¿Por qué está fracasando la política de Obama para el Medio Oriente?

KENNETH M. POLLACK Y BARBARA F. WALTER

Concentrarse sólo en el Estado Islámico deja que el contagio de guerras civiles  arrastre a la región a lo más profundo del desastre.

Imaginen que es el 8 de diciembre de 1941, un día después del ataque contra Pearl Harbor. El Presidente Franklin Roosevelt va ante el Congreso para solicitar una declaración de guerra contra… los SS de los nazis.

No los japoneses—ellos nunca podrían ocupar Estados Unidos. No Hitler—no lo queremos mucho, pero él no está haciendo la matanza. No las tropas regulares de la Wehrmacht, ellas están siguiendo órdenes. No el Partido Nazi—ellos no son una amenaza física directa para Estados Unidos. Sólo las SS, porque ellas están perpetrando el genocidio que es el peor crimen del Tercer Reich.

Entonces FR llama a Stalin y a Churchill y los insta a dejar de preocuparse por las divisiones del ejército alemán y la Luftwaffe y las fábricas de municiones de Hitler—y a enfocarse sólo en las SS.

Si Estados Unidos hubiese tomado ese enfoque en la Segunda Guerra Mundial, habría sido absolutamente sin sentido, sin embargo eso es, en efecto, la forma en que el gobierno de Obama está abordando la conflagración del Medio Oriente: enfocándose exclusivamente en el Estado Islámico.

Los yihadistas asesinos del Estado Islámico, o ISIS, son apenas un síntoma de un problema mucho más grande en el Medio Oriente. Al fijarse en este síntoma—en vez de en sus fuentes—y luego tratar de convencer a todos los demás en la región de hacer lo mismo, estamos preparándonos para el fracaso.

En contraste, lo que han hecho los rusos tiene perfecto sentido para la gente del Medio Oriente. Los rusos escogieron un lado: el lado chií del conflicto en Siria, el régimen de Assad, respaldado por Irán y Hezbolá (con el gobierno iraquí arrastrado ocasionalmente).

Esto no significa que a los estados árabes suníes, que son aliados tradicionales de EE.UU. , les guste la elección rusa. Pero la comprenden. Lo que no comprenden es la estrategia atemorizante que está siguiendo su protector de largo tiempo. El resultado es que un aliado tradicional estadounidense como Arabia Saudita se ha sentido obligado a asumir acciones arriesgadas en defensa propia, tales como ejecutar a un clérigo chií el mes pasado, e intervenir en la guerra civil de Yemen respaldando al gobierno liderado por los suníes contra los huzíes chiíes favorecidos por Teherán.

La mayoría de los meso-orientales ven al ISIS como aborrecible y quieren verlo eliminado. Pero el ISIS no es el problema original. Los verdaderos problemas del Medio Oriente se derivan del fracaso del sistema de estados árabes posterior a la Segunda Guerra Mundial, el cual ha producido colapso estatal, vacíos de poder y guerras civiles, tal como las que están arreciando en Irak, Siria, Libia y Yemen.

Estas guerras ahora se han contagiado sobre sus vecinos en flujos masivos de refugiados, terrorismo, radicalización generalizada, violencia transfronteriza, confusión económica y el espectro de un conflicto suní-chií regional. Este contagio desestabilizador ahora amenaza los intereses nacionales de Europa y Estados Unidos—y la principal amenaza son las guerras civiles de la región.

Tales conflictos engendran invariablemente grupos extremistas como el ISIS y al Qaeda. El ISIS nació (inicialmente como al Qaeda en Irak) después que estalló la guerra civil en Irak. El grupo fue llevado al borde de la extinción cuando Estados Unidos finalmente tuvo éxito en terminar la guerra civil iraquí en los años 2007-10, sólo para escapar y revivir cuando la vecina Siria se deslizó en la guerra civil en el año 2011. El ISIS y al Qaeda desde entonces han crecido y se han desplegado a lo largo de la región, pero efectivamente, sólo a estados en guerra civil o al borde: Siria, Yemen, Libia, Mali, Somalía, Egipto y, una vez más, Irak.

