Yehudá y Yosef (Judá y José) representan dos polos opuestos y complementarios en la Biblia, y en esta Parashá (sección de la Torá) es donde el texto bíblico los contrapone por primera vez.
Siguiendo esa lógica, el capítulo 38 parece ser una interrupción extraña, porque se olvida de Yosef y en cambio nos cuenta un episodio bizarro en la vida de Yehudá, uno de sus hermanos.
Pero no es correcto un juicio semejante. En realidad, es un capítulo que tiene mucho que ver con el relato de Yosef.
En primer lugar, hay una conexión entre el relato de cómo Yosef fue vendido por sus hermanos y el por qué Yehudá se metió en tantos problemas en su vida personal. Pongámonos en contexto: en el capítulo 37 se nos enfatiza la descarada preferencia de Yaacov por Yosef, las premoniciones de este último respecto a que habría de señorear sobre sus hermanos, y el consecuente disgusto creciente de los demás, incluyendo a Benjamín (hermano carnal de Yosef), Dan y Nefatlí (hermanos por extensión, ya que fueron hijos de Bilja, la concubina dada por Rajel a Yaacov).
Se trata de una situación familiar caótica, y Yaacov aparece como alguien que, lejos de controlar esa situación, la fomenta: manda a Yosef a, literalmente, espiar a sus hermanos para traer un reporte. Es cuando los demás hijos de Yaacov, fastidiados con ello, deciden deshacerse de Yosef.
La situación es tan tensa es que la idea original es matarlo, pero Reuven y Yehudá intervienen para evitarlo. Al final, se sigue el plan propuesto por Yehudá y Yosef es vendido a unos mercaderes ismaelitas.
La escena final de ese capítulo es desgarradora: el manto de colores de Yosef, bañado en la sangre de un cabrito, es entregado a Yaacov para que crea que su hijo favorito murió. El viejo patriarca se desmorona, su corazón se quiebra y sus hijos tienen que ver su llanto desgarrador y luego acompañarlo en su luto.
El capítulo 38, que narra las desventuras de Yehudá con sus hijos, comienza con estas palabras: “Aconteció en aquel tiempo que Yehudá se apartó de sus hermanos…”.
Está claro: la situación familiar llegó a tal extremo que Yehudá, seguramente preso por el remordimiento de conciencia por haber sugerido la venta de Yosef como esclavo, decidió separarse de la familia.
El relato se enfoca hacia la relación de Yehudá con Tamar, su nuera, con quien tiene hijos gemelos que son los que, eventualmente, serán quienes encabecen la descendencia que se convertirá en la Tribu de Yehudá.
Luego, el capítulo 39 nos cuenta de Yosef y sus años de servicio en la casa de Potifar, un sacerdote egipcio, siendo el episodio trascendental el enredo que se provoca por la lujuria de la esposa del sacerdote, ansiosa por seducir a Yosef y que al verse despreciada, lo acusa injustamente y el joven hebreo termina en la cárcel.
Es decir: los dos capítulos se enfocan en las conflictivas relaciones de Yehudá y Yosef con las mujeres.
El único punto en común entre Yehudá y Yosef es que, de uno u otro modo, las mujeres les complican la vida a ambos. Pero hay diferencias interesantes: Yehudá es presentado como alguien más bien depresivo que ha marcado voluntariamente una distancia con su familia, mientras que Yosef es presentado como una víctima de las circunstancias que, pese a ello, es exitoso en su nueva vida.
La irrupción de Tamar en la vida de Yehudá es, extrañamente, positiva. Tamar se casa originalmente con Er, primogénito de Yehudá, pero este muere castigado por D-os por ser un hombre malvado. Conforme a las leyes de levirato, Tamar es casada con Onán, segundo hijo de Yehudá, que se rehúsa a embarazar a su esposa por celos hacia su hermano muerto. Entonces D-os lo juzga y muere también. Tamar no tiene más remedio que esperar a que crezca el tercer hijo –Sela– para que sea entregada como esposa, pero el tiempo pasa y pasa y Yehudá no toma la decisión. ¿Miedo a que la “mala suerte” vinculada con Tamar fuera a provocar la muerte de su único hijo vivo? El caso es que en la ocasión que Tamar va a pedirle a Yehudá que cumpla con la ley y la case con Sela, el patriarca hebreo la confunde con una prostituta –cosa que no le causa problemas a Tamar, que accede al encuentro sexual pagado–, pasa la noche con ella y queda embarazada.
Cuando se hace evidente su “adulterio” y es condenada a muerte, Tamar revela que el padre es Yehudá y el asunto se arregla de manera pacífica. Incluso, al final de cuentas nacen dos niños gemelos –Fares y Zara–, y de algún modo con ello Yehudá recupera lo que perdió (dos vástagos) y Tamar obtiene lo que la vida le había negado (criar a su descendencia).
