Algunos apuntes sobre el singular folclor de los dos grupos judeo-europeos más importantes.
IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Dicen por ahí que Ashkenazim y Sefaradim son como la carne y la leche, en referencia a las reglas dietéticas tradicionales de la religión judía (Kashrut), que prohíben la mezcla de carnes y lácteos a la hora de comer (o, incluso, a la hora de guardar en el refrigerador).
Por supuesto, se trata de una exageración, porque un judío es un judío, sin importar su antecedente cultural directo. Pero también tiene algo de razón: la identidad –y, por lo tanto, el folclor– de cada grupo se fraguó en situaciones muy diferentes. En consecuencia, el resultado también fue completamente distinto. Hay detalles en los que Ashkenazim y Sefaradim parecen venir de planetas completamente diferentes.
¿Qué fue lo que determinó la diferencia? Algo relativamente sencillo de explicar: el Judaísmo Sefaradí desarrolló un arraigo territorial que no tuvo equivalencia alguna en el Judaísmo Ashekenazí.
Según fuentes no confirmadas, los primeros judíos se habrían establecido en la actual España desde tiempos del rey Salomón (hacia el 900 AEC). Lo que sí se puede asegurar es que hacia la época helénica (alrededor del 300 AEC) ya existían colonias judías en ese territorio identificado como Sefarad, y para las épocas del Imperio Romano ya se consideraban importantes centros culturales. En ese tiempo no existía algo definible como una Judaísmo Ashkenazí o alemán (recuérdese que Ashkenaz es el nombre hebreo para Germania). El verdadero contraste lo marcaba la comunidad judía de Alejandría, en Egipto, profundamente helenizada y –por lo tanto– distinta a la mayoría del resto de los judíos que vivían desde España y Marruecos hasta la India.
Hay sospechas de que esas diferencias fueron el antecedente de la eventual distinción entre Ashkenazim y Sefaradim: tras el colapso de la judería de Alejandría, provocado por la intolerancia del cada vez más numeroso cristianismo local, sus integrantes se habrían trasladado primero hacia Roma, y de allí hacia la zona de Alsacia, ese punto intermedio entre las antiguas Galia y Germania. Entre los siglos III y X, un grupo originalmente integrado por 350 varones y sus respectivas mujeres habría generado una comunidad bastante bien integrada y definida, que adoptó alguno de los dialectos germánicos antiguos como su forma de hablar. Para esas mismas épocas, los judíos establecidos en España se habían aclimatado al uso del lenguaje latino que estaba consolidándose como español.
Los siguientes cinco siglos fueron muy diferentes para cada grupo. La inestabilidad política en el norte, intensificada por la intolerancia religiosa, provocó que los judíos alsacianos tuvieran que migrar cada vez más hacia el este. Nómadas por necesidad, hasta el siglo XVIII no lograron establecer un vínculo definitivo con ningún lugar. Apenas se aclimataban a uno, y ya eran expulsados hacia otro. El único territorio abstracto que lograron conservar fue su lengua: obsesivos y compulsivos como cualquier judío, se obstinaron en seguir hablando ese antiguo dialecto alemán que, ya para el siglo XVI, era un modo de hablar exclusivo de ellos. Por lo tanto, se le denominó “judío”. En germánico, Yiddish.
En España la situación fue distinta. Todavía entre los siglos X y XIII, mientras los judíos de Ashkenaz migraban y migraban, los de Sefarad vivieron un momento de esplendor cultural que les generó un arraigo indestructible a su territorio. Prosperaron, naturalmente, y se volvieron un componente indispensable en ese país cristiano-musulmán, debido a que eran el punto intermedio y de contacto entre las dos grandes culturas dominantes del mundo.
La desgracia también los alcanzó en 1492, cuando –tras un siglo de deterioro de sus condiciones de vida– fueron obligados a abandonar España, víctimas otra vez de la intolerancia cristiana. Sin embargo, no iniciaron una peregrinación como las que eran rutina para los judíos de habla Yiddish. En cambio, intentaron reconstruir “pequeñas Españas” en los diferentes puntos que alcanzaron con su dispersión. Es decir, sitios donde establecerse de manera fija. No estaban dispuestos a vivir en la itinerancia.
