¿Qué alternativas quedan cuando una sociedad colapsa? Aparentemente, no muchas. Pero lo más interesante de todo es que la Torá nos dice que, entre otras cosas, hay que instituir cursos de Historia.
IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – En la Parashá (sección de la Torá) correspondiente a esta semana, se nos cuenta el desenlace de la formidable confrontación entre Moisés y Faraón: el tirano egipcio se ha rehusado una y otra vez a dejar en libertad al pueblo de Israel, y –plaga tras plaga– se ha ido debilitando. Sin embargo, su necedad se mantiene hasta el fin y sólo se dobla cuando es golpeado donde más puede doler: la muerte de los primogénitos.
Se han ofrecido muchas explicaciones para el tema de las plagas, y acaso la más recurrente es que todos los desórdenes naturales que se dieron pudieron ser consecuencia de la explosión volcánica de Santorini, un cataclismo natural que sacudió el oriente del Mar Mediterráneo hacia mediados del siglo XVI AEC, cuyo impacto más violento fue la destrucción de la cultura Minoica (Creta).
Más allá de estas consideraciones de tipo técnico, lo que no debe pasarnos por alto es esto: el relato de las plagas habla, antes que nada, del colapso de una sociedad. Los temas son los mismos que nos preocupan hoy en día, aunque expresados en el modo en que los podían expresar gente de la antigüedad: contaminación, crisis agrícola, crisis energética, crisis sanitaria. Al final, jóvenes muriendo en todo el país.
Hay un extraño documento egipcio conocido como Papiro Ipuwer, y nos dibuja una situación que en ciertos rasgos se asemeja bastante al relato de las plagas. Algunos especialistas consideran que existe un vínculo entre dicho papiro y el texto bíblico. Es decir, que se trata de la perspectiva egipcia de ese momento crítico en la época faraónica.
El papiro fue elaborado hacia el siglo XII AEC, y se refiere a hechos pretéritos. Es decir, los acontecimientos son parte de una memoria histórica. Por ello, no se ha podido establecer la fecha de los eventos allí narrados. En parte, se debe a que el papiro no se recuperó completo y faltan detalles que pudieran resolver nuestras dudas.
Pero hay un punto en el que el papiro es sobresaliente: si bien nos presenta todas esas calamidades naturales como consecuencia de la ira de los dioses (algo muy lógico para la época y lugar), también nos dice que todo eso conlleva una crisis social, y textualmente expresa la queja de que “los siervos han tomado el poder”.
La Torá también es explícita en estos detalles, aunque desde una perspectiva completamente diferente. Por ejemplo, nos describe una sociedad opresiva en la que un grupo desfavorecido está siendo sistemáticamente explotado.
No sólo eso: además se impone un control en la natalidad (hoy le llamaríamos “esterilizaciones forzadas”) cuando se ordena matar a todos los varones recién nacidos, y se describe una absoluta insensibilidad por parte de la casta gobernante ante los agobios del pueblo: Moisés se presenta ante Faraón a exponer sus demandas, y la respuesta es duplicar el trabajo de los obreros, bajo el simpático argumento de que “están ociosos”.
Se trata, pues, de una sociedad obsesionada con la productividad, donde el ser humano es tratado como una mera parte del engranaje de una mega-maquinaria que debe producir, producir y producir. Producir sólo por producir.
¿Cuál es la exigencia de Moisés? Inicialmente, algo tan sencillo en apariencia como “deja salir a mi pueblo tres días para que vaya a rendir adoración en el desierto”. Parece banal: un fin de semana para irse de retiro espiritual.
Pero en la sociedad mercantilista y consumista obsesionada con la productividad, es toda una transgresión: la posibilidad de desconectarse de ese sistema y ponerle otra vez atención al espíritu, a lo inmaterial, a lo que no se puede medir en términos de eficiencia, eficacia y efectividad.
Por supuesto, Faraón dice que no. Y ese es el preludio a la catástrofe de los egipcios.
Visto de manera más abstracta, dejando un poco de lado el estilo narrativo propio de un texto antiguo, lo que tenemos es esto: cuando un sistema de gobierno sólo tiene un compromiso con la productividad y el consumo, por definición se trata de un sistema que no pone atención en los gobernados, sino única y exclusivamente en los gobernantes. Lo primero que sucede, como ya señalamos, es que se incrementan las presiones para la clase trabajadora, lo que se traduce forzosamente en privilegios para la clase gobernante.
Lo único que puede suceder en esas circunstancia son plagas, y la primera está directamente relacionada con la contaminación ambiental (el Nilo convertido en sangre), porque una sociedad productiva y consumista es, por definición, una sociedad contaminante.
