Nunca te obsesiones con descifrar aquellas partes de la Biblia cuyo sentido no es claro. Al final, no vas a encontrar “la verdad” o la respuesta correcta. Con lo único que te vas a topar es con lo que tú mismo eres y llevas por dentro. Para bien y para mal.
IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Esta Parashá (porción semanal de la Torá) contiene uno de los pasajes más dramáticos del Génesis (y de toda la Biblia), y ha provocado una gran cantidad de reflexiones, interpretaciones y debates a lo largo de la Historia.
Se trata del clímax en la historia de Yosef: vendido primero por sus hermanos como esclavo, y luego encarcelado injustamente en Egipto, su habilidad como intérprete de sueños le convierte en el segundo al manod en todo el reino, sólo por debajo del Faraón, y un día aparecen ante él sus hermanos. La intención es comprar comida, porque una hambruna terrible asola toda la región.
Nos dice la Torá que Yosef los reconoció, y nos dice también que les habló ásperamente.
La duda que ha obsesionado a muchos estudiosos a lo largo de los siglos es esta: en este momento en concreto, cuando se da el primer reencuentro entre Yosef y sus hermanos, ¿qué hay en el corazón de Yosef? ¿Un amor incondicional? ¿Deseos de venganza? Quienes quieren ver en Yosef al modelo del hombre justo que está por encima de las circunstancias y, sobre todo, de sus pasiones, apelan a que Yosef en ningún momento tuvo malas intenciones. Ni siquiera objetivos ambiguos. Lo que hizo, lo hizo tan sólo para probar el carácter de sus hermanos. En contraste, quienes ven en Yosef al ser humano de carne y hueso que, pese a todo, se sobrepone a sus pasiones, asumen que la idea inicial de Yosef es vengarse, y esta sólo cambiará conforme se vayan desarrollando los acontecimientos.
Naturalmente, en este espacio no vamos a resolver la cuestión. Es imposible. ¿Por qué? Porque el texto no es lo suficientemente preciso como para que podamos obtener una respuesta definitiva.
En cambio, esto nos sirve como pretexto para abordar otro ángulo del asunto, no tanto respecto al contenido de la Parashá, sino sobre la naturaleza del texto bíblico y cómo es abordado en el Judaísmo.
Hay un tipo de literatura judía que ha surgido del aprovechamiento de estas ambigüedades del texto bíblico. Se le llama MIDRASH, y viene de la misma raíz que la palabra DERASH, que significa “exposición”. Actualmente, la palabra hebrea DRASHÁ (o DROSHE, en yiddish) se usa para decir “sermón”.
El Midrash es una suerte de relato complementario al texto bíblico, basado en la idea de que todo está escrito, pero no todo está dicho.
La literatura midráshica fue compilada a inicios de la era rabínica (a partir del siglo II EC), y aunque no tiene un antecedente directo (es decir, no se conoce literatura midráshica o pre-midráshica anterior), sí lo tiene en un sentido indirecto. En la literatura apocalíptica que floreció entre los siglos III AEC y I EC, las libertades de interpretación del texto bíblico fueron tan notables e interesantes como las de los Midrashim posteriores, si bien llevaron un enfoque completamente diferente.
En la apocalíptica, estas libertades interpretativas se orientaban a “descifrar” los acontecimientos futuros, mientras que en la literatura midráshica el objetivo es, antes que nada, una enseñanza de tipo moral.
Sin embargo, las dos expresiones surgen del mismo hecho: la ambigüedad del texto bíblico.
¿De dónde viene esa ambigüedad? Principalmente, de tres realidades.
La primera es que el idioma hebreo bíblico es, por definición, ambiguo. Aparte de ser un idioma arcaico con recursos gramaticales modestos (en comparación a los de los idiomas modernos), se escribe sin vocales, lo que le confiere una flexibilidad a la que no están acostumbrados los que han crecido hablando idiomas herederos del griego y el latín (dos idiomas sorprendentemente precisos).
