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jueves 26 de diciembre de 2024

Escrituras de un sobreviviente

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MARIANA DIMOPOULOS

Hay muchas formas de tener suerte. Hace siglos se la imaginaba como una rueda, la rueda de la Fortuna, que se movía y arrastraba a los hombres a su antojo. ¿Será posible tenerla en la mayor desgracia que hayamos conocido en nuestra época? Eso es lo que asegura Primo Levi, químico, escritor, judío y sobreviviente. Y es así como empieza su libro más famoso, vendido, traducido y estudiado: “Tuve la suerte de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944”.

De los numerosos testimonios de los campos de concentración, los libros de Levi son ejemplares de una rareza y una belleza únicas. Han asumido una tarea ciclópea, ante todo el primero, Si esto es un hombre : la de hacer colar la razón en lo inconcebible, sin el aparato de la historia –¿cómo llegó el pueblo alemán a programar y llevar adelante el genocidio?–, sin coincidir con la cínica confesión de los perpetradores –¿cómo funcionaba, cuántos trenes, cuántos muertos?

Curiosamente, para este trabajo de gigantes hacía falta un hombre pequeño, atento, científico. Por su cualidad de químico, además de por la suerte, se salvará. Mientras los otros prisioneros siguen trabajando a la intemperie como él mismo los primeros meses, en la progresiva y rápida desnutrición, en el maltrato y la casi perfecta ausencia de descanso, él ha sido seleccionado para hacer su aporte esclavo en un laboratorio adosado al campo de concentración. Sustraerse así del frío polaco, multiplicar la posibilidad del tráfico de objetos, obtener una ración más de sopa, esas fueron las ventajas del laboratorio. Pero ninguna suerte, como en cualquier sobreviviente, equivale por completo a la justificación de estar vivo y poder contarlo. A Levi, hasta la enfermedad lo ha salvado: si no fuera por la escarlatina, por la que quedó abandonado entre los enfermos de tifus y disentería, sin nada que comer, con veinte grados bajo cero, en las peores condiciones sanitarias, hubiera debido cumplir la larga marcha con la que los nazis cerraron su compromiso con la muerte una vez vencidos en la guerra. Todos los que podían debieron caminar por la nieve hasta la extenuación. Él, condenado entre moribundos, se salvó.

Para insuflar algo de razón en el relato de lo inconcebible había que crear herramientas nuevas. Levi acudió a la ciencia y a la literatura clásica, es decir, a la descripción precisa y a las preguntas más elementales, y por ende más difíciles. ¿Es esto un hombre? ¿Quién hace el mal? ¿Cómo expresar la destrucción de una persona? El resultado fue una antropología negativa y no la remembranza de un calvario. El campo de concentración era una maquinaria para que un hombre deje de serlo y sin embargo siga por un tiempo en vida. En esa vida del sin embargo, del apenas, los hombres luchan por mantener y al mismo tiempo por deshacerse de su humanidad. Porque la ley del campo dice: primero estoy yo, luego yo, más tarde yo. No debemos recordar el afuera, la familia, la comida cotidiana, el amor. Hay que no ser hombres para serlo al menos unas horas más.

Esa misma naturaleza humana, desbaratada sistemáticamente en el campo de concentración, obtuvo en un segundo libro de Levi su contracara redentora.

Si esto es un hombre había sido escrito en 1946, imaginado ya en el campo como promesa de supervivencia. La tregua, publicada varios años más tarde, cuenta en clave de aventura y odisea el largo regreso a casa. Esto llevó a Levi y a otros sobrevivientes a un largo viaje por el interior de Rusia y sus llanuras, a estancias más o menos improvisadas en las duras condiciones de la guerra y posguerra, y a un primer nuevo contacto con la vida, lleno de riesgos reales y de gente extremadamente curiosa. Si hay algún poder reparador en la risa, la demostración está en sus páginas.

