A muchos les sorprende que haya judíos anti-judíos, anti-Israel, anti-sionistas e incluso anti-semitas. ¿De dónde surgen? Nuevamente y por sorprendente que parezca, la Torá nos ofrece una explicación del origen de este fenómeno que parece muy contemporáneo y hasta posmoderno, cuando en realidad es de lo más viejo. Casi hasta podríamos decir que es parte de nuestro folclor.
IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – La Parashá (sección de la Torá) de esta semana nos cuenta el portentoso episodio del Mar Rojo, uno de los milagros más destacados en la narrativa bíblica.
Pero esta Parashá no se queda en lo feliz de este evento. Su continuación es tan desconcertante como oscura: apenas termina el relato del cruce del Mar Rojo y las canciones y bailes de Miriam y las demás mujeres, se nos cuenta el episodio de las aguas de Mará. Los israelitas llevan tres días sin encontrar agua y empiezan a murmurar, porque llegaron a Mará y no pudieron beber de sus aguas porque eran “amargas”. D-os les concede otro milagro: Moisés echa un árbol en las aguas amargas y estas se vuelven potables. El final del episodio parece emular al del Mar Rojo, ya que es feliz. Moisés le dice al pueblo: “Si oyeres atentamente la voz del Señor tu D-os, e hicieres lo recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los egipcios te enviaré a ti; porque yo soy el Señor tu sanador” (Éxodo 15:26). Y luego llegan a Elim, un oasis donde hay agua abundante.
Es interesante. Se trata de dos pruebas que debe enfrentar Israel, ambas relacionadas con el agua. En la primera, el problema es que una masa de agua enorme –el Mar Rojo– no les permite pasar y los egipcios están a punto de darles alcance. En la segunda, el problema es que no tienen agua para beber. En la primera los israelitas asumen un rol completamente pasivo; simplemente son testigos del milagro, huyen y son felices. En la segunda, su entereza está puesta a prueba y su reacción es irregular. Es decir: paradójicamente, la segunda prueba era menos compleja que la primera, y fue en la que estuvieron a punto de fracasar.
O más bien, en la que comenzaron un primer fracaso en su nueva vida post-esclavitud.
El capítulo 16 de Éxodo nos cuenta el origen del maná. Todo empieza con un nuevo reclamo israelita por las precarias condiciones en las que viven. Hasta allí, tiene lógica: es un pueblo que ha vivido sometido a servidumbre durante varios siglos y generaciones, que repentinamente no sabe qué hacer con su nueva libertad. Peor aún: la libertad es precaria. Como esclavos no se preocupaban de que el sistema político y económico funcionara, porque eso era responsabilidad de los egipcios. Pero ahora tienen que –frase mexicanísima– rascarse con sus propias uñas.
Es lógico que estén desconcertados, nerviosos y estresados. Pero lo que no tiene lógica es lo que dicen: “Ojalá hubiéramos muerto por mano del Señor en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de carne, cuando momíamos pan hasta saciarnos; pues nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud” (Éxodo 16:3).
D-os responde con otro milagro: el maná, un pan caído del cielo.
¿Cuál es la reacción del pueblo? Quejarse otra vez: “Y altercó el pueblo con Moisés y dijeron: Danos agua para que bebamos. Y Moisés les dijo: ¿Por qué altercáis conmigo? ¿Por qué tentáis al Señor? Así que el pueblo tuvo allí sed, y murmuró contra Moisés y dijo: ¿Por qué nos hiciste subir de Egipto mara matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? Entonces clamó Moisés al Señor diciendo: ¿Qué haré con todo este pueblo? De aquí a un poco me apedrearán” (Éxodo 17:2-3).
Y D-os contesta con otro milagro: agua de la roca.
Moraleja: hay judíos que, simplemente, no entienden. Pudieron ser testigos del milagro de la salidad de Egipto, pudieron ser testigos del milagro de las aguas de Mará, pudieron ser testigos del milagro del Maná, pudieron ser testigos del milagro del agua que salió de la roca. Y de todos modos se quejan (porque más adelante se volverán a quejar, y varias veces).
El colmo es esa expresión en Mará: “¿Por qué nos sacaste de Egipto?” Ahora resulta que la vida en servidumbre era maravillosa: ollas llenas de carne y pan hasta saciarse. Ya olvidaron que allí vivían oprimidos y en las condiciones más precarias posibles, donde ni siquieran eran dueos de su propia vida.