La suerte de Yosef es completamente distinta: tras convertirse en un exitoso mayordomo en casa de Potifar, la lujuria de la esposa de este último hunde al joven hebreo. Decidido a conservar su integridad, acaba en la cárcel acusado injustamente por la mujer despreciada, y pasará mucho tiempo antes de que su suerte vuelva a cambiar.
¿Por qué son importantes estos relatos? Porque en el texto bíblico, toda la historia del antiguo Israel se va a resumir en el conflicto y antagonismo entre las tribus de Yehudá y Yosef.
Según la narrativa bíblica, Israel se consolidó como reino cuando Saúl –de la tribu de Biniamín– fue ungido como primer rey de Israel. Sin embargo, no logró consolidar a su descendencia en el trono, y fue David –de la tribu de Yehudá– quien estableció el primer linaje real para el pueblo israelita. Su hijo Salomón fue el siguiente rey, pero a su muerte el reino se dividió por la rebelión dirigida por Yerovam contra Rivoam, el hijo de Salomón.
Yerovam era de la tribu de Efraim –según Génesis, hijo de Yosef–, y estableció su capital en Samaria, capital del territorio concedido a esa misma tribu.
A partir de ese momento y hasta la época de la invasión asiria (año 722 AEC), hubo una fuerte rivalidad entre los dos linajes, cuyos ancestros según la Biblia fueron los patriarcas Yehudá y Yosef.
Hoy sabemos que dicha rivalidad llegó a niveles más complejos de los que se mencionan en el texto bíblico. De hecho, sabemos que el antagonismo incluia a la Biblia misma, y cada reino desarrolló su propia perspectiva de la historia de los hebreos y de su transformación en una monarquía.
La destrucción del Reino de Samaria (Yosef) introdujo un nuevo tema en los profetas del siglo VIII: la futura reunificación de los dos reinos israelitas. Personalidades como Oseas e Isaías disertaron ampliamente sobre la inminente ruina del reino del norte, pero también sobre un futuro esperanzador en el que Israel volvería a ser una sola nación.
No era una ocurrencia ilusa. Desde unos años antes de la invasión asiria, muchos israelitas del norte huyeron del inminente desastre y se establecieron en territorios del Reino de Judá, provocando con ello una reunificación inicial. Las investigaciones arqueológicas modernas han demostrado que dicha migración fue tan importante que la demografía del Reino de Judá se alteró sustancialmente. En el caso más discreto, se duplicó. En el más generoso, factiblemente se triplicó o cuadruplicó.
Los israelitas llegados del norte trajeron sus propias versiones de la historia de Israel, y es muy probable que esta suerte de “encuentro de Biblias” haya generado la formidable reforma religiosa que se vivió durante los días del rey Josías.
La posterior invasión babilónica trajo la catástrofe al Reino del Sur, y después del exilio en Babilonia, sobrevivientes de todas las tribus se dieron cita nuevamente en su tierra ancestral para restaurar el país, que desde entonces fue conocido como Judea. Por ello, sus habitantes –sin distinción de tribu– pasaron a ser llamados judíos.
El auge de las expectativas mesiánicas, que se intensificó después de la destrucción de Judea a manos de los romanos, trajo una nueva ola de especulación sobre la compleja relación entre la Tribu de Efraim y la Tribu de Yehudá.
El evento detonante de ello fue la derrota del más grande caudillo judío de esas épocas: Simeón bar Kojba. Este líder militar había logrado lo que parecía imposible: derrotar a dos legiones romanas (una completamente exterminada) e independizar a Judea del dominio romano durante dos años. El emperador Adriano tuvo que movilizar a la mitad de sus tropas para poder aplastar esta rebelión, y el golpe psicológico sufrido por el Judaísmo de ese tiempo (año 135) fue devastador.
Ello generó que los sabios de esa época (los llamados Tanaítas de la tradición talmúdica) incorporaran un nuevo personaje a sus expectativas mesiánicas: el mártir que sacrifica su vida para liberar a Israel de sus enemigos.
El capítulo 12 de Zacarías les dio la base. Allí se habla de una guerra final para la liberación de Jerusalén, y el versículo 10 habla de alguien “traspasado” (herido a espada) cuya muerte genera el lamento de toda la nación. Israel es liberada, pero se anuncia un luto nacional por un personaje que cayó en la batalla.
¿Quién es este personaje? Los sabios antiguos dedujeron que se trataría de una persona especial, y llegaron al punto de considerarle un complemento al Mesías del Linaje de David.
