IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – El libro de Shemot (Éxodo) comienza con la historia de Moisés, el líder emblemático del pueblo judío. Génesis concluye con la saga de los Patriarcas, y de ese modo queda definido como la introducción al verdadero meollo de lo que es la Torá, en tanto código legal y existencial del pueblo de Israel.
Entendiendo esto, la idea del Génesis es muy concreta: explicar la relación de Israel con Egipto, para que en ese contorno se pueda entender la importancia de Moisés y, sobre todo, de las leyes que fueron la base para la construcción de la identidad nacional israelita.
¿Por qué es tan importante esto? Porque, desde sus orígenes, Israel no fue un grupo homogéneo cuya unificación fuese un proceso sencillo. Los antiguos Hebreos fueron grupos nómadas no definidos por su origen étnico, sino por su estilo de vida. La evidencia arqueológico revela que los componentes mayoritarios fueron semitas y amorreos, pero también los hubo hititas, mitanios (hurritas), elamitas, acadios, gutúes y, un poco después, arameos y casitas (caldeos).
La destrucción de Ur (hacia 2004 AEC) y el consecuente colapso de la cultura sumeria provocó grandes oleadas migratorias desde Mesopotamia hacia Canaán, puerta del nuevo poderío mundial: Egipto. De ese modo, amplios contingentes de semitas –y en menor grado de cananeos– se establecieron en el país de los faraones entre los siglos XX y XVII AEC, hasta que lograron consolidarse lo suficiente como para tomar el poder. Así, a mediados del siglo XVII y hasta mediados del siglo XVI AEC, Egipto fue gobernado por los faraones “hiksos”, literalmente “reyes extranjeros”, semitas originarios de Canaán definitivamente emparentados con los Hebreos. Ellos construyeron una nueva ciudad como su capital: Avaris, cuya raíz etimológica es la misma que Habiru o Hebreo. Imagínense: hubo un siglo en que la capital de los faraones era la ciudad Hebrea.
En el Génesis, la historia de Yosef se trata de un joven hebreo originario de Canaán que llega a Egipto como esclavo, pero que allí se convierte en un hombre poderoso. En una palabra, un Hikso.
Los Hiksos fueron derrotados a mediados del siglo XVI AEC por Ahmosis I, que luego extendió sus dominios hasta Canaán. Es decir: los Hiksos no sólo fueron derrotados y deportados de Egipto, sino que incluso fueron conquistados y sometidos en su propia tierra de origen. Tutmosis III, descendiente de Ahmosis y el faraón que más poder logró conquistar en toda la Historia del antiguo Egipto, impuso su dominio hasta lo que actualmente es Siria y Líbano, donde chocó con los poderosos imperios Hitita y Mitanio. Durante su largo reinado, aplicó una estrategia tan práctica como brillante: literalmente secuestró a los hijos de las familias nobles cananeas y los llevó a Egipto para educarse como egipcios. De ese modo, la siguiente generación de gobernantes favoreció la integración cultural y los siguientes reinados fueron, en términos generales, bastante pacíficos. Fue la época esplendorosa de Egipto.
¿Cuál fue el papel de los israelitas –uno de los clanes Hebreos– en todo esto?
Es una pregunta compleja, y una lectura superficial del texto bíblico no nos da la respuesta. Hay que confrontar lo que encontramos allí con lo que hoy sabemos de Historia.
Empecemos con algo importante: los Hiksos nunca se asimilaron a lo egipcio. Conquistadores primero, tras su derrota ante Ahmosis fueron exiliados de regreso a Canaán, y existen registros de que todavía hasta los tiempos de Ramsés II –cuatro siglos después–, hordas irregulares de Hebreos seguían siendo un problema interno en los dominios egipcios. Muy seguramente, los descendientes de los Hiksos apostaron por mantenerse al margen de la cultura egipcia y expresaron su rebeldía de ese modo.
Pero es no era el único tipo de Hebreo que existía en la época. Hubo otro: el que sí se asimiló a la cultura egipcia, muy seguramente en el marco de las estrategias de Tutmosis III para garantizar la homogeneidad cultural y política de su imperio (que abarcaba a Canaán en todo su territorio).
Esa es la importancia que representa el contraste entre Yosef y Moisés. Yosef es el hebreo que se empoderó en Egipto –el Hikso–, pero que nunca se sintió definitivamente vinculado con ese país. Por eso, su deseo final es que sus restos sean llevados a Canaán. Moisés, en contraste, es el hebreo que desde bebé creció en la corte del Faraón, educado para vivir, pensar y comportarse como egipcio. Si en un momento de su vida se dio un conflicto, fue por factores externos. No porque él lo deseara.
Las diferencias van más hacia atrás: Yosef es el hijo de Rajel, la esposa consentida de Yaacov; Moisés es de la tribu de Levi y, por lo tanto, de la descendencia de Leah, la esposa privilegiada de Yaacov. Esto nos ofrece una visión más amplia de lo que nos dice el Génesis.
Recordemos que Génesis, como primer libro de la Torá, pretende marcar las razones originales que después se convierten en la problemática social, política y religiosa del pueblo de Israel. Pues bien, allí están los datos: desde sus complicadas bodas, hubo un conflicto entre Leah y Rajel. Yaacov, siempre incapaz de ocultar sus favoritismo, se rindió ante la mujer que no podía darle hijos y que finalmente murió en su segundo parto; al margen, siempre relegada, Leah fue la mujer que prosperó teniendo una descendencia grande y notable.