La sabiduría rabínica lo define de un modo maravilloso: Israel salió de Egipto, pero Egipto no salió de Israel.
O dicho de otra manera: hay judíos que se quedan atorados en el pasado, que viven y comparten junto con los demás judíos cada proceso de transformación histórica, pero son incapaces de asimilarlo y, en consecuencia, su psicología entra en crisis. Generalmente, la única solución que ellos mismos encuentran a su problema es plantearse la posibilidad de regresar. Claro, con la simpática situación de que no se dan cuenta de que es “su problema”, sino que creen que es un problema de todos los judíos y que, por lo tanto, todos deberían “regresar”.
¿A dónde? A Egipto, a la condición de esclavitud. En su imaginación, allí es donde están las ollas de carne y pueden comer hasta saciarse. O, por lo menos, donde hubiera sido mejor morir.
Lo seguimos viendo todos los días. Me precio de decir que el porcentaje de judíos en esta condición se ha reducido notablemente desde entonces hasta el día de hoy, pero todavía quedan bastantes. Y son muy ruidosos.
En la actualidad son aquellos que, por diferentes motivaciones, se declaran abiertamente en contra del Estado de Israel.
La refundación de Israel fue el último gran cambio vivido por el pueblo judío. De ser un grupo apátrida y sin un lugar propio, pasó a convertirse en una nación “normal”. De hecho, fue un proceso bastante similar en su esencia a lo que representa el Éxodo.
Sin embargo, desde 1948 fue claro que no todos los judíos estaban dispuestos a apostar por el proyecto sionista. Y la oposición llegó desde dos frentes: el religioso y la izquierda.
La lógica religoiosa es la más sencilla de entender: dado que “no ha llegado el Mesías, no se debe constituir todavía un Estado judío”. Había un miedo natural: acaba de sufrirse la peor desgracia en la historia milenaria del pueblo judío (el Holocausto), y la preocupación era que “sin la ayuda de D-os” un proyecto como el sionista sólo iba a pavimentar el camino hacia otro Holocausto. Y el pueblo judío no estaba como para sufrir otra tragedia semejante.
Pero este extraño cálculo religioso falló. Israel no sólo se consolidó como país, sino que además garantizó su sobrevivencia derrotando contundentemente a todos sus enemigos y convirtiéndose en un centro de desarrollo tecnológico único en el mundo. En consecuencia, poco a poco, muchos grupos religiosos se han ido asimilando a esta realidad inobjetable y han diluido su antiguo fervor anti-sionista. Sólo quedan unos pocos extremistas, como los de Neturei Karta o los seguidores del Rebbe Teitelbaum.
En los grupos de izquierda es un poco más difícil explicar qué acontecía en sus cabecitas, porque hay una mayor variedad de opiniones.
Acaso, el grupo más representativo de esta tendencia es el bundismo (del alemán o yiddish BUND, que en español es “federación” o “unión”), acaso el más interesante movimiento judío de intensa militancia socialista.
El bundismo se opuso fervientemente al sionismo por considerar que un proyecto nacionalista era un retroceso ideológico e incluso histórico. En su visión socialista y marxista, el bundismo siempre fue partidario del internacionalismo. Si a eso se agrega que Israel, aunque refundado por gente de abierta militancia izquierdista, se fue decantando por una economía más similar a la del occidente capitalista, es obvio suponer que el bundismo sólo incrementó su rechazo al nuevo Estado Judío.
El bundismo en particular, y los socialistas judíos en general, han sido víctimas de las taras ideológicas que han agobiado a los grupos de izquierda en las últimas décadas, en las que todo se ha reducido a un mero problema de militancia sin ningún interés por la realidad concreta de ninguna situación en ningún lugar del mundo.
En el caso de Israel, la base ideológica del anti-sionismo son los clichés institucionalizados por la propaganda árabe de los años 50’s, 60’s y 70’s, y retomada por los grupos pro-palestinos después. Según estas consignas carentes de objetividad, de sustento histórico y, generalmente, desconectadas de la realidad, Israel es un “proyecto colonialista estadounidense” (debe ser el proyecto más torpe de toda la Historia, si tomamos en cuenta la cantidad de territorio “colonizado”), es culpable de una “ocupación ilegal del territorio palestino” (pese a que nunca en la Historia existió un “territorio palestino” como tal), y se trata de una “potencia ocupante que practica un apartheid” contra la población árabe (pese a que los árabes israelíes son los árabes con más derechos, ventajas y comodidades en todo el Medio Oriente, y a que los palestinos se jactan de sus políticas anti-judías sin que nadie les diga nada).
