JULIÁN SCHVINDLERMAN
París, 7 de enero. El mismo día y a la misma hora que, un año atrás, dos islamistas atacaron el semanario Charlie Hebdo y asesinaron a una docena de periodistas, Ali Sallah, un joven de unos veinte años de edad, oriundo de Marruecos, emigrado a Europa se abalanzó contra un grupo de policías blandiendo un enorme cuchillo de carnicero al grito árabe de “Alá es Grande”.
Tras ser abatido, encontraron entre sus pertenencias un falso cinturón explosivo, una reivindicación manuscrita en árabe en apoyo a Abu Bakr al-Bagdhadi y una bandera dibujada del Estado Islámico (ISIS). A pesar de los inequívocos signos del caso, para la ministra de Justicia de Francia, Christiane Taubira, no se trató de un atentado islamista, sino del acto de un desequilibrado. En la que bien podría haber sido una declaración cómicamente absurda del inspector Jacques Clouseau, aseguró: “Lo que deducimos a través de lo que conocemos de este individuo es que no hay ningún vínculo con la radicalización violenta”.
A lo largo del año pasado, un hombre de negocios fue decapitado en una fábrica química cerca de Lyon, un atentado islamista fue frustrado a bordo de un tren de alta velocidad entre Ámsterdam y París, y una serie coordinada de ataques a bares, restaurantes, un estadio de fútbol y una sala de conciertos dejó 130 muertos y cientos de heridos en la capital francesa. El lunes 11 del corriente, un adolescente musulmán atacó con un machete a un profesor judío en Marsella. Tras su arresto, el menor dijo que actuó en nombre de Alá e ISIS, puesto que: “Los musulmanes de Francia deshonran al islam y el ejército protege a los judíos”. ¿Podrá esto dar mayor contexto a las acciones del desequilibrado, Madame Taubira?
Filadelfia, 8 de enero. Un afroamericano barbudo vistiendo una dishdasha (túnica usada por musulmanes devotos) avanzó hacia un patrullero estacionado y disparó las trece balas del cargador de su pistola contra un oficial de la policía que, seriamente malherido y a pesar de haber sido tomado por sorpresa, logró defenderse y neutralizar al atacante. Luego trascendió que este se llama Edward Archer, tiene treinta años, es norteamericano y en 2011 realizó la peregrinación a La Meca y al año siguiente viajó a Egipto. Interrogado en custodia, se definió como un seguidor de Alá, expresó lealtad al ISIS y protestó que la Policía defendía leyes contrarias al islam. “Esa es la razón por la que lo hice”, admitió. Sin embargo, para el alcalde de Filadelfia, Jim Kenney, se trató apenas de un acto criminal enteramente desvinculado del yihadismo. Ante un micrófono, pronunció: “De ninguna manera, modo o forma alguien en esta sala cree que el islam o la enseñanza el islam tiene algo que ver con el ataque. Este fue un criminal con un arma de fuego robada que intentó matar a uno de nuestros oficiales. No tiene nada que ver con ser musulmán o seguir la fe musulmana”.
El demócrata Kenney debe haber leído el memo del Pentágono de noviembre del 2009, cuando Nidal Hasan, un psiquiatra musulmán del ejército estadounidense, hijo de inmigrantes palestinos, asesinó a treces colegas e hirió a otros treinta y dos en un ataque a tiros en la base militar de Fort Hood, Texas. Hasan asistía a la mezquita Dar al-Hijrah, en la que el imán yemení-estadounidense miembro de Al-Qaeda Anwar al-Awlaki era predicador y con quien intercambió varios mails años antes de que un drone americano lo liquidara en 2011 en Medio Oriente. En esa correspondencia, Hasan preguntó a al-Awlaki cuándo era permisible la yihad y si inocentes podían ser asesinados en un ataque suicida. “No puedo esperar a reunirme con usted en el más allá”, le escribió al reclutador de Al-Qaeda en otro mail. Para el Gobierno de Barack Obama, no obstante, lo que ocurrió en Texas ese año no fue un atentado islamista, sino un hecho de violencia laboral. Así fue oficialmente clasificado el incidente.
Colonia, 1.º de enero. Alrededor de mil hombres “de aspecto árabe y norafricano” conforme describirían luego víctimas y testigos, desplazándose en grupos, acosaron, manosearon, abusaron sexualmente —y en al menos dos ocasiones violaron— a centenares de mujeres en Colonia, Hamburgo, Fráncfort, Stuttgart y Berlín. Aparentemente, la mayor concentración de incidentes ocurrió en Colonia, donde la policía local reportaba sobre la Nochebuena: “Ambiente alegre. Las celebraciones discurrieron en su mayor parte pacíficas”. Ante las denuncias acumuladas (ya van más de quinientas), el Ministerio Regional del Interior ofreció enviar refuerzos, pero el jefe de la Policía de Colonia los rechazó y durante los siguientes días ocultó la procedencia de los agresores. El canal de televisión público ZDF puso una veda informática al respecto: por cuatro largos días no informó a la sociedad alemana sobre los graves acontecimientos para evitar, a su criterio, una estigmatización de la inmigración árabe-africana. Cuando la realidad ya no pudo ser más negada, la alcaldesa de Colonia, Henriette Reker, extravagantemente recomendó a las mujeres un código de conducta y mantenerse alejadas de los hombres. Alemania quedó consternada.
Desafortunadamente, no ha sido este el primer caso que involucra acoso sexual de hombres musulmanes contra mujeres occidentales en Europa que es silenciado por los zares de la corrección política. El año pasado estalló un escándalo en Suecia cuando se supo que la Policía había censurado un informe interno de acosos en masa perpetrados por inmigrantes de Medio Oriente durante un festival el verano boreal pasado. Análogamente, provocó gran conmoción en la sociedad británica un caso masivo de explotación sexual infantil en el que unas 1.400 chicas inglesas fueron abusadas, golpeadas y violadas durante más de dieciséis años por hombres de ascendencia paquistaní, entre 1997 y 2013. La Policía y los servicios sociales ignoraron tres reportes diferentes que ponían en evidencia los maltratos por temor a “dar oxígeno a las perspectivas racistas”, tal como consignó la investigación independiente sobre el caso.
Evidentemente, para las élites bienpensantes la preocupación central de nuestros días pasa por persuadir a la opinión pública de que la violencia islamista no tiene nada que ver con el islam. A estas alturas ya estamos acostumbrados a los pronunciamientos de rigor respecto de que las agresiones efectuadas por extremistas musulmanes de modo alguno deben ser relacionadas con su fe. Sin la menor duda, este es un debate legítimo. Lo que no parece válido es pretender anular el debate por completo al negar la identidad religiosa de los terroristas o los acosadores y sus actos aberrantes.
Fuente:infobae.com
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