¿Y usted dónde va a celebrar este Jag que todavía no logra su oficialización por ningún Bet Din, pero que de todos modos se celebra en todos los países del mundo donde haya judíos que tengan un televisor disponible?
IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Por fin llegó el más esperado domingo de Febrero. ¿Quién dijo que después de Janucá hay que esperar hasta Purim para disfrutar de una fiesta judía, con el respectivo banquete opíparo y cualquier bebida que sustituya, psicológicamente hablando, las cuatro copas de vino indispensables para digerir todo lo que nos hace comer nuestra Bobbe en Pésaj?
Hay dudas que no logro resolver respecto a la devoción que mi tribu tiene por el Super Bowl. Generalmente estamos al pendiente de todo aquello en lo que el papel de los judíos sea prominente. Premios Nobel u Óscares, por ejemplo. Siempre aparece una buena tropa de judíos en esos eventos. No se diga en la Música Clásica. Si usted gusta, hasta en el Rock, desde Billy Joel hasta Bob Dylan. ¿Escritores, artistas visuales, intelectuales? ¡Uf! Tenemos a pasto.
Pero… ¿fútbol americano? O deportes, en general. Los judíos nunca hemos destacado en ese rubro. Apenas hace un lustro que las delegaciones deportivas israelíes empezaron a destacar en judo, regata, y una que otra cosa aislada en torneos internacionales de diversa índole. Pero… ¿fútbol americano?
Recientemente, The Times of Israel publicó un artículo dedicado a Julian Edelman, ala derecha de los Patriotas de Nueva Inglaterra, destacando que ya está considerado como el cuarto mejor jugador judío de football de toda la historia. Pero revisar la lista de los diez mejores es algo así como que deprimente: se trata de Sid Luckman, Ron Mix, Benny Friedman, Julian Edelman, Lyle Alzado, Ed Newman, Harris Barton, Harry Newman, Jay Fiedler y Kyle Kosier. Es decir, salvo Lyle Alzado y Julian Edelman, una tropa de absolutos desconocidos. Y son los diez mejores.
A eso hay que agregar que Sid Luckman, el mejor judío en el football en toda la Historia, se retiró en 1950, algunos años antes de la profesionalización del deporte.
Pero… ¿eso qué importa? La extraña realidad es que seguro que la abrumadora mayoría de nosotros ya tenemos una, dos o tres invitaciones para este próximo domingo, y el plan es comer y beber como si lo ordenara el Tanaj en algún extraño pasaje del Libro de los Doce, ya sabe usted, esos profetas tan poco conocidos como Oseah, Amós, Joel, Malachi o Zejariah. Son los únicos autores con tintes lo suficientemente apocalípticos como para describir algo parecido a un extraño deporte donde hay que aventar un pedazo de pellejo inflado (o no tan inflado, si un equipo decide hacer trampa) de un lado a otro hasta hacerlo reposar en la llamada Zona de Anotación para conseguir seis puntos, o patearlo para hacerlo pasar en medio de dos tubotes para conseguir uno o tres puntos, dependiendo de la ocasión.
Y seguro vamos a ir. No estamos acostumbrados a rechazar ese tipo de reuniones. Lo de menos es quién juegue. No importa. No es como en el fútbol soccer local, deporte en el que si la final de liga la juegan el Atlas contra los Jaguares de Chiapas, a nadie que no sea fan del Atlas o que no viva en Chiapas le interesa.
Pero aquí pueden jugar Broncos de Denver contra Panteras de Carolina, y aunque uno sea fan de Dallas, Pittsburgh, San Francisco, Chicago, o cualquier otro equipo más famoso, allí estará. Incluso, gritará. Improperios en yiddish, si es necesario. Correrán las apuestas, circularán las cervezas, sudarán las frentes y los pescuezos dependiendo de a quién decidamos consagrarle nuestra simpatía. Al final, si pierde el equipo que hayamos escogido, nos sentiremos desolados y frustrados por la espera de un año para volver a tener la oportunidad (aunque el equipo en cuestión nos importe un rábano). Quienes se hayan asociado con el ganador, se comportarán como si hubiesen encontrado el Afikomán de Pésaj. Si fueron prudentes e hicieron apuestas, tal vez hasta se ganen unos pesos de más.
