Las tensiones de los judíos en la diáspora no son nada nuevo. Se remontan a la época de la Torá, y la Torá misma nos revela los secretos para no sólo controlar esas tensiones, sino incluso para hacerlas benéficas y enriquecedoras.
Apenas entre el siglo XIX y XX fue que los irlandeses llegaron a una situación más o menos similar, pero cuyos alcances no se comparan a la experiencia judía, que se remonta a las épocas bíblicas. Justamente, a la Parashá (sección de la Torá) Vaigash.
En resumen, esta Parashá nos cuenta cómo Yosef, más allá de lo que originalmente haya sentido hacia sus hermanos, no puede más con la presión emocional y revela su identidad. El momento es dramático a más no poder; los hermanos se abrazan, lloran, se reconcilian, y dada la situación de hambruna en Canaán, Yosef da la orden de que se hagan los preparativos para que el anciano Yaacov y todo su clan vengan a morar a la tierra de Goshén, que de ese modo vino a convertirse en la primera judería de la Historia.
La Biblia nos cuenta la parte feliz: Yaacov se entera de que su hijo favorito vive, la familia hace la mudanza, la prosperidad regresa –no sólo porque Goshén es buena tierra, sino también porque los israelitas la hacen producir–, Faraón mismo se pone de buen humor, hay abrazos por todos lados.
Pero no nos quedemos en la parte rosa del relato. Hagamos las preguntas obligatorias: ¿Qué habrá sentido Yaacov, el viejo patriarca hebreo, al ver el estilo de vida de su hijo Yosef? Porque era el estilo de vida de un hombre poderoso en el mayor imperio de la época. Casado con la hija de un sacerdote pagano, dueño de la vida y la muerte de miles y miles de personas, con hijos educados fuera del ambiente familiar y, sin duda, ajenos a las tradiciones y a la identidad de esos pastores casi nómadas que, sin la intervención de Yosef, tal vez habrían muerto de hambre.
Pero el pueblo de Israel ha cumplido su destino y, estableciendo lo que habría de ser un arquetipo repetido época tras época, allí donde estaba el hebreo exitoso, señorial, riquísimo, asimilado, llegó la horda de hebreos rudimentarios, cargando sus tradiciones y su folclor, trabajadores e industriosos como sólo ellos, pero “extraños” a los ojos de los demás. Siempre, inequívocamente, a ubicarse en un suburbio de la ciudad para llevar una vida relativamente aislada.
Así nació la comunidad judía de los Estados Unidos: por accidente, un grupo de unas 80 familias judeo-portuguesas se estableció en Nueva Amsterdam (actualmente, Nueva York) después de una travesía que parece sacada de película de aventuras hecha en Hollywood. Los holandeses habrían logrado arrebatar el control de la llamada Guyana Holandesa a los portugueses. Gracias a ello, en ese territorio se estableció la libertad de cultos y las comunidades judías y protestantes florecieron. Pero los portugueses reconquistaron el lugar y obligaron a protestantes y judíos a regresar a Europa. En el viaje de regreso, los barcos donde iban las familias judías fueron capturados por bucaneros franceses, que los desviaron hacia Barbados donde seguramente se vendería a la gente como esclavos. En el camino, todos fueron capturados por piratas ingleses que recibieron la orden de abandonar a los judíos en Nueva Amsterdam, hasta que la Compañía Holandesa decidiera su suerte. Pese a la virulenta oposición de algunos sectores protestantes calvinistas, se autorizó que los judíos se quedaran a vivir en la actual Nueva York, y así se fundó esa primera comunidad.
Como Yosef, cuando joven, vendido como esclavo, llegó a Egipto.
Los judíos sefarditas pronto prosperaron allí. Tenían lazos familiarse y comerciales prácticamente con todo el planeta, gracias a la participación judía en la Compañía Holandesa de Indias, y pronto se convirtieron en un grupo acaudalado y aristocrático. La demografía judía empezó a cambiar un poco hacia finales del siglo XVIII y, sobre todo, durante el siglo XIX, con la llegada de inmigrantes judeo-alemanes. Sin embargo, eran inmigrantes que llegaban a probar suerte en los negocios, y muchos de ellos ya mantenían fuertes vínculos con los sefarditas de Amsterdam gracias a que muchas familias de esta comunidad se habían establecido en Alemania (los Gatell/Gattel, por ejemplo). Pronto, la mayoría de los judíos neoyorkinos (el nombre ya había cambiado con la Independencia) fue de origen alemán, y entonces comenzó un fenómeno que no se había dado con los sefarditas portugueses: la asimilación o modernización. Una amplia mayoría de los judíos alemanes optaron por el bando reformista, y el Judaísmo estadounidense empezó a desarrollar nuevas características, cada vez más distantes del tradicionalismo europeo.
