RACHEL SHARANSKY DANZIGER
Hace treinta años, mi padre, Nathan Sharansky, cruzó un puente.
Glienicke, el “Puente de los Espías” de Steven Spielberg. Antes de atravesarlo, mi padre era un prisionero en el bloque soviético, aunque un hombre libre en espíritu. Halló la libertad el día en que dejó de ocultar sus opiniones. Obtuvo la libertad mientras luchaba por su derecho a ser un judío en el Estado de Israel, así como por los derechos humanos de sus compañeros rusos. La conservó mientras la KGB encarcelaba su cuerpo a fin de obligarlo a retractarse.
Tras nueve años de prisión, mi padre atravesó el puente Glienicke, y se convirtió en un hombre libre en cuerpo también.
Finalmente, dejó atrás la URSS teniendo por delante a mi madre, y a Israel.
Cada año, en este día, mi familia celebra un “Seder” privado. Mi padre lleva la kipá que le obsequió un compañero de celda, saca el pequeño libro de Salmos que lo acompañó mientras estaba en prisión, y, como los niños en Pesaj, hacemos preguntas para celebrar este éxodo. De niñas, mi hermana y yo sobre todo, queríamos entender lo que era “la cárcel”, y si había animales allí. Pero a medida que crecimos y maduramos, nuestras preguntas crecieron con nosotros. ¿Cómo ima (mamá) y aba (papá) hallaron la fuerza para seguir adelante? ¿Cómo superaste tú papá, el choque de la vida normal, una vez restablecido?
Toda una vida de preguntas trajo consigo un curioso efecto: aunque nunca he visto el puente Glienicke con mis propios ojos, y, naturalmente no podía ver nada de la lucha por mí misma, siento como si hubiese estado ahí. Glienicke es parte de mi misma, parte de la geografía interna de mi ser. Allí, dentro de mí, se extiende a través de las décadas y el dolor. La calle de Archipova, donde mis padres se conocieron, se ubica detrás del mismo. Un poco hacia un lado, puedo vislumbrar el departamento de Vladimir Slepak en Moscú, y el momento en el que detuvieron a mi padre.
Recuerdo la habitación iluminada en el departamento del rabino Zvi Yehuda Kook en Jerusalem. Afuera estaba oscuro, pero el rabino seguía despierto. Lejos, muy lejos, las autoridades soviéticas conspiraban para acusar a mi padre y sus compañeros de traición y espionaje. Los mentores de mi madre, el rabino Tzvi Tau y su esposa Hana, la llevaron a hablar con el Rav Kook. En la habitación poco iluminada, rodeado de sus alumnos, el anciano rabino gritaba:
“¡Nuestros hermanos en Rusia corren peligro. Debemos luchar por ellos!” Enseguida comienzan los planes, y se forma la base de la futura lucha de mi madre, allí mismo, en la pequeña habitación. Este grupo recibirá el nombre de “Guardián de mi Hermano,” el cuartel general de una campaña de una década.
“Pero rabino,” exclama uno de los estudiantes, “¿qué pasa con el aprendizaje de la Torá? ¿Esta lucha no lleva a bitul Torá?” El rabino golpea su mano sobre la mesa. “¡El que no sabe cuándo cerrar los libros no debe abrirlos!” apuntó.
En ese momento, mi mapa interno se parte en varios callejones. A la izquierda se encuentran los departamentos de dos habitaciones que serán la sede de la lucha en los próximos años, allí mismo, en los hogares de la gente, donde los niños crecen y la rutina doméstica sigue su curso. A la derecha se encuentran las personas que lucharon por la causa en el extranjero. Puedo ver a mi madre marchar con ellos, hablar con ellos, pedir y aceptar su ayuda. Puedo verla dormir en innumerables sofás en los hogares de las personas desde Vancouver hasta Bruselas, entre París y Nueva York. Puedo verlos abrazándola y brindándole energía.
En otro lugar, la lucha es distinta. Lejos, muy lejos del clamor de las manifestaciones, las llamadas telefónicas y los discursos, mi padre se encuentra en su celda, librando una guerra solitaria. “Retráctese,” presionan sus carceleros. “Retráctese, y es hombre libre.”
Pero mi padre no estaba solo. A pesar de la distancia, a pesar de la calma, estaba ligado a las masas que marchaban, al pueblo judío. Podía oír sus voces, y no quería defraudarlos.
A través de los años, nuestros hijos eran los que hacían preguntas. Los animales recobraron su significado, al igual que la dieta en la cárcel y el libro de Salmos de mi padre. Los veía pasar por el mismo proceso que habíamos experimentado. Sus ojos llenos de asombro, pues creaban sus propias geografías internas. Pero antes de que comenzaran las preguntas, nos asegurábamos de contarles la historia básica: la gente mala no quería que saba (abuelo) estuviese aquí, así que lo encerraron en una pequeña habitación. Savta (abuela) rogaba: “Dejen a saba llegar a Eretz Israel”, pero ellos no escuchaban cuando lo hacía a solas. Así que savta viajó por el mundo, ya que “todo el pueblo de Israel se ayuda uno a otro,” judíos de todo el mundo se unieron a sus ruegos. Gritaron tan fuerte y por tanto tiempo, que las malas personas permitieron a saba, y a sus compañeros judíos en Rusia, emigrar a Israel.
Como hija de mis padres, estoy siempre consciente de que debo mi existencia a las personas que gritaban junto con mi madre. Yo no estaría aquí hoy si ustedes, los judíos del mundo, no hubiesen abierto sus corazones, sus hogares y sus bolsos. Ustedes marcharon en manifestaciones, enviaron cartas a sus representantes, pagaron los boletos de mi madre mientras volaba de una manifestación a otra. La alojaron. La motivaron. Sus ruegos atravesaron la Cortina de Hierro. Irrumpieron en la celda de mi padre mucho antes de que fuese liberado. Y penetraron en mi geografía interior, donde hacen eco hasta hoy en día.
Quiero que sepan que yo recuerdo, y les estoy muy agradecida. Quiero que sepan que cuando vi a mis padres jugar con sus nietos cerca de la prisión de Lefortovo hace unos años, fue su victoria la que casi me hizo bailar de alegría. Treinta y cinco años antes, el investigador de la KGB advirtió a mi padre que los “héroes no salen vivos de Lefortovo.” Ustedes, el pueblo judío, le demostraron que estaba equivocado.
Su espíritu y fuerza en esos años liberaron a un hombre, y pusieron de rodillas a un imperio. Cuando me siento fatigada, cuando temo por el futuro, cuando peleamos y luchamos dentro de nosotros mismos, vuelvo a sus ecos dentro de mí, y encuentro esperanza.
Fuente: The Times of Israel
Traducción: Esti Peled
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