Así fue como surgieron las diferentes comunidades Sefarditas (es decir, Españolas) en diferentes lugares: el grupo que se trasladó primero a Portugal, luego se reubicó en Amsterdam; otro grupo se quedó establecido en Marruecos; comunidades no tan amplias se distribuyeron en Argelia, Libia y Túnez; un contingente mayor se estacionó en Egipto y en la ancestral Israel, principalmente en Sfat (Safed); un bloque bastante más nutrido encontró en Alepo, Siria, su nuevo hogar; pero el bloque mayor llegó hasta Turquía, justo en el momento en que empezaba el esplendor Otomano, y allí fue donde se refundó el Judaísmo Sefaradita más característico e importante en cuanto a tamaño. Algunos siguieron la migración y llegaron hasta Grecia, los Balcanes, y la antigua República de Venezia, donde cerraron la pinza recuperando los vínculos comerciales con sus parientes de Amsterdam.
Fue una migración enorme, épica, pero que concluyó en un lapso relativamente breve. Con ello me refiero a que una vez establecidas allí esas comunidades judías, allí se quedaron hasta la descomposición del Imperio Otomano en el siglo XX.
Mientras, los judíos de habla Yiddish seguían de aquí para allá. Acaso el único aspecto en el que algunos judíos españoles se comportaron exactamente igual que los del norte de Europa, fue en la obstinación por conservar su forma de hablar. Los que se establecieron en Amsterdam se adaptaron al uso del portugués; los de Libia, Túnez, Egipto y Alepo, en cambio, se acostumbraron al árabe. Pero los de Marruecos no: generaron un nuevo lenguaje a partir de la fusión de su español original con el árabe local, y de ese modo surgió la Jaquetilla. Por su parte, los turcos, griegos y balcánicos protagonizaron el fenómeno más interesante: siguieron hablando en el Español del siglo XV. El idioma “latino”, según se le llamó en Turquía. Ladino, en la pronunciación de la época, si bien su nombre correcto es Judesmo (que, al final de cuentas, significa lo mismo que Yiddish, sólo que en… Judesmo).
Sefarditas y Ashekenazíes no tenían la misma idiosincracia. Los descendientes de los expulsados de España se aferraron al rango aristocrático que habían alcanzado en ese lejano país al que seguían viendo como su patria perdida. En contraste, los Yiddish del norte no le tenían demasiado aprecio a ningún territorio, y tampoco tenían mucho que perder o ganar con sus migraciones. Su único patrimonio estaba en el territorio abstracto de la lectura.
Esa diferencia la podemos ver perfectamente reflejada en las canciones de cada grupo. Las canciones en Yiddish reflejan la crudeza de la marginación social y el constante exilio, contrastadas por una belleza espiritual e íntima incomparable, llena de una ternura increíble.
En cambio, las romanzas sefaradíes son un eco de la antigua España. No hablan casi de lo que le sucede a una comunidad más o menos bien asentada, fija, próspera. En cambio, son un tesoro arqueológico: aunque compiladas apenas a partir del siglo XIX, se remontan a la época medieval en la que todos vivían todavía en la Sefarad perdida, y en muchas ocasiones cuentan historias populares de esa Sefarad, historias que a veces ni siquiera son judías.
Comparemos algunos casos.
Por ejemplo, esa atmósfera de gente que es materialmente pobre, pero espiritualmente riquísima, la podemos encontrar en la canción en Yiddish llamada Oyfn Pripetchik. La escena es conmovedora a más no poder: una casa pobre, un invierno crudo, pero el maestro está con los niños y amorosamente les enseña las letras del Alef Bet, preparándolos para el único tesoro que tienen como judíos: sus libros.