Nuestra capacidad para decorar esas reuniones es infinita. Todavía recuerdo una tarde en Tecamachalco, en casa de un amigo, en la que felizmente descubrimos que había minián, así que no nada más vimos el partido. También rezamos Minjá y Arvit cuando fue propicio. Fuimos hermanos judíos como desde tiempos inmemoriales, y luego regresamos al sillón, al televisor, a los insultos en yiddish y a los reclamos por las jugadas controvertidas, como si los réferis nos hubieran consultado para tomar decisiones, fuésemos los dueños de los equipos, o la culminación de nuestras esperanzas sionistas dependieran de ese primero y diez que está a una yarda en cuarta oportunidad.
A veces sospecho que no es que nos apasione el fútbol americano. Salvo honrosas excepciones, tal vez ni siquiera nos guste. Es probable que la cosa más bien sea que nos gusta gritarnos. Por supuesto, uno no se puede agarrar a gritos con cualquiera por cualquier razón. Preferentemente, hay que hacerlo de modo que nadie se ofenda, así que un partido de un deporte que no necesariamente nos gusta, y que generalmente lo juegan dos equipos que a la mayoría de nosotros no nos interesan, es lo ideal. Puedo insultar a seis o siete amigos por las trampas contra Denver, y como saben que no le voy a Denver, me lo perdonarán. Y viceversa.
O será que no le tenemos paciencia al terrible lapso entre Janucá y Purim, y hay que agarrar cualquier pretexto para juntarnos a comer y beber. Vamos, eso lo podemos hacer cualquier domingo, pero si no hay algo especial, algo que haga significativa la fecha, como que no cuenta. No disfruta del impacto de la tradición, y a nosotros no nos sabe igual la comida si no se come al amparo infinito de la tradición.
O tal vez sea algo más retorcido y perverso: una especie de trampolín psicológico para celebrar sin remordimientos de conciencia el día de San Valentín, una festividad católica en su origen, pero que ya ha superado la barrera de la religión y se ha convertido en un fenómeno cultural (o, más bien, comercial), a tal punto que no tenemos inconveniente en invitar a salir a la novia o regalarle un muñeco de peluche, aunque siempre con el dejo de remordimiento porque, comercial, cultural o lo que sea, no deja de ser una fiesta católica en su origen.
El Súper Bowl nos prepara para eso. Nos entrena (deporte a fin de cuentas) para celebrar como laicos el Día del Amor y la Amistad, que ya olvidaremos cuando logremos nuestra plena reconciliación con nuestro fervor judío dos semanas después, cuando estemos aplastados en un sofá de nuestras casas viendo cuántos productores o directores judíos se ganan un Óscar.
Por la razón que sea, tenemos una cita este domingo. Seguro compartiré asientos con varias de mis amigas que siempre gritan hasta el desaforo por cada jugada, y luego me piden que les explique de qué se trata ese deporte. Como cada año. No gritaré demasiado, cuidaré la voz, por si nos juntamos los diez barbones obligados y rezamos Minjá y Arvit.
Asaremos carne. Destaparemos decenas y decenas de cervezas. Seguro algún whiskey o algún tequila. Habrá supervisión Kosher, cómo no. La carne y el queso se mantendrán absolutamente separados. Y al final, nos despediremos con un abrazo fraterno impregnado de ese trágico sentimiento de nostalgia porque empieza otra vez la cuenta de un año completo hasta el siguiente Súper Bowl.
De verdad: sigo sin entender por qué ningún rabinato ha tomado cartas en el asunto.
Cada año, una parte de mí se siente un poco incómoda por no conocer a detalle las prescripciones halájicas para el evento más televisado del mundo.
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