la Orden Jedi.
Las escenas finales del Episodio VI –El Regreso de los Jedi, aunque mal traducido al español como El Regreso del Jedi– son el retrato de un festejo universal, muy similar a lo que el Judaísmo enseña cuando dice que en la Era Mesiánica será destruida la inclinación al mal. En la versión original, la el fondo musical estaba tomado del festejo en el bosque de los Ewoks, que cantaban una rítmica tonada con la palabra “alelulá”, a todas luces tomada del vocablo hebreo HALELUYAH. De hecho, esa escena final es una representación visual del texto del Salmo 150: KOL HANESHAMÁ TEHALEL YAH HALELUYAH. Todas las almas alaben a D-os: ¡Aleluya!
Pero lo más destacadamente judío es, en definitiva, un extraño personaje más bien parecido a un sapito: el Maestro Yoda.
Con aspecto de duende, nunca se menciona su especie o su planeta de origen. En las posteriores novelas que vinieron a complementar el Universo “expandido” de Star Wars, se explicó que este tipo de gnomos no son una raza como tal, sino que pueden nacer en cualquier lugar y de cualquier familia cuando hay una muy fuerte concentración de La Fuerza en el momento de la fecundación. Son, por definición, quienes con mayor intensidad pueden manejar la Fuerza.
O, en otras palabras, Yoda es el Jedi más poderoso en la saga.
Según la tradición cabalística, la letra que más poder tiene porque es la que más energía concentra es –ya lo habrán adivinado– la YUD. La más pequeña de todo el Alef Bet, así como Yoda es el Jedi más bajito de toda la Orden.
Habla al revés (así como el Hebreo se escribe al revés; y así como los judíos siempre aprendieron a hablar en cualquier idioma de cualquier país, aunque también lo hicieron de un modo muy particular), y su didáctica no es fácilmente comprensible.
En su primer contacto con Luke, intenta hacerle entender muchas cosas por medio de frases oscuras pero sugestivas, pero las ansias de Luke –Yoda luego las definirá como una obsesión por aventuras y experiencias exitantes– no le permiten entender.
Es un diálogo maravilloso: Luke acaba de llegar al pantanoso planeta Dagobah buscando al último Maestro Jedi, y lo que se encuentra es un duende socarrón y sarcástico. Y lo intenta alejar, diciéndole “estoy buscando a alguien”. Y Yoda contesta: “Ya encontraste a alguien”. Luke insiste: “estoy buscando a un gran guerrero”. Y Yoda va todavía más a fondo: “las guerras no engrandecen a nadie”.
Típica forma de razonar de alguien que ha estudiado demasiado Talmud: siempre encontrándole el otro sentido a las frases y a las ideas.
Star Wars es un divertimento cinematográfico que ha impactado a varias generaciones –me incluyo; vi la primera película recién estrenada en los últimos días de 1977– gracias a que Lucas supo aprovechar el poderoso lenguaje de los arquetipos mitológicos. Si en otros aspectos afloraron sus limitantes como director de cine, el tino con el que manejó estos aspectos hicieron que el tema y desarrollo de la historia pudiese tocar las fibras más íntimas de mucha gente.
Es una historia de redención. La redención de un hereje, de un conversó a “otra religión”, que se transforma en el detonante para el exterminio de los suyos. Sin embargo, su esencia no desaparece. El último vestigio de su alma pura, recuperado gracias a su hijo, será el que ayude a Anakin Skywalker a corregirse y corregir un poco el daño que hizo. Es un héroe cuyo fin es trágico, pero luminoso.
Sin embargo, el forro de la historia tiene un valor muy significativo para nosotros, los judíos: un voraz Imperio en el que sus oficiales visten como la Gestapo, un proyecto de exterminio que al final es derrotado, una obsesión insana por imponer la conversión a quienes disienten, una letra Yud disfrazada de duende y maestro, la Fuerza como elemento que da coherencia al cosmos, y la Luz como arma principal para combatir las pasiones que, si no se controlan, nos hunden en lo más oscuro de nosotros mismos.
En otras palabras, algo muy parecido –demasiado parecido– a un resumen de lo que ha sido la historia del pueblo judío.
Claro, sabios judíos de estilo talmúdico no hubieran podido ser los personajes adecuados para los intensos combates de las seis películas –ya casi siete–. Por eso, sensatamente, Lucas prefirió el molde de los Samurais.
No sé ustedes, pero yo sí voy a comprar mi boleto para estar puntual en mi cita con el cine y ver el Episodio VII.
Tengo la expectativa de volver a sorprenderme como aquella noche del 29 de diciembre de 1977, cuando la película llevaba dos días estrenada en el país, que para mí fue una sucesión de sorpresas tras sorpresas. Primero, porque nunca había visto que dos salas de cine en un mismo complejo tuvieran la misma película (en esa ocasión, dos de las cuatro salas de los viejos Cinemas Plaza Universidad estaban estrenando Star Wars); menos aún, que las dos estuvieran llenas a reventar (estuvimos allí dos tíos, tres primos, mi hermano, mi hermana, su esposo y yo, y nos tuvimos que sentar separados porque fue imposible encontrar asientos juntos), con gente sentada en las escaleras de acceso a la sala y formando tres o cuatro filas extras adelante de los asientos del frente (obviamente, estamos hablando de las épocas en las que no valían un centavo los conceptos de protección civil). Luego, la sorpresa de la primera escena: una persecución espacial, en la que la segunda nave se antoja infinita, enorme, inacabable.
Y más adelante, la sorpresa cuando Luke es atacado por los Tusken Raiders en los desiertos de Tatooine y, como salido de la nada, aparece Sir Alec Guinness en su magistral papel de Obi Wan Kenobi. Yo, a mis recién cumplidos siete años, me pregunté en ese momento: “¿Qué está haciendo un judío en esta película?”
Algunos años después me enteré que Alec Guinness, en realidad, era escocés. Pero también me enteré que lo judío estaba más que presente en toda la saga.
Ni modo. Me hice fan.
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