La segunda es la ambigüedad de la narrativa, surgida de un uso muy escueto del discurso. Es una condición que resultaba inevitable en las épocas bíblicas: cuando todos los relatos que luego llegaron a la Biblia comenzaron a escribirse, la escritura se hacía sobre tabletas de arcilla, no sobre pergaminos o papiros. Y escribir en arcilla no es algo sencillo. Por lo tanto, el lenguaje escrito era –por necesidad– muy concreto y austero. Se marcaban los puntos básicos, pero no se entraba en demasiados detalles.
La tercera y última es la distancia temporal entre el escritor y el lector. No es posible que un lector del siglo XXI piense en lo mismo o reaccione igual al texto, que el lector del siglo VI AEC. Incluso, la distancia ya era abismal con los lectores del siglo II EC.
Estos detalles generan, de manera inevitable, que cualquier lectura resultante tenga lagunas. Y no me refiero a lagunas propias en cualquier tipo de literatura, sino a vacíos en detalles tan importantes como el que hemos mencionado en relación a la Parashá de esta semana: ¿cuál fue la motivación inicial de Yosef al toparse con sus hermanos?
Lo sorprendente es que los antiguos sabios judíos no se propusieron “corregir” el texto para que este tipo de problemas se resolvieran. Por el contrario: los preservaron así, y si acaso se dedicaron a construir relatos que rellenaran esos huecos –como los midrashim–, estos fueron coleccionados por separado.
Se trata de, fuera de cualquier duda, una genialidad. No es frecuente que reflexionemos sobre ello, pero sin esta tensión entre la ambigüedad del texto bíblico y la creatividad de quienes complementaron los relatos por medio de la narrativa midráshica, la Biblia sería sólo un texto viejo, anacrónico y poco o nada útil para nosotros (en realidad, para cualquier persona posterior al siglo IV AEC).
¿Por qué? El Talmud lo dice de este modo: no vemos las cosas como son, sino como nosotros somos.
Es decir: lo importante del asunto no es descifrar si Yosef tenía ganas de vengarse de sus hermanos o no, sino si nosotros tenemos ganas de vengarnos de alguien.
La laguna de información en la Biblia no la vamos a llenar con “la verdad”. La vamos a llenar con lo que nosotros tenemos dentro, y eso es lo que permite que el texto nunca pierda su vigencia y actualidad.
Cierto: eso genera aparentes contradicciones (por ejemplo, sostener por un lado que Yosef no quería vengarse, sostener por otro lado que sí), pero no es algo que al Judaísmo le moleste. ¿Por qué? Porque nosotros mismos, como seres humanos, somos contradictorios. Las explicaciones a la Torá deben, por lo tanto, responder a nuestras contradicciones.
Esto puede parecer desconcertante para el lector actual, especialmente el no judío. La cultura occidental, eminentemente cristiana, tiene sus bases más profundas en la antigua cultura greco-latina, heredera de una tradición ideológica, religiosa y literaria muy distinta a la del Judaísmo.
Lo más relevante en este punto es que los idiomas griego y latín son, por definición, altamente precisos. No en balde, fueron los idiomas que le dieron su mayor esplendor a la Filosofía y al Derecho –respectivamente– en la antigüedad. Son idiomas en los que la información se codifica completa y sin lugar a dudas. Por lo tanto, el proceso de lectura es el de recuperación de la información. En cambio, el simple hecho de que el Hebreo se escriba sin vocales obliga al lector a tener un conocimiento previo de lo que dice el texto para saber con qué vocales debe leerlo. Es decir, la información SE RECONSTRUYE, no nada más se recupera.
Las grandes diferencias teológicas y exegéticas (interpretación del texto bíblico) entre el Judaísmo y el Cristianismo surgen de ese fenómeno: mientras el Cristianismo busca la interpretación “definitiva” del texto bíblico porque de ello depende la salvación del alma, el Judaísmo asume el mismo texto como algo abierto que hay que complementar, porque de ello depende nuestra percepción de los problemas cotidianos.