Y entonces llegó la invasión rusa, hacia finales del siglo XIX e inicios del XX. Huyendo de los pogroms y el antisemitismo en sus lugares de origen, muchos judíos rusos –la mayoría de ellos crecidos y educados en el jasidismo– arribaron a Nueva York y poblaron amplios sectores en el Bronx, Queens y Brooklyn. Con ellos, el Judaísmo se diversificó notablemente: donde las comunidades judías portuguesa y alemana habían logrado convertirse en una verdadera aristocracia, la multitud rusa comenzó como una clase obrera que, poco a poco, se convirtió en una poderosa clase media. No tenían los mismos recursos que los portugueses y los alemanes, pero eran superiores en número en una proporción de diez a uno. Con estos judíos rusos también llegaron ideas progresistas y hasta marxistas, pero también una gran cantidad de artistas que transformó para siempre el Teatro Musical de Broadway y el lenguaje del jazz.
Las tensiones se incrementaron: si los portugueses y los alemanes ya habían desarrollado la dualidad Tradicionalistas vs. Reformistas, la nueva ola de inmigración (que pronto incluyó también polacos, lituanos y ucranianos) trajo de todo. Jasidismo, ateísmo, marxismo, capitalismo, tradicionalismo, modernismo, lo que gusten. Inlcuso hasta llegar a extremos tan pintorescos como el que representan un cantautor como Bob Dylan y un poeta hippie, homosexual y contestatario como Allen Ginsberg.
Es obvio que la relación entre todos estos componentes no es sencilla. A veces, llega a ser bastante ríspida. Los sectores tradicionalistas religiosos ven en muchas de estas expresiones una auténtica decadencia, y los grupos más liberales y “progresistas” ven las tradiciones como un lastre que hacen del judío un ser anacrónico y vetusto.
Pero son procesos inevitables. Como Yosef, las aristocracias judías suelen llegar a estos lugares a la fuerza, pero en circunstancias relativamente ventajosas para que con esfuerzo y trabajo logren posicionarse cómodamente; como Yaacov y los demás israelitas, los amplios grupos de migrantes suelen llegar después simplemente porque no tienen otra opción.
Al final, es frecuente que en todos los sectores se den logros económicos importantes, por la simple razón de que el inmigrante no tiene más remedio que trabajar duro. Sin embargo, las tensiones prevalecen y ello garantiza que todas las grandes comunidades judías del mundo son cualquier cosa, menos homogéneas. La variedad ideológica, religiosa, económica y cultural puede descubrirse con una simple visita a sus diferentes centros comunitarios.
Por eso la importancia de la Parashá Vaigash: allí están sentadas las bases para lograr una buena relación entre los grupos distintos que conforman al Judaísmo de la diáspora.
Lo primero que debe hacerse es admitirse que hay problemas. Yosef y sus hermanos saben perfectamente que los antecedentes no son buenos, y que en gran medida las circunstancias actuales son resultado de tensiones y fricciones de otras épocas.
Entonces, no seamos ingenuos: como judíos hemos sido un ejemplo de solidaridad, pero siempre hemos tenido nuestros propios conflictos internos, que en muchas ocasiones han derivado en pleitos bastante fuertes. ¿Ejemplos? Basta con mencionar las palabras “ortodoxia” y “reformismo” para entender a qué me refiero.
¿Qué es lo que hacen Yosef y sus hermanos? Reconciliarse. Aceptarse tal cual son, y lo más importante lo dice Yosef: “Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió D-os delante de vosotros” (Génesis 45:5).
Los judíos hemos una muy singular cualidad: la capacidad de transformar nuestras situaciones, incluso las más desventajosas. No existe otro pueblo que haya sufrido los éxodos que nosotros hemos sufrido; no existe otro pueblo que haya sido tan agredido sistemáticamente, o que haya encarnado en el ideario popular de otras religiones la imagen del “otro” y del “malo”. Y, pese a todas las persecuciones y expulsiones, hoy por hoy los judíos estamos en la mejor condición de toda nuestra historia.
¿Por qué? Si gusten, contéstenlo con las palabras de Yosef: para preservación de vida es que D-os ha enviado a cada judío a cada lugar.
Y nótese: lo dijo el aristócrata asimilado de la diáspora en Egipto.