Y las inferencias lógicas siguieron: si la tribu de Yehudá tiene a su propio príncipe ungido, entonces la tribu de Yosef también debe tener el suyo. ¿Por qué? Porque fue Yerovam, un descendiente de Yosef de la tribu de Efraim, quien provocó la división de Israel. Por lo tanto, tendrá que ser un descendiente de Yosef, también de la tribu de Efraim, quien provoque la futura reunificación de Israel.
Por ello, este mártir caído en batalla por el cual todo el pueblo judío se unirá para guardarle luto, pasó a ser conocido en la tradición rabínica como el Mashiaj ben Yosef o Mesías del Linaje de Yosef. Según explica la Guemará, antes de la manifestación del Mesías del Linaje de David, el Mesías de la tribu de Efraím morirá en batalla, pero entonces aparecerá el descendiente del rey David (y, por lo tanto, de la tribu de Yehudá) y llevará al pueblo judío a la victoria definitiva sobre sus enemigos.
Con esa premonición escatológica compilada en la Guemará se cierra el círculo literario que se abre en esta Parashá, donde Yosef y Yehudá, cada uno por diferentes razones, incian un exilio personal que los llevará a convertirse en los dos líderes del antiguo Israel, paradigmas de la suerte y destino del pueblo judío a lo largo de toda la Historia.
¿Por qué la necesidad del texto bíblico de explicar el origen de Israel y sus conflictos por medio de esta dicotomía?
Porque el origen de Israel fue complejo. Los antiguos Hebreos no fueron una etnia en particular, sino una especie de cofradía con gente de múltiples orígenes, principalmente semitas y amorreos. El texto bíblico lo recuerda perfectamente, desde la alianza que había entre Abraham y Mamre, un amorreo, hasta el singular pacto hecho entre Yehoshúa (Josué) y los Gabaonitas (amorreos también), pueblo que –eventualmente– se integró a Israel.
La tensión entre los descendientes de Yosef y de Yehudá refleja que, con el paso del tiempo, se consolidaron dos liderazgos políticos. Eso fue lo que rompió la unidad inicial de la monarquía (David y Salomón) y se transformó en dos reinos distintos entre los años 950 y 722 AEC.
Ahora bien: recuérdese que la redacción final de todos estos textos se hizo después del exilio en Babilonia, cuando Ezra y su generación tuvieron que ponerle orden a todo lo que los babilonios habían intentado destruir. Por lo tanto, el mensaje de fondo a todo esto es el de reunificación, recordarle a los judíos –sin importar su tribu– que, a fin de cuentas, tienen un origen en común y, por lo tanto, un compromiso con la restauración de su nación.
En otras palabras, Ezra estaba completamente imbuido en el esfuerzo de cerrar el círculo que se había abierto cuando Yehudá propuso no matar a Yosef, sino venderlo a la caravana de ismaelitas. Dicho esfuerzo se extendió en la literatura judía (obviamente, en un nivel simbólico y alegórico) hasta llegar a las narraciones talmúdicas sobre el Mesías de David y el Mesías de Yosef.
Todo esto refuerza el dramatismo de la escena posterior donde Yosef, poniendo a prueba a sus hermanos, tiende la trampa para inculpar a Biniamín de haberse robado “la copa por la cual suele adivinar” (Génesis 44). La apasionada manera en la que Yehudá defiende a su hermano menor debió desconcertar al poderoso Yosef, que no pudo contener más la impresión y tuvo que revelar su identidad a sus desconcertados hermanos.
Es el pasaje donde se consolida la dicotomía: los dos patriarcas que siempre van a estar en contraposición uno del otro son Yosef y Yehudá. Algo así como el Ying y el Yang.
Yosef, el acaudalado israelita que tuvo que exiliarse por la fuerza, vendido primero como esclavo y empoderado luego en el reino más poderoso del mundo. Asimilado a una cultura distinta, egipcio por adopción, príncipe extranjero por mérito propio. En el otro extremo, Yehudá, el acaudalado israelita cuyos exilios son mínimos y voluntarios, porque aunque se aleja de sus hermanos nunca abandona su tierra; el hombre rústico, de campo, cuyo principal deseo es garantizar la seguridad de su descendencia y de su familia.
Yosef representa la Diáspora; Yehudá representa al Sabra (judío nativo de Israel). Yosef representa al Judaísmo Liberal; Yehudá al Tradicionalista.
Una tensión que todavía existe, una dicotomía que todavía genera fuertes confrontaciones al interior del Judaísmo.
Y, sin embargo, la Torá nos recuerda que somos parte de un mismo pueblo, y que el círculo que hemos abierto con nuestros desencuentros, tiene que cerrarse para lograr la plena reconciliación de todo Israel.
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