GABRIEL ALBIAC
A lo largo de la noche del 29 al 30 de julio de 1934, los Escuadrones de Seguridad (SS) del NSDAP alemán, con el apoyo del ejército y la policía secreta, exterminaron a las Secciones de Asalto (SA) del NSDAP alemán. Los ejecutores cumplían orden directa de Adolf Hitler. Los ejecutados murieron entonando la wagneriana elegía de su más crepuscular Heil Hitler. El proyecto genocida de los ejecutados era idéntico al proyecto genocida que acabarían por hacer triunfar los ejecutores. Asesinos en serie asesinaban a asesinos en serie. Hubiera podido suceder al revés. Y hubiera sido lo mismo.
El 2 de enero de 2016, o sea anteayer, el rey de Arabia Saudita y “guardián de los santos lugares” procedió a ejecutar a 47 opositores, entre los cuales se incluía al jeque Nimr Baqr Al-Nimr, jefe espiritual del chiismo saudí. Unos fueron decapitados, fusilados los otros: es todo cuanto sabemos. Al joven sobrino de Al-Nimr, Alí, le aguarda aún, parece, la ejecución más deshonrosa: crucifixión pública del cuerpo tras su decapitación. Nada sabemos del juicio. Fue estrictamente secreto. Técnicamente hablando, un asesinato judicial: lo más normal para una teocracia. Tan islamista es el monarca Abdulaziz cuanto lo es el jeque Al-Nimr. Al mismo Alá invocan ejecutores y ejecutados. Hubiera podido suceder al revés. Y hubiera sido lo mismo.
Un ingenuo angelismo nos empuja, demasiado consoladoramente, a suponer que aquellos contra los cuales luchan los malvados tienen por fuerza que ser buena gente. No hay disparate mejor intencionado. Ni más falso. Ni de más alto peligro en política. Röhm era tan perverso como Hitler. Los yihadistas chiíes, bajo disciplina iraní, lo son tanto como los yihadistas suníes, bajo obediencia saudí. Ver a los matarifes cruzar armas requiere una milimetrada sangre fría: pésimo mata a pésimo; y la partida continúa. Blindémonos frente a ella. Es lo único sensato.
La guerra entre suníes y chiíes remonta a la batalla de Kerbala. Año 680. Una simple escaramuza con 72 bajas. Allí, cuarenta y ocho años después de la muerte de Mahoma, el islam entra en guerra contra sí mismo a causa de la sucesión del Profeta. Es una guerra intemporal, que llega hasta hoy mismo, por el liderazgo político y religioso de los creyentes. Parece una locura, pero ambos contendientes dan fe por igual a la idea de que sólo la aniquilación del hereje abrirá la era triunfal del islam en el mundo. Y no hay retórica cuando el guía espiritual del chiismo iraní proclama que “la divina venganza caerá sobre los políticos saudíes” tras la ejecución del Al-Nimr. El avanzado proyecto nuclear de Irán tiene un primer blanco: el Riad sunita. Y la financiación saudí de la “primaveral” oleada suní en el norte de África despliega la estrategia del borrado de los chiitas en la zona: falta Siria. El Daesh no ha sido más que la más rentable de las inversiones saudíes en yihad.
Jamenei contra Abdulaziz. Hoy. Como en 1934, Röhm contra Hitler. Querellas entre asesinos. Mejor quedar al margen.
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