Muchos exponentes de este tipo de ideas (judíos como Chomsky o la mayoría de los periodistas que escriben en Haaretz) han llegado al exceso de proponer el desmantelamiento del Estado Judío. A ese nivel. Sorprendentemente, no se diferencian de los fanáticos irracionales de Neturei Karta que abogan porque el gobierno de Israel quede en manos de los palestinos.
¿Qué sucede con ellos?
Nada nuevo. Sólo son la versión moderna de esos judíos que la Torá menciona en la Parashá Beshalaj, esos que vieron los milagros de D-os y de todos modos se quejaron, llegando al grado de decir “mejor nos hubiéramos quedado en Egipto…”.
Así son estos izquierdistas o ultra-ortodoxos anti-sionistas. Su alma se quedó atorada en el exilio, en la marginación.
Son gente con miedo. Mucho miedo. Les aterra la posibilidad de salir al mundo y decir “soy judío y mi destino está en mis manos”. Una parte de ellos mismos está tan orgullosa de la capacidad de sobrevivencia que desarrolló el Judáismo en las épocas más oscuras de su Historia, que creen que sería mejor regresar a esa condición.
Ah, esas épocas en las que todos nos mataban y teníamos que huir de un lado al otro porque no éramos dueños de nada. En su retorcido y enferma lógica, así debería seguir siendo el judío. Muchos autores incluso han llegado al absurdo extremo de decir que “esas cosas lindas que desarrolló el Judaísmo durante el exilio se perdieron con Israel, porque el judío dejó de ser ese místico indestructible y pasó a ser un guerrero imbatible…”.
Qué pavada.
¿Qué va a suceder con estos judíos? Lo inevitable: van a fracasar. Aferrarse al pasado nunca ha sido solución para nada ni para nadie. La Torá es muy gráfica en señalar que esos fueron los judíos que murieron en el desierto y no pudieron ver la plenitud del milagro de la libertad. Y es cierto: son judíos que van a seguir viviendo en un desierto de odio y consignas irracionales, que al final de cuentas no van a ver cristalizado ninguno de sus ambiguos y amorfos anhelos. Menos aún van a disfrutar de la libertad y solidez que goza el Estado Judío.
Egipto sigue en sus corazones. Eso, en lenguaje moderno, significa que el Ghetto, Auschwitz, los pogroms, la Inquisición Española, las expulsiones, siguen en sus corazones.
Son adictos al miedo.
Lo intentan justificar de un modo extraño: dicen que en Egipto había ollas de carne y comían pan hasta saciarse. Es un modo de creer que los egipcios estarían contentos, tranquilos y hasta se comortarían amablemente si los israelitas aceptaran volver a su condición de escalvitud.
Ese patetismo lo vemos también hoy en día: la absurda convicción de muchos de estos judíos de que el único modo de ser un “buen judío” es siendo anti-judío. Que esa es la ruta para lograr la tan anhelada aceptación, la tan deseada integración al mundo.
No aprendieron nada de la Historia. Eso se intentó… desde el antiguo Egipto. Y no funcionó.
El antisemitismo es una tara cultural profundamente arraigada en el Occidente post-cristiano y en el Islam. Y cuando brota y ataca, no le importa si el judío es pro-judío o anti-judío. Simplemente, es judío.
Aún si lograran desandar el camino y regresar a Egipto, al Ghetto o al Campo de Concentración, lo único que lograrían sería descubrir que siguen siendo judíos, y que el Faraón, las naciones antisemitas y los nuevos nazis no se los van a perdonar.
No hay ollas de carne para ellos. Sólo miedo. Siempre miedo.
Y la Parashá termina de un modo más que simbólico y metafórico: después de todos estos dislates protagonizados por estos judíos que no se arriesgan al compromiso de ser libres, viene el ataque de Amalek.
Justo lo que vengo mencionando: el enemigo está allí, esperando, acechando. Y no queda más remedio que enfrentarlo.
La diferencia es cómo lo enfrentas: si con el compromiso de luchar y defender tu libertad y la de los tuyos, o con pánico y atorado en el irreal sueño de que si te sometieras a Amalek te recibiría con una olla de carne.
Ese tipo de judíos están mencionados en la Torá, y siguen rondando por aquí o por allá. Habrá que cargar con ellos, porque a fin de cuentas también son judíos, y todo Israel es responsable de todo Israel.
Ah, pero qué lata dan.
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