Los ejemplos a lo largo de la Historia, desde el Nilo convertido en sangre hasta los niveles casi mortales de contaminación que actualmente sufren algunas ciudades en China, son vastísimos. Por ejemplo, aquí en América, en la época prehispánica, teotihuacanos y mayas arrasaron con sus ecosistemas. Los teotihuacanos lograron construir una de las urbes más impresionantes a nivel universal: Teotihuacán. Su extensión era enorme para la época, y se calcula que vivían allí alrededor de cien mil personas. Mucho más que en cualquier ciudad europea de mil años después. Pero los teotihuacanos tuvieron la pésima idea de recubrir con estuco toda la urbe. Le daba un aspecto formidable, sin duda. Una decoración única en el mundo. Un logro artístico fuera de serie. Lamentablemente, la fabricación de estuco requiere de una gran cantidad de leña. El cálculo es atroz: para recubrir de estuco toda Teotihuacán, los niveles de deforestación fueron apocalípticos. Los cambios en el funcionamiento de los ecosistemas, devastadores. Del mayor esplendor posible, Teotihuacán pasó a ser una ruina absoluta. Los sobrevivientes tuvieron que migrar. Siglos después, cuando los aztecas conocieron la ciudad, sólo vieron un lugar fantasmal cuya magnificencia no comprendían y por eso le llamaron “la ciudad donde los hombres se convierten en dioses”.
Así son las sociedades productivas: contaminadoras por definición.
Una vez que se ha roto este equilibrio, lo demás se viene en cascada: la plaga de ranas (la alteración en los ciclos ecológicos traducida en plagas), la plaga de piojos (la afectación de la salud pública como consecuencia de dicho desequilibrio), la plaga de moscas (la crisis de higiene sistematizada), la plaga en el ganado (la afectación de la producción de los insumos básicos), la plaga de úlceras (la intensificación en los índices de enfermedades graves que obligan al gobierno a un gasto sin precedentes en cuestiones de seguridad social), la plaga de granizo (la alteración del clima), la plaga de langostas (el colapso de la producción agrícola), la plaga de tinieblas (la crisis en los sistemas de energía pública) y la muerte de los primogénitos (los índices de violencia sin control que se cobran en los jóvenes a sus principales víctimas).
Es un retrato perfecto de una sociedad decadente.
Moisés sabe que el futuro de Israel no tiene cabida allí. Que hay que huir al desierto y empezar de nuevo. Sin embargo, también entiende que la ruptura no puede ni debe ser total. Por eso establece un sistema legal y una casta sacerdotal, porque no se trata de renunciar a todo. Se debe preservar lo útil, y lo útil es la estructura normativa.
Pero hay algo todavía más importante, y sabemos que es más importante porque se menciona antes de cualquier anticipo de estructura normativa. Lo encontramos en Éxodo 13:3-8. Allí se dan las primeras instrucciones para Pésaj (los siete días de comer panes sin levadura), y la última instrucción es “Y lo contarás en aquel día a tu hijo…”.
Un rito y una clase obligada de Historia.
¿Por qué el rito? Porque la siguiente generación de israelitas no iba a saber lo que era vivir bajo el yugo egipcio. Nacerían libres y creerían que la libertad siempre existió.
Lo vemos siempre, y parece que es necesario que uno tenga más de cuarenta años de edad para empezar a percibir lo distinto que ve el mundo un adolescente.
Por ejemplo, yo nací en 1970. Crecí en una época en la que era más divertido jugar en la calle con una pelota que en la casa con juegos de video. Y es que los juegos de video estaban en la absoluta prehistoria. Eran tiempos en los que las computadoras eran parte de la ciencia ficción, y nuestra imagen de una computadora súper poderosa era la de aparatos que llenaban paredes enteras, como en la Baticueva o en el centro de operaciones de El Santo. Fueron los tiempos en los que si uno quería comer una hamburguesa tenía que ir al Burger Boy o al Tom Boy, porque ni siquiera existían puestos callejeros de hamburguesas al carbón. Y los mejores equipos en la Primera División del fútbol mexicano eran Guadalajara, Cruz Azul y América. También crecí con el miedo de la Guerra Fría y estuve en pleno uso de mi razón en el terremoto de 1985.
Mis alumnos de Talmud Torá (niñas de 11-12 años, niños de 12-13) no saben nada de eso. Nacieron con la tablet en las manos y no sabrían qué hacer sin su teléfono celular. Los he visto jugar fútbol: la mayoría son torpérrimos. Mis amigos y yo los hubiéramos goleado sin misericordia. Ninguno de ellos entendería para qué tendría que llenar una computadora toda la pared, porque saben que la potencia no tiene nada que ver con el tamaño. Al contrario: están acostumbrados a que la tendencia es a la nanotecnología (término que a los 25 años me resultaba completamente desconocido). Pueden conseguir hamburguesas en cualquier lugar que quieran (la mayoría, mil veces mejores que las de Burger Boy o Tom Boy, marcas que ni siquiera conocen). Y si van a hablar de fútbol, discutirán sobre el Barcelona o el Real Madrid. ¿La Guerra Fría y el terremoto de 1985? Temas aburridos en sus libros de Historia, tan lejanos y ajenos para ellos como para mí lo podía ser la I Guerra Mundial.
