Baile ridículo: triste intercambio de parejas con el rouge corrido, el smoking ajado, chafarrinones de rímel como estela funeraria.
GABRIEL ALBIAC
La partida no se juega en el ruido y en Madrid. Se juega en Barcelona y en silencio. Mientras Sánchez, Rajoy, Rivera, Iglesias gesticulan ante las cámaras y ensordecen con retórica a los electores; mientras los van guiando al borde de un precipicio que los flashes negociadores impiden ver.
Lo de Madrid en estos días es sólo un minué ridículo: paso de danza, tras cuyos intercambios de pareja se forjan ilusiones de endeblez penosa en el desprevenido ciudadano. No por ser ciudadano: eso a los políticos les da sólo una apenas ahogada risa. El baile de los joviales principiantes ha sido puesto en escena, no para los ciudadanos; sí para los electores. Que es la única revestidura bajo la cual saben prestar atención los partidos políticos al común de los mortales. Girando en gráciles parejas, las navajas, ya desenfundadas, no se perciben apenas. La luz de los salones más solemnes desdibuja su destello asesino. Pero es eso lo que hay. Un asesinato idiota entre insensatos. Mientras la nación, en la más alta indiferencia, va zozobrando.
La vía de agua está ya abierta en Cataluña. Y es mortal. Mientras felices parlamentarios giran en el salón de baile, el casco del navío ha sido perforado. Y ni siquiera suenan las alarmas. O, si suenan, no se oyen, porque andamos entretenidos matizando qué mutua sonrisa entre danzarines tiene más encanto que otra, qué pareja se erigirá en la reina de una fiesta que ni siquiera sospechamos cuan pronto acabará sumergida en los hielos del océano inmisericorde.
El “ministro de asuntos exteriores” catalán, Raúl Romeva, ha hecho ya el oficial llamamiento para que los consulados extranjeros en Cataluña se truequen en embajadas que sólo con él, como ministro, despachen. No ha sido todavía encarcelado; ni verosímilmente va a serlo. ¿Serán los cónsules que se plieguen a tal dictado llamados a despachar en Madrid y, en sus caso, expulsados de un país cuya legalidad desprecian? Ojalá. Pero lo dudo.
No por capricho escribo que lo dudo. Es la dura cabezonería de los hechos. Dos años llevamos ya constatando cada día cómo el Estado Catalán absorbe las funciones del único Estado que la ley reconoce en España. Dos años en los cuales nadie, desde este Estado, tomó una medida seria. En los cuales, sobre todo, ninguno de cuantos así han delinquido puso sus pies en la cárcel. La “desconexión” de la balsa catalana en poco más de un año no será una sorpresa; aunque tantos fingirán sorprenderse entonces. Ni fue una conspiración, ni nadie ha ocultado las etapas de ese alzar un Estado paralelo. Ni siquiera el momento de cortar los últimos hilos ha sido mantenido en secreto: dieciocho meses desde la formación del gobierno independentista de Puigdemont. No hay más que ir contando. Pero aquí, en los iluminados salones de la Carrera de San Jerónimo, a nadie le apetece contar más que pasos de baile. Y fantasear con el estupendo progreso que supone pasar del sueldo cero de un ocupa al nada despreciable sueldo de un ministro. Ante ese fastuoso horizonte de la grandeza inmediata, quién perdería su tiempo en prever naufragios entre hielos.
No hay Estado. Si su fuerza –la legal como la material– no alcanza el umbral mínimo de intensidad preciso para imponerse. No hay Estado. Lo que es peor: hay más Estado en Cataluña que en Madrid. En la Carrera de San Jerónimo, sólo se empecina un baile ridículo: triste intercambio de parejas con el rouge corrido, el smoking ajado, chafarrinones de rímel como estela funeraria. Naufragamos. Sonrientes.
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