“En la estufa arde un pequeño fuego
Y el interior (de la casa) es cálido
Mientras el maestro enseña a los niños pequeños
El Alef Bet
Vean, niños, y recuerden, queridos
Lo que aprenden aquí
Repitan y otra vez repitan:
Alef con kometz se pronuncia O”
Veamos ahora una de las canciones sefaradíes más típicas: no retrata absolutamente nada de la vida judía. Simplemente, habla de amor. Y eso, de un amor bastante erótico, muy lejos del recato del que hubieran hablado sus contrapartes Yiddish:
“En la mar hay una torre
Y en la torre una ventana
Y en la ventana hay una niña
Ke a los marineros llama
Si la mar fuera de leche
Los barquitos de kanela
Yo me mancharía entera
Por salvar la mi bandera
Si la mar fuera de leche
Yo me haría un peshkador
Peshkaría los mis males
Kon palabrikas damor
Avre tu mano palomba
Para subir a tu nido
Maldicha que durme sola
Yo vengo a durmir kontigo”
El Yiddish también le canta al amor, aunque lo hace de un modo muy peculiar. Dicen los especialistas que se trata de la forma de tocar la música (principalmente, con el violín y el clarinete): la letra canta, pero una parte del instrumento debe llorar. Esa es la magia del Klezmer (música tradicional ashkenazí): reír un poco mientras se toca lo más trágico, llorar al mismo tiempo que se toca lo más alegre. En esa atmósfera, la canción Sehin vi di levone nos dice lo siguiente:
“Hermosa como la luna
Brillante como las estrellas
Un regalo del cielo
Que me han mandado, eres tú
Mi gozo he ganado
Desde que te encontré
Brillas como mil soles
Haz hecho feliz a mi corazón
Tus hermosos dientes como perlas
Tus hermosos ojos
Tu encantador vestido
Tu cabello
Me conquistaron”
Y los Sefarditas también le cantan al exilio, pero más porque se extraña la España perdida que porque tengan que vagar de un lugar a otro:
“Durme, durme, mi angeliko
Ishiko chiko de tu nación
Criatura de Sión
No conoces la dolor
Por ke nombre
Me demandas por ke no kanto yo
Akortaron las mis alas
Y mi voz amudició
¡Ah! Mundo de dolor”
La dicotomía mencionada en la música Yiddish se puede ver perfectamente en la letra de la canción Lo mir ale zingen. La música es festiva, incluso frenética, e invita al baile; la letra, estrujante:
“Vamos todos a cantar, vamos todos a cantar
Una pequeña tonada, una pequeña tonada
El pan es pan
La carne y el pescado y todas las exquisiteces
Dime, papá: ¿Qué es lejem?
Para la gente rica lejem es un rollo fresco
Pero para nosotros los pobres
¡Oy! Gente pobre
Lejem es una corteza rojiblanca
¡Ay!
Dime, papá: ¿Qué es bosor?
Para la gente rica bosor es un pato rostizado
Pero para nosotros los pobres
¡Oy! Gente pobre
Bosor es una rebanada de tripa
¡Ay!”
En el otro exrtremo, la obsesión sefardita es cantarle a la Reina Isabel la Católica:
“Tu madre kuando te parió
Y te kitó al mundo
Corazón ella no te dio
Para amar segundo
Babusckate otro amor
Ajarba otras puertas
Aspera otro ardor
Ke para mi sos muerta
Adio, adio kerida
No kero la vida
Me la amargatesh tú”
A partir del siglo XVI, las diferencias de contexto político y social vividas por Ashkenazim y Sefaradim continuaron siendo muy distintas. Los Sefarditas salieron de un reino relativamente estable –el español– para instalarse en otro igualmente estable –el otomano–. En cambio, los Ashkenazíes sufrieron todos los cambios políticos y económicos que azotaron la siempre inestable Europa del Norte, especialmente en las zonas donde lograron establecerse principalmente: Polonia, Rusia y Ukrania.
El contorno más tranquilo y cómodo de los Sefarditas permitió que las tensiones entre el liberalismo y el tradicionalismo siempre convivieran dentro de las mismas comunidades. En cambio, en el norte de Europa esas mismas tensiones provocaron que las expresiones más radicales al interior del Judaísmo optaran por seguir rutas completamente separadas, y así se marcó la diferencia abismal entre el Judaísmo Reformista y el Judaísmo Jasídico.
Pero de eso hablaremos en una futura nota.
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