Con el niño de Hitler, que tiene 83 años

DAVID GRANDA

 

Encuentro con G. Bartels, el niño ario de postal que en 1936 le hicieron posar junto al líder nazi para la propaganda racial.

Los Bartels, típica familia alemana con lazos en los círculos de poder que entregó cerebro, músculo y ojos azules para engrasar la máquina totalitaria alemana que condujo a Europa a cortarse las venas entre 1939 y 1945. Una familia que, durante la Segunda Guerra Mundial, ocultó a una mujer judía en un granero.

Gerhard Bartels tiene 83 años. Alto, esbelto, ojos azules cansados. Se conserva lúcido y aún echa sus buenas horas en el hotel familiar emplazado desde 1938 en Hintersee, en un valle idílico entre los Alpes bávaros. En la región de Berchtesgadener Land se encuentra el único parque nacional alpino de Alemania. Cuando acabe la entrevista subirá al monte para ayudar a un vecino a recoger la hierba.

El escenario es simbólico. La cuna del nacionalsocialismo. A 20 minutos se encuentran las ruinas del Berghof, la casa de verano de Hitler que a partir de 1933 se convirtió en segunda sede de gobierno del Tercer Reich y un lugar mítico del nazismo. Las fotos de época muestran las peregrinaciones de acólitos que se arremolinaban en torno a Berghof para ver a Hitler. Y a Hitler lo que le gustaba era ir a ver a su amigo Isidor Weiss, el tío de Gerhard Bartels. Weiss no era nazi ni se involucró con el partido, es la vieja historia de amistad entre veteranos de guerra.

En el hotel de Weiss, aledaño al que hoy regenta su sobrino, el Alpenhof, se tomaron en 1936 las fotos donde Bartels posa con Hitler. Son imágenes que parecen robadas de un álbum familiar. En una de ellas el dictador ni siquiera mira al objetivo, charla amistosamente con el niño casi de cuclillas, casi dando la espalda al fotógrafo. Se trata de una escena preparada por Heinrich Hoffmann, el fotógrafo personal de Hitler: quería que se impusiera la naturalidad, la imagen de un hombre corriente, jovial, buen vecino, cercano a los niños.

“Una mujer me preguntó qué me había dicho Hitler. ‘Nada inteligente’, le respondí, sin darle mucha importancia a las palabras. Ella se escandalizó. El Führer siempre tenía algo interesante que decir. Puedes ver que ya desde crío sabía algo de política”, bromea Bartels sentado en el salón de invitados del Alpenhof. Esa mujer visitó el hotel en los años 60 y recordó con él ese mismo diálogo. También volvió de vacaciones el cocinero del ejército americano que ocupó los fogones del Alpenhof en mayo de 1945 tras la retirada alemana. Hasta aquí llegaron los paracaidistas de la Compañía Easy que saltaron en Normandía y cuya historia relata Band of Brothers.

En otra foto Hitler mira divertido la lente de Heinrich Hoffmann mientras los niños se sientan en el regazo de Karl Brandt, médico personal del Führer y criminal de guerra nazi que acabaría ejecutado en la horca en 1948. Observa sonriente la escena Fritz Todt, otro destacado jerarca nazi vecino de la familia Bartels en Hintersee.

“Hitler tenía curiosidad por saber qué quería ser de mayor. Todt respondió por mí: ‘No cabe duda de que tú serás Erbhofbauer’, espetó, y todos rieron. Al principio no les pareció tan gracioso que me presentara con un informal Grüss Gott en lugar de con el preceptivo Heil, mein Führer”, recuerda Bartels (el Tercer Reich impuso la figura del Erbhofbauer, en la que el primogénito heredaba todas las propiedades de la finca familiar).

En este ambiente creció el pequeño Gerhard. En los años previos a la guerra la presencia de Hitler en casa de su tío le resultaba familiar.

Los vínculos entre Heinrich Hoffmann y Hitler eran muy estrechos. Eva Braun trabajaba como asistente del fotógrafo en su estudio de Múnich cuando conoció a Hitler. Hoffmann fabricó el culto al líder y se inventó la figura de un Führer cercano al pueblo, él, Hitler, un político que acudía a los mítines con una fusta. Ambos se forraron con la idea visionaria de cobrar los derechos de imagen del dictador tanto en fotos como en sellos de correos. Bartels apareció en postales, libros y material de campaña que ensalzaba el nazismo.

– ¿Recibió algún tipo de ingresos por derechos de imagen?

Nada. Una de las fotos de Hoffmann en las que Hitler me está abrazando es la portada de la novela Siegfried, de Harry Mulisch. Intenté ponerme en contacto con la editorial pero todo resultaba muy farragoso.

La novela cuenta la historia de Siegfried, el hijo secreto de Hitler y Eva Braun. Ese hijo, según la portada del libro y en un juego maquiavélico entre ficción y realidad, sería Gerhard Bartels.

