Purim: los judíos y el carnaval. Sí pero no

PEDRO LERMAN

Además de reivindicar la alegría, el carnaval propone una inversión de jerarquías sociales que funciona como una especie de catarsis popular, y es al mismo tiempo una forma de expresión política de denuncia. En la tradición judía, Purim encarna ese espíritu de alegría y también rebeldía. O alegre rebeldía. Ante las defensas insuficientes para enfrentar al perpetuo antisemitismo, el humor judío y Purim son fuentes y formas de rebelión.

Albert Memmi, judío tunecino radicado en Francia, señaló en los ’60 que el pueblo judío es un pueblo oprimido. Un pueblo a merced de la voluntad del país anfitrión -explica Memmi-, un pueblo cuya seguridad física y tranquilidad anímica dependen del humor de los vecinos. Un pueblo siempre expuesto a la difamación, es un pueblo oprimido incluso si goza de bienestar económico o no sufre discriminación. No importa cuánto poder de influencia tengan los judíos, no tienen poder