“Normalmente me dedico a enseñar y a escribir sobre conflictos internacionales, sobre temas de guerra y paz. Quizás se esperaría de mí, por lo tanto, una especie de discurso más analítico, de pronto más racional.
Lamento que no sea así. Verán, este, como a todas y todos nos pasa, es un tema que me es personal. Y lo es no tanto por los sentimientos que me provoca, sino por la parte de mi vida que toca. Es un tema con el que crecí, y por tanto, es un tema que me constituye. Así que en lugar de que de mi boca escuchen hoy algo similar a una disertación o un análisis, permítanme compartirles esta parte de la evolución de mi persona.
Hace veintiséis años tuve la oportunidad de visitar, junto con cientos de jóvenes judíos, los campos de concentración en Polonia. Antes de nuestro viaje, el primero de su tipo, recibimos toda clase de cursos. Estudiamos y reestudiamos la historia. Leímos libros. Nos capacitaron con expertas y expertos. Un día de abril de 1990 caminamos ese trayecto que en su momento se denominaba la “Marcha de la Muerte”, pero que hoy se llama la “Marcha de la Vida” desde Auschwitz, el campo de concentración, hasta Birkenau, el campo de exterminio. En ese y otros sitios similares, nos abrazamos, lloramos. Nos entristecimos. Nada, en realidad, nos había preparado para lo que en esos momentos sentíamos. Hoy, más de dos décadas después, quizás sigo madurando esas experiencias.
La Marcha de la Vida para mí es -tuvo que pasar tiempo para entenderlo-, no un lamento, sino una convicción. No una decepción por el hombre y sus atrocidades, sino la esperanza, la responsabilidad, el compromiso que tenemos con el planeta entero. No el horror del genocidio, sino el valor de la capacidad de darnos, de servirnos, de ayudarnos los unos a los otros. No los cadáveres apilados y las toneladas de cabellos, sino los millones de manos y voces que lo escribieron y lo contaron para no repetirlo jamás con ningún pueblo sobre la faz de la Tierra. No el “Yo acuso” a quien quiso exterminar a otros seres humanos, sino el “Yo reconozco” a quien quiso salvarlos. No Hitler, sino el rey Christian de Dinamarca. No los campos de concentración, sino los escondites, los áticos, los pequeños espacios donde las personas fueron ocultadas para evitarlos. No el pasto de Treblinka, sino el pasto verde de la casa en que tengo la fortuna de vivir. No el hambre del ser humano, sino el alimento con que Dios me tiene vivo. No la falta de padres y hermanos, sino el recuerdo de ellos que me sostiene en pie. No la historia de horror y asesinatos, sino las historias, las pequeñas historias de heroísmo, humanidad y reconciliación. No el gueto sin mariposas de Pavel Friedman, sino su capacidad de volar y seguir reproduciendo la existencia. No 1940, sino 2016. No la muerte, la Vida.
Mucho tiempo después, he comprendido que pensar en qué es lo que genera la guerra y la violencia, supone también comprender qué es lo que produce la paz. Por lo tanto, honrar a las víctimas directas y las miles de víctimas indirectas por la tragedia humanitaria del Holocausto, supone también aprender a rescatar a las muchas personas que valen la pena. Esas personas vivieron ayer, y también viven hoy, aquí y ahora. Trabajan todos los días para que el mundo sea un mejor espacio para vivir, y cuidan de los otros millones de víctimas que sufren ante las amenazas del presente. Veo el “recordar y no olvidar”, no como un proceso mental que se ubica en el pasado, sino como un compromiso con el presente. Y por eso, según entiendo, estamos acá”.
¡Gracias por la invitación!
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