Esta es una de las partes más difíciles del proceso de reconciliación: la aceptación de que el judío asimilado en la diáspora también está llevando a cabo una parte del plan de D-os. No sé a quién le cueste más trabajo admitirlo, si al judío asimilado o al judío tradicionalista. En general, el judío asimilado se asimila porque quiere desembarazarse del peso de la identidad judía. Por ello, admitir que su vocación también debe encausarse hacia la preservación de la vida del pueblo judío –todo el pueblo judío– no es sencilla. Pero sucede algo parecido con el tradicionalista, que muchas veces se siente como el único reducto gracias al cual sobrevive el añejo pueblo de Israel. Más allá de él y sus tradiciones, no hay más.
Error. La Torá nos muestra que la sobrevivencia de Am Israel sólo es posible cuando los dos extremos en permanente tensión entienden que su misión es preservar la vida, la de Israel. Uno tiene que aceptar al otro, y los dos tienen que aceptar su compromiso con este proyecto sagrado.
¿Qué vino después? Simple: ni Yosef obligó a su familia en Goshén a “asimilarse” a la cultura egipcia, ni el clan israelita en Goshén obligó a Yosef a regresar a su folclor. Se mantuvieron vinculados, pero físicamente separados. En el pleno entendimiento de sus roles, cada uno siguió su ruta en donde tenía que hacerlo.
Veámoslo en la actualidad: si el Judaísmo hubiese aceptado la asimilación y hubiese abandonado su identidad ancestral, la humanidad se habría perdido las aportaciones de hombres de la talla de Maimónides, Moses Mendelssohn, Yehuda Halevi, o de la inmensa sabiduría de otros como el Baal Shem Tov, Itzjak Abraham Hacohen Kook, o Martin Buber.
Pero si tampoco hubiese existido una asimilación al entorno, el mundo se habría perdido de otras grandes aportaciones como las de Baruj Spinoza, Franz Kafka, Irving Berlin o Albert Einstein.
El Judaísmo es una energía demasiado grande e intensa como para que sólo brille en una dirección. Yosef y sus hermanos lo entendieron y pudieron cumplir así la misión más sagrada: preservar la vida. Aprovecharon las tensiones para generar energía, para ser dinámicos.
El punto culminante de esta correcta comprensión de esta compleja relación no aparece en esta Parashá, sino en la siguiente, aunque lo menciono aquí para concluir el tema. Se trata de las últimas palabras de Yosef, citadas al final del Génesis: “Y Yosef dijo a sus hermanos: yo voy a morir; mas D-os ciertamente os visitará y os hará subir de esta tierra a la tierra que juró a Abraham, Itzjak y Yaacov. E hizo jurar Yosef a los hijos de Israel diciendo: D-os ciertamente os visitará, y haréis llevar de aquí mis huesos” (Génesis 50:24-25).
El vínculo con Eretz Israel.
Qué interesante que Yosef, consciente de que al asimilarse a Egipto se ha anclado irremediablemente con esa nación, diga que “D-os LOS visitará”. Se excluye. Sabe que la aliyah (la inmigración de judíos hacia Israel) es algo que no todos los judíos harán, que muchos se mantendrán en la diáspora, integrados a sus respectivos entornos.
Pero también sabe que, en el fondo, su pertenencia está allá, en el hogar ancestral, en la Tierra de la Promesa. Por eso, al hablar da por sentado que ese Judaísmo tradicional, de fuerte arraigo en su identidad, del que salió pero al que no regresó, es el que está llamado a fortalecer a Israel por medio de la aliyah, de la migración. Y por ello pide que sus huesos sean llevados de regreso. Con ello, nos marca las ideas fundamentales:
1. El judío tradicionalista y/o sionista debe saber que será él quien regrese a Israel.
2. El judío no tradiconalista ni sionista debe saber que el otro judío debe regresar a Israel.
Por lo tanto, el judío de la diáspora NO DEBE afectar al judío que lucha y trabaja por la reconstrucción de Israel. Por el contrario: debe entender que lo más íntimo de su identidad, aún en la diáspora, está allá, en el hogar ancestral.
He allí las pautas para lograr que la tensión entre los sectores tradicionalistas y modernistas del Judaísmo generen vida, garanticen resultados benéficos para todos, más allá de sus posturas o sus vocaciones.
Se puede hacer. Se debe hacer. Cosa de tener la suficiente lucidez y humildad para admitirlo. Todos los judíos somos caras de una misma moneda, y eso significa que tenemos el mismo valor.
El compromiso es entenderlo y –valga la redundancia– hacerlo valer.
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