El conflicto se perpetúa con lo que representan Yosef –hijo de Rajel– y Moisés –descendiente de Leah–: el hebreo Hikso contra el hebreo educado en Egipto. Incluso, Moisés lleva en las consonantes de su nombre –MSS– las sílabas finales de los faraones AhMoSiS, TutMoSiS e incluso RaMSéS. Con ello, se resalta su formación cultural netamente egipcia.
El último capítulo de ese conflicto se inaugurará siglos después con la separación del Reino entre Yerovam –de la tribu de Efraim, descendiente de Yosef y, por lo tanto, de Rajel– y Rivoam –de la tribu de Yehudá y, por lo tanto, descendiente de Leah–.
Entendiendo toda esta información en su vastísimo y complejo contexto histórico, se puede percibir que uno de los grandes dilemas en el antiguo Israel fue decidir qué lugar darle a la herencia cultural egipcia, toda vez que un sector de la sociedad estaba vinculado con quienes habían sido educados de ese modo –Moisés–, y otro con quienes se habían mantenido en rebeldía –los Hiksos–.
La magia del texto bíblico es que, al final de cuentas, el objetivo es la integración, la conformación de una sociedad plural e incluyente, donde todos tengan cabida y espacio.
La estrategia planteada por la Torá es interesante: Israel debe romper con Egipto en el plano institucional. De eso se trata el Éxodo: de un pueblo que “sale” de Egipto para seguir su propia ruta. En ese sentido, es un voto a favor de la postura de los Hiksos. Pero la ruptura no es necesaria en el aspecto ideológico o técnico: Moisés, el gran líder y legislador, pudo serlo justamente porque fue educado para ser líder y legislador. ¿En dónde? En Egipto.
En otras palabras, se busca la identidad propia, pero no se rechaza lo bueno que se ha aprendido.
En sus implicaciones finales, la idea es que la evolución es mejor alternativa que la revolución, algo que la Historia se ha cansado de demostrar.
Y para ello, Moisés es el paradigma por excelencia en el Judaísmo.
Digámoslo en un lenguaje moderno: nacido en familia de inmigrantes (aunque bien posicionados), educado en lo mejor del imperio, consciente de su origen y del deber de ser justo con las minorías, exiliado por sus convicciones, conocedor de la vida de campo, rudimentaria y marginal, místico que no por ser místico le dice que “sí” a todas las ideas de D-os, líder popular que no cede a la tentación del populismo y sabe en qué momentos oponerse a su propio pueblo, estadista que entiende que el objetivo no es conquistar al Imperio, sino buscar la propia ruta, legislador convencido de que el futuro de su gente sólo está garantizado en el marco de la legalidad, y finalmente visionario honesto que sabe retirarse para que su pueblo entre a la siguiente etapa en su evolución como sociedad.
No es un currículum cualquiera. La mayoría de los líderes políticos no tienen ni la mitad de estas características, y la regla general es que se ahogan en alguna de ellas.
Pareciera, a primera vista, que con todo esto el texto bíblico da el voto definitivo a favor del Linaje de David. ¿A qué me refiero con esto? Recordemos: hay conflicto originado en la rivalidad entre Leah y Rajel, que luego se extiende a Yosef y Yehudá (lo vimos en una nota anterior), que históricamente tiene que ver con la tensión entre los hebreos Hiksos y los hebreos asimilados a la cultura egipcia, y que finlamente se expresó en el conflicto entre el Reino de Samaria (las Diez Tribus del norte, gobernadas por reyes de la tribu de Efraim-Yosef-Rajel) y el Reino de Judá (las Dos Tribus del sur, gobernadas por reyes del linaje de David-Yehudá-Leah).
Pero no. Moisés no es un miembro de la tribu de Yehudá. Es de la tribu de Levi. Y tampoco es un miembro de la alta alcurnia de Levi, la Casta Sacerdotal cuyo inicio fue Aarón, el hermano de Moisés. No, él simplemente es un levita, preludio del grupo que luego habría de recibir la orden de dedicarse a la música y a la enseñanza, siempre al margen de los sacerdotes o Kohanim, y de los reyes del linaje de David.
Es decir: el lugar desde donde se construye una estructura social, política y cultural justa e incluyente no es el poder. No son los Hiksos –el poder revolucionario– ni el linaje de David –el poder institucional–; ni siquiera es Aarón –el poder religioso–. Es Moisés, el levita, el representante de la cultura y la educación.
El éxito de todo proyecto político, según la Torá vista a la luz de la Historia, depende de que el gobierno tenga un objetivo incluyente y plural, y que la base sea la eduación y la cultura.
No es sencillo. Hay que marcar una sana distancia con el Imperio, pero sin intentar reventarlo todo y, por decirlo de algún modo, “inventar otra vez la rueda”. Ni sumisión ni revoluciones violentas: educación, leyes, disciplina.
Así es Moisés, arquetipo del profeta insuperable para el Judaísmo. Una imagen que, más allá de cualquier discusión sobre si es histórica o mítica, lo importante es que es un reto para un mundo como el de hoy, profundamente dividido y agobiado por la desigualdad.
Y pensar que hay gente que dice que la Ley de Moisés está superada. No. La realidad es que nunca hemos sido capaces de ponerla en obra.
Ya deberíamos intentarlo.
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