La facilidad con la que una persona se puede desconectar de la Historia es pasmosa, porque uno apenas si le concede importancia a lo que pudo presenciar. Demostrarlo es fácil: cuando yo tenía diez años de edad, por allá de 1980, si veía un auto modelo 1965 pensaba que era un absoluto vejestorio, una carcacha, una pieza de museo. Curiosamente, ahora en 2016 no pienso en lo mismo si veo un auto modelo 2001, pese a que la distancia en tiempo es la misma. Pero es que el auto modelo 1965 no es parte de mi vida. Existió antes de que yo naciera. Por lo tanto, para mí es anacrónico. En cambio, cualquier auto de los años 80’s (carambas, ya están a 30 años de distancia…) es parte de lo que viví. Por lo tanto, no me parecen “tan viejos”. Hace poco tuve que manejar un Shadow 1988. Es como si en 1988, cuando llegué a la edad para tener licencia, hubiera tenido que manejar un Chrysler 1960. Matemáticamente hablando, es lo mismo. En mi cabeza, por supuesto que no lo es.
Por eso la importancia del ritual de los siete días de panes sin levadura. El objetivo es permitir que las nuevas generaciones VIVAN Y EXPERIMENTEN lo que no pueden vivir y experimentar si sólo les dan un libro de Historia. Al vivir y experimentar, se hacen parte del episodio. Esa es la base y sentido de la sentencia rabínica: todo Israel debe comportarse como si hubiese estado presente en el Éxodo.
Se trata de una genialidad: una instrucción tan simple como ordenar que durante siete días tenemos que comer el pan más soso e insípido que existe, y luego dejar que nuestras abuelas y mamás resuelvan lo demás: ya que el pan ázimo es de lo más aburrido, habrá que inventar todo un ritual culinario para que el asunto del Pésaj no resulte tan simplón. Y así, año con año, la familia gira alrededor de una noche hermosa por todo lo que significa: la Historia, los preparativos, el pan sin sabor ni chiste, las Matze Bolles como alternativa, la posibilidad de reunir a la familia, los niños que ven a sus primos tal vez por única vez en todo el año, los adultos que por primera vez entienden su papel como transmisores de la identidad judía, y la abuela que confirma su rol como jefa y epicentro de la familia.
De ese modo, Pesaj sigue siendo una vivencia para cada judío. No es un dato más en un libro de Historia. Es la oportunidad para que nosotros seamos parte de la Historia.
Cuentan que alguna vez Ben Gurión tuvo que soportar a un funcionario estadounidense un tanto descortés y burlón. Y lo aniquiló con una pregunta: “¿Cuántos niños de su país podrían decirme con exactitud qué fue lo que los peregrinos del Mayflower comieron durante los varios meses que duró su travesía en el mar?” El americano tuvo que admitir que ninguno. Que, de hecho, nadie sabría la respuesta a semejante pregunta. Y Ben Gurión contestó orgulloso: “En cambio, cualquier niño judío le puede contar qué fue lo que comimos durante los 40 años que pasamos en el desierto”.
Es cierto. Lo fácil sería decir que “nosotros tenemos Historia”. Pero la realidad es que todos la tienen. La diferencia es que nosotros, los judíos, la vivimos y revivimos todo el tiempo, porque fue la primera orden precisa que nos dieron cuando estábamos a punto de convertirnos en una nación libre: “le contarás a tus hijos…”.
De nada sirve entender que hay que reiniciarlo todo cuando la sociedad ha colapsado. Si no le contamos a nuestros hijos de ese colapso y de cómo nos reconstruimos, estamos condenados a repetir, una y otra vez, los fracasos y los éxodos.
Así se la vive el mundo entero, dando tumbos todo el tiempo, levantándose para volver a caer.
Mientras, gracias a ese extraño ritual judío que gira alrededor de una cena y una repetición insistente de ciertos hechos del pasado, aderezado con la extraña orden de comer el pan más aburrido del mundo durante siete días, es que Israel ha logrado lo que ninguna otra nación: sobreponerse a cualquier cantidad de calamidades, reconstruirse como nación, mantener sus valores milenarios.
Somo el único pueblo del mundo que está en la misma tierra que hace 3 mil años, practicando la misma religión que hace 3 mil años, en el mismo idioma que hace 3 mil años.
Y el secreto está allí: “le contarás a tus hijos…”.
Clases de Historia. Interactivas, por supuesto, alrededor de la mesa donde la abuela nos obliga a comer y comer.
Si no fuera por esas cuatro copas de vino, seguro tendríamos severos problemas digestivos.
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