La otra pregunta del sobreviviente, una vez aceptado el arbitrario comportamiento de la Fortuna, apunta a los perpetradores. Sólo en un tercer libro, muy posterior y que completa la Trilogía de Auschwitz –que acaba de reimprimirse en castellano– Primo Levi se entregó a las disquisiciones propias de sus oyentes y de los que llegaron después, en torno a las motivaciones de los nazis, la atrocidad de su sistema, las posibilidades de la población a resistirse. De este trabajo se había creído sustraído, su tarea era la de la memoria. Pero tras décadas conferenciando ante alumnos de escuelas, una vez leídos los libros de otros sobrevivientes y las explicaciones de los historiadores, no hubo remedio.

Entonces Levi se enfrentó de lleno a la “impotencia del juicio”. Además de intentar no perderlo cada mañana, puesto que durante años cada mañana creyó oír el “A levantarse”, el “Wstawac” polaco que lo hacía volver al hambre y al trabajo esclavo en el campo, se vio obligado a revisar lo hecho por los encargados de juzgar. Cuando escribió Los hundidos y los salvados ya habían tenido lugar los juicios de Nuremberg y los de Frankfurt, el mediático juicio a Eichmann en Jerusalén, la caza de los jerarcas nazis. Pero el hombre colaborador, el Kapo del campo que castiga en nombre de un poder injusto, el hombre que ha caído en las escuadras especiales, a cargo de hacer entrar a los prisioneros a las cámaras de gas y luego sacar los cuerpos, el vecino civil del campo, el ingeniero de las fábricas esclavas, las enfermeras de los experimentos, ¿quién los juzgará más que sus pares? No bastaba con el “juicio” de los historiadores, que se contentan con comprender al describir.

Una de las más famosas resoluciones de esa impotencia había sido ofrecida unos años antes por Hannah Arendt en su libro sobre Eichmann, ese alto ejecutivo nazi que administraba los terribles transportes en tren a los campos de concentración. Arendt entendió que en el mal encarnado por Eichmann, quien se amparaba en haberse limitado a cumplir órdenes, ese mal que no veía más que problemas de orden administrativo, demostraba ser banal. En verdad, lo que había tenido lugar era un desplazamiento de la razón. También Levi lo sospechó, apenas entrado a Auschwitz: ¿qué era eso de tener que hacer la cama en segundos y al milímetro? ¿Qué era eso de estar de pie durante horas, a veces veinticuatro horas, más que una farsa? Es que la razón había sufrido un temible desplazamiento dentro de los hombres, de ahí que si no fuera por la presencia ubicua de la muerte, ese modo del mal resultase banal y ridículo.

La teoría política ya lo había detectado: una vez que la razón abandona la pregunta por el bien y el mal, y queda suspendido lo que nuestros antepasados llamaban el derecho natural, no hace falta ya pensar en nada, basta con cumplir órdenes aunque sean las del falso estado de derecho de una dictadura. La impotencia del juicio de Levi era también la de la razón, aunque su tarea había sido llevarla hasta ahí dentro, hasta el punto en que lo malo se confunde peligrosamente con lo absurdo.

Los testimonios sobre Auschwitz, que es el nombre genérico de los crímenes cometidos por el nazismo en su enorme mayoría contra los judíos, comprenden hoy toda una bibliografía; estudiarla es una tarea compleja, apasionante y perturbadora. Los libros de Jorge Semprún, las memorias de Marcel Reich-Ranicki, los diarios de Hélène Berr, la monumental película de Claude Lanzmann –sólo por nombrar algunos– proponen una y otra vez la imposibilidad y la necesidad de enfrentarse con el impedimento del juicio. Y con la aleatoria distribución de la suerte, que acaso también sea, en el universo concentracionario, otra forma de nombrar una falla del sistema de la muerte, que como todo lo hecho por los hombres no conoce la perfección.

*Mariana Dimópulos es escritora y traductora. Ha publicado las novelas Anís, Cada despedida y Pendiente.

Fuente:cciu.org.uy

 

 

 

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