La prensa española también publicó fotos de Hoffmann. La eficacia de la propaganda nazi no se limitaba a fotos entrañables de su Führer sino también a la compra (con factura) de periodistas extranjeros para intoxicar a sus ciudadanos. En España, en el mismo momento en el que Bartels posaba con Hitler, César González-Ruano describía el nazismo como “un imperio de simpatía”. Como explican Rosa Sala Rose y Plàcid Garcia-Planas en El marqués y la esvástica, Goebbels pagó en enero de 1936 un número entero de Blanco y Negro, la revista de Abc, para celebrar el tercer aniversario de Hitler en el poder.

Bartels era uno de los niños favoritos de Hitler para posar en las postales de propaganda. También Bernile Nienau, una encantadora niña de piel de porcelana, pelo dorado, ojos como el lago Königssee y una circunferencia del rostro aprobada por los genetistas del régimen. La modelo aria perfecta. Con un detalle en su biografía que entusiasmó al Führer hasta el punto de mantenerle ocupado en la correspondencia con la adolescente hasta 1938: compartían fecha de nacimiento, el 20 de abril. Hitler también conocía otro detalle: Bernile era judía.

El Ahnenpass de Bartels estaba inmaculado. El Ahnenpass era el pasaporte racial, un nuevo documento que probaba la identidad aria del ciudadano. Si Bernile era una medio judía, con una abuela judía, Gerhard tenía los cuatro abuelos arios. Cuando vemos las películas y nos preguntamos por qué los judíos no ocultaron su identidad para librarse de los campos de exterminio, la clave radica en los Ahnenpässe. El Tercer Reich cimentó un Estado racial. No se sabe con certeza lo que le pasó a Bernile, tan sólo que murió en 1944 por causas naturales. Tampoco por qué Hitler ignoró el chivatazo a la Gestapo en 1933 y mantuvo la relación con ella cinco años.

El NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) destinó al padre de Bartels a Letonia en 1941 tras la invasión alemana. Funcionario de la cartera de Agricultura, en ningún momento pisó el frente. Bartels acompañó en alguna ocasión a su padre cuando iba a tratar con los cabecillas locales el suministro de bienes. “Si colaboráis con nosotros, les decía mi padre, no os pasará nada. Solía llevar vodka para los hombres y licor de frutas para las mujeres”. A diferencia de la Primera Guerra Mundial, la población alemana no pasó hambre gracias a los suministros que el Tercer Reich robó en los países invadidos. En Alemania se hizo viral un chiste que decía: disfruta de la guerra, la paz será terrible.

Cupones de comida a judíos

La familia vivió en Riga hasta 1944. Bartels ingresó en las Jungvolk, el servicio obligatorio para los niños de entre 10 y 14 años, y paso previo a las Hitlerjugend, de los 14 a los 18 años, donde los jóvenes eran educados para la guerra. Se libró por edad: cuando la guerra acabó él tenía 13 años.

Mientras estuvo en el internado visitó el gueto judío de Riga. Se quejó a sus padres de que la comida era mala y les escribió pidiéndoles cupones para el pan. Fue al gueto y vendió los cupones a los judíos por 50 pfennigs. Con esa treta conseguía el dinero para ir al circo. Cuesta imaginarse a un niño de 10 años de la cantera de las Juventudes Hitlerianas traficando con judíos.

¿No temía las represalias de los oficiales de las SS?

– ¿Miedo? Yo llevaba mi uniforme, era el alemán, no tenía miedo de nada.

Repitió el viaje en dos ocasiones. La última vez ya no había nadie. “Sie sind umgesiedelt worden, nos dijeron. Han sido reasentados. No sabíamos dónde. No lo podíamos saber. No podíamos imaginarnos que los habían asesinado o enviado a un campo de exterminio”.

Bartels compartió pupitre con la hija de Friedrich Jeckeln, oficial de las SS responsable de las ejecuciones en masa de los 14.000 judíos del gueto de Riga. De Letonia es una de las fotos más célebres de otro de los fotógrafos de Hitler. El cámara obliga a cinco mujeres judías a posar como modelos de ropa interior sobre una fosa común repleta de cadáveres instantes antes de ser fusiladas.

Diez años después su promoción pudo reunirse en Colonia gracias a un anuncio en el Bild-Zeitung. Habían quedado el 5 del 5 de 1955 en la Puerta de Brandeburgo pero, claro, no podían imaginarse que esa parte de Berlín sería otro país. El anuncio del periódico los citaba el 7 en la puerta de la catedral, el monumento más visitado de Alemania. Aparecieron 60 compañeros. “Ya había leído sobre la tragedia del Holocausto. Fue un golpe terrible. Mientras ocurrió nunca imaginé que algo como eso estaba sucediendo”. ¿Acudió la hija de Jeckeln a la reunión? “Sí. Y no, no hablamos de su padre. Era tema tabú”.

