ARTURO PÉREZ REVERTE
Fue interesante echarle un vistazo a lo de Internet. La mayor parte de los que debatían, por no decir todos, sostenía que el libro era impublicable, que sus ejemplares deben ser destruidos, y que esas páginas infames deben olvidarse para siempre. Me acordé entonces de una conversación que mantuve con el periodista, escritor y entrañable amigo Jacinto Antón hace cuatro años en una facultad de Periodismo de Barcelona; cuando, interrogado por algunos alumnos sobre si debe cerrarse la boca a los malvados, yo sostuve lo contrario.
Hitler, Mussolini, Franco, sentados aquí donde estamos, dije, serían interesantísimos de escuchar. ¿Cómo ibas a ser tan idiota para decirles: «Franco, Hitler, Stalin, cállense, cierren la boca»? Al contrario. En un lugar como éste, donde se supone hay gente con la debida formación intelectual, atender lo que un canalla o un criminal tienen que decir, conocer sus ideas, es de lo más valioso. ¿Imagínense -les dije- lo interesante que sería, por ejemplo, Franco contando de primera mano cómo durante cuarenta años logró tener a España agarrada por el pescuezo? ¿Que relatase cómo ganó la guerra, o firmó sentencias de muerte? ¿De verdad se perderían al Himmler que realizó técnicamente el Holocausto o al Pol Pot de las matanzas masivas en Camboya? ¿Cerrarían la boca de Mao o Stalin si los tuviesen enfrente, sin hacerles preguntas para indagar en sus cabezas, en sus ideas, en sus motivos? ¿Iban a rechazar la formidable ocasión de conocer los mecanismos del horror, la maldad, el crimen, el lado más sucio y terrible de la condición humana?
Volviendo a Mein Kampf, debo decir que durante veintiún años fui reportero en lugares difíciles. Y para hacer mi trabajo, para llegar donde debía llegar y narrar las tragedias y el horror que presenciaba, tuve que hacer muchas cosas poco ortodoxas. Mentí, soborné, transgredí leyes de todos los países en todos los idiomas posibles, me relacioné con gente infecta, con asesinos, con narcotraficantes. No podía decirle a un tipo: «Como usted es un torturador y un criminal no le doy la mano», porque entonces ese fulano me mataba, o me daba un culatazo, o se negaba a hablar conmigo; y yo me quedaba sin saber lo que necesitaba saber, o ver lo que precisaba ver. Sin el testimonio directo del mal. Sin el conocimiento de la condición humana, tan necesario para comprender las cosas que ocurren; conocimiento con el que entonces hacía reportajes y hoy escribo novelas.
Por eso recuerdo muy bien cómo acabé aquella charla ante los jóvenes en Barcelona: «Después se lo cargan, si pueden; pero antes escúchenlo, porque hasta la lección que puede darnos el más perverso del mundo puede ser oro puro». Por eso lo de Hitler es bueno que se publique. Creo.
Y es útil leerlo. Eso sí, hace falta cultura. Ser lector inteligente. Ciudadano lúcido y responsable. Saber lo que estás leyendo y no tragar basura a palo seco.
Para eso están los prólogos y las notas a pie de página; y está, como digo, la necesaria formación intelectual previa del que lee o escucha. Pero no está de más, en este caso, saber cómo era la cabeza del criminal que sedujo a una nación entera -y no sólo a ella- encarnando sus complejos, rencores y ambiciones. Mein Kampf fue la biblia del III Reich, la que se regalaba a los recién casados y se leía en las escuelas. Y adorando a quien escribió ese libro, millones de personas levantaron el brazo y lloraron emocionados cuando pasaba su querido Führer con su corte de gángsters y asesinos.
Algo que ahora se niega, pues resulta que todos los alemanes eran antinazis; aunque por suerte están las fotos y los documentales para recordarlo.
Ahora dicen allí que Mein Kampf era el libro que todos tenían pero que nadie leía. Y a lo mejor ése fue el problema. Si lo hubieran leído, si hubieran sabido qué enorme hijo de puta los conducía camino de la Gran Alemania que todos soñaban, las cosas habrían ocurrido de otra manera.
Fuente:cciu.org.uy
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