Aún si EE.UU. fuera capaz de “derrotar” o “degradar” al ISIS, en tanto sigan ardiendo guerras civiles en la región, las condiciones que llevaron a su surgimiento existirían todavía, y simplemente surgirían nuevos grupos radicales para remplazarlo. Terminen las guerras civiles, y se marchitarán los grupos terroristas.

Además, las guerras civiles pueden ser contagiosas. Uno de los mejores indicadores de algún país experimentará una guerra civil es si limita con un país que ya está en una guerra civil. Cuanto más tiempo continúen los conflictos en Irak, Siria, Yemen y Libia, lo más probable es que desestabilicen a sus vecinos.  Jordania, Líbano, Túnez, Bahrein, Arabia Saudita y Kuwait ya están experimentando agitación violenta, mientras las guerras civiles nacientes están prendiendo fuego en Turquía, Egipto y Sudán del Sur.

¿Qué debe hacer EE.UU? La historia de las guerras civiles desde 1945 proporciona lecciones claras que la política actual está ignorando.

Contrariamente a la sabiduría común, es posible que una potencia externa extinga la guerra civil de otro. Desde 1945, más del 20% de las aproximadamente 150 guerras civiles han terminado en acuerdos negociados.

Ese número aumentó a cerca del 40% después de 1991, como en los Balcanes, Mozambique, Camboya y El Salvador, en parte debido a que la comunidad internacional aprendió cómo facilitar tales acuerdos. Ahora sabemos que negociar un final temprano a una guerra civil involucra tres cosas: (1) correr la dinámica militar a una situación donde ninguna de las facciones en guerra crea que puede ganar una victoria rotunda y todos crean que pueden deponer sus armas en forma segura; (2) forjar un acuerdo de reparto de poder entre todos los grupos rivales que asegure una distribución equitativa del poder político y beneficios económicos, emparejado con garantías contra la opresión de las minorías; y (3) poner en vigencia instituciones (externas o internas) capaces de asegurar que perduren las primeras dos condiciones.

Este enfoque es lo que logró EE.UU. en Bosnia y (temporalmente) en Irak. Pero sólo funcionará si es dotado con los recursos apropiados y seguido en forma deliberada. Las intervenciones externas que no emplean este enfoque o no emplean suficientes recursos para hacerlo posible no sólo fracasan, sino que también tienden a empeorar el conflicto (y su contagio).

El problema es que el gobierno de Obama no está siguiendo este enfoque de acuerdo, ya sea en Irak o en Siria. Es improbable que el vago cese del fuego en Siria anunciado a fines de la semana pasada logre mucho más que permitir que algunas de las facciones en guerra recuperen su aliento.

En Siria, los esfuerzos diplomáticos del Secretario de Estado  John Kerry podrían algún día producir un acuerdo de reparto del poder viable en el lado político. Pero este no tendrá ninguna posibilidad de éxito hasta que haya una campaña militar paralela. Tal campaña militar no necesita ser tan costosa y dolorosa como las experiencias recientes de Estados Unidos en la región, incluidos Afganistán o Irak. Necesita crear una fuerza de oposición robusta capaz de detener a todas las facciones radicales y al régimen de Assad, así que está claro para todos que la negociación es la única salida. También necesitaría proporcionar verdadera seguridad, para que las facciones en guerra y sus partidarios crean que no serán masacrados si se desarman.

En Irak, ocurre lo contrario. La campaña militar liderada por los estadounidenses contra el Estado Islámico podría un día convencer a los combatientes que la victoria total es imposible, pero Estados Unidos no ha mostrado el mismo vigor en seguir un proceso político adecuado de reconciliación nacional que pudiera producir un nuevo acuerdo de reparto de poder viable.

Ni en Irak ni en Siria EE.UU o sus socios de la coalición están creando instituciones indígenas o poniendo en vigencia una fuerza de mantenimiento de paz externa que pudiera convencer a los iraquíes y sirios de confiar en que los cambios durarán. Hasta que Washington esté dispuesto a asumir tales pasos y hacer su prioridad de terminar las guerras civiles en Irak y Siria, es probable que nada de valor sea conseguido.

*Kenneth Pollack es miembro principal de la Brookings Institution.

*Barbara Walter es profesora en la Escuela de Política Global y Estrategia en la Universidad de California San Diego.

Fuente: The Wall Street Journal

Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México

 

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