Sus años con la Jungvolk fueron tranquilos, divertidos, aprendía canciones nazis, jugaba a la guerra, veía películas de Leni Riefenstahl. Todo cambió el día que los enviaron al hospital de guerra a animar a las tropas que venían del frente oriental. Allí, con el olor a sangre y el dolor de los soldados con miembros amputados y congelados, se dio cuenta de que la guerra era de verdad. Su familia regresó a Baviera en 1944 cuando se intuía el fin de la contienda. Su casa, el hotel Alpenhof inaugurado en 1938, había sido el hogar de las Juventudes Hitlerianas. En 1945 los oficiales nazis en retirada sustituyeron a las Hitlerjugend. El Alpenhof, a orillas de un lago donde hoy hacen marcha nórdica rubicundos jubilados bávaros, se convirtió en el último puesto de mando nazi en Berchtesgaden tras los bombardeos aliados del Berghof.

Por aquí pasó con su mujer el temible Gauleiter de Múnich, Paul Giesler, el primer lugarteniente de Hitler en la capital del movimiento. Acababa de ser nombrado ministro del Interior por el Führer en su testamento político y venía de fusilar a todo aquel que se resistiera a seguir combatiendo en Múnich. Sus esbirros eran tan temidos como las bombas aliadas. Durmieron sólo una noche y por la mañana se fueron a pasear. Bartels recuerda muy bien el camino porque tuvo que ayudar a cargar con el cadáver de Margret Giesler. Ambos se suicidaron, probablemente Giesler le pegó un tiro a su mujer antes de quitarse la vida.

No debió resultar sencillo para la señora Meister que sus vecinos del Alpenhof alojaran a semejante clientela. Meister era una judía con marido ario, por lo que, a diferencia de lo que les pasó al resto de judíos tras las leyes raciales de Nuremberg de 1935, aún conservaba la ciudadanía alemana. Con todo, tenía razones para sentir miedo: su marido era muy mayor y en el momento en el que falleciera ella quedaría sin privilegio alguno, como una judía más en el Tercer Reich (con lo que eso significaba; de hecho, su marido murió el 10 de mayo de 1945). Y estamos en los caóticos últimos días de la Alemania nazi, cuando criminales como Giesler eran más peligrosos.

“La acompañaron en más de una ocasión a ocultarse en un granero en el bosque. Había un único teléfono en Hintersee, en el hotel de mi tío, pocos coches en el valle y la gasolina estaba racionada: era fácil saber cuándo venía la Gestapo de Ramsau a nuestro pueblo y nos avisaban por teléfono. Entonces ella, de puro miedo, se recogía en el bosque“, recuerda Bartels. Su padre pasó entre 1946 y 1947 por un tribunal de desnazificación. Una carta de la señora Meister, junto con el hecho de que no había cometido delitos de sangre, le libró de toda pena.

Bartels no ha decidido romper su silencio ahora ni siente que ocultaba una historia que le señalaba. Es la que le tocó vivir. Simplemente ha hablado cuando le han preguntado. El centro de investigación del nazismo que tiene su sede sobre las ruinas del Berghof de Hitler, Dokumentation Obersalzberg, trabaja para conservar la memoria en uno de los epicentros del nazismo. El lugar donde Hitler afirmaba que había pasado los mejores momentos de su vida.

Incluso para Bartels, apenas tenía cuatro años cuando trató con Hitler, que no había vivido otra cosa en la infancia que la guerra y que aspiraba a convertirse en un buen piloto de la Luftwaffe, debió de resultar muy violento el modo en que tuvo que repensar su autobiografía, la carrera de su padre y la historia de su país. Hoy parece la peor opción, pero la mayoría de los alemanes prefería ganar la guerra y con ello mantener a los nazis en el poder que la derrota militar.

“Para entender el nazismo hay que mirar al conjunto de la sociedad”, explica Winfried Nerdinger, director del nuevo NS-Dokumentationszentrum de Múnich. “Tras la guerra se explicaba que la culpa había sido de unos pocos criminales, Hitler, Himmler o Heydrich, que habían instaurado un sistema del terror apoyados en organizaciones como las SS, pero esto no es suficiente. Hay que mirar a toda la nación. Los nazis crearon una férrea sociedad racista y excluyente, y los que estaban dentro del sistema recibieron regalías, miraron para otro lado y toleraron la exclusión, que suponía el traslado a un campo de concentración o la muerte”.

Este centro para la memoria se halla en el corazón de lo que fue el barrio del Partido Nacionalsocialista en Múnich, a 150 kilómetros de Berchtesgaden, donde unas 6,000 personas contribuyeron al funcionamiento del partido hasta el fin de la guerra. 6,000 familias que pudieron ser como la de Gerhard Bartels.

Fuente:elmundo.es

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