Por eso, en general el Cristianismo no tolera la posibilidad de las contradicciones, y muchos de su teólogos o apologetas han hecho esfuerzos descomunales para reconciliar la información del texto bíblico. En cambio, para el Judaísmo son necesarias esas contradicciones, porque si no el texto no podría decirle nada a una humanidad contradictoria por sí misma.
Pondré un ejemplo concreto: en una ocasión, tomando una clase de Guemará en un centro de estudios ultra-ortodoxo, después de discutir cierto pasaje el profesor –le llamaré Rev Yosef– concluyó con esta idea: no importa si tienes ganas o no de obedecer las ordenanzas de la Torá. Hay que hacerlo. Incluso, hay mayor mérito si no lo quieres hacer, pero te sobrepones a tu decidia y lo haces. Luego, hubo una charla con un rabino –le llamaré Rab Yehudá–, y el tema fue justamente “la bendición que viene a tu vida si obedeces las ordenanzas de la Torá”. Y en un momento de su charla fue contundente y enfático: la mayor bendición viene cuando estás en plena armonía con la ordenanza. Es decir, cuando quieres hacerlo y lo haces.
En una palabra, contradicción. Rev Yosef dijo lo contrario a Rab Yehudá.
¿Cómo lo resolvería cada tendencia? Un tipo de Cristianismo muy anclado en la herencia cultural greco-latina intentaría demostrar, como primera opción, que no hay contradicción alguna entre lo que dijo uno y otro. Se procedería a construir un entorno en el que las dos ideas quepan como contrapartes que, “bien entendidas”, no se oponen sino que se complementan. En el más extremo de los casos, si lo tal no fuera posible, entonces se procedería a la descalificación de Rev Yosef, o de Rab Yehudá, o de Rev Yosef y Rab Yehudá, o incluso del Judaísmo completo.
Para el Judaísmo el asunto se resolvería más simple: cuando no tengas ganas de cumplir ordenanzas de Torá, hazle caso a Rev Yosef; cuando sí tengas ganas, acuérdate de lo que dijo Rav Yehudá.
Posturas contradictorias.
¿Una elimina a la otra? ¿Una es mejor que la otra? ¿Hay que hacerle caso sólo a una y desechar la otra?
Vamos de nuevo: el heredero de la precisión greco-latina –y seguro muchos de ustedes, queridos lectores, ya se lo están planteando en estos términos– intentará resolver cuál es la actitud correcta. El heredero de la ambigüedad hebrea sólo dirá que las dos son igualmente correctas. También necesitamos de esa contradicción para sobrevivir.
¿Por qué? Porque a veces es necesario, e incluso indispensable, encontrar la armonía subyacente en lo que aparentemente es contradictorio. A veces, simplemente necesitamos tomar una decisión práctica y estar conscientes de que la vida nos puede poner en situaciones tan distintas, que no tengamos más remedio que tomar decisiones y soluciones igualmente distintas.
Por eso el texto bíblico preserva esa deliciosa ambigüedad, útil para todos los momentos de la vida. Si no me crees, sigue estos consejos:
1. Cuando te confrontes con gente que te hizo daño, pero ya no les guardas rencor y ves que ellos mismos vienen con otra actitud, ACUÉRDATE DEL ENCUENTRO ENTRE YOSEF Y SUS HERMANOS, y confía en que algo bueno va a salir de todo esto.
2. Cuando te confrontes con gente que te hizo daño, y aunque ya hayan cambiado de actitud todavía les guardas rencor y te mueres de ganas por vengarte, ACUÉRDATE DEL ENCUENTRO ENTRE YOSEF Y SUS HERMANOS, y confía en que algo bueno –y no precisamente la venganza– va a salir de todo esto.
Así de compleja es la existencia, y así de abierto es el texto bíblico.
Si sabes escuchar, seguro vas a encontrar la motivación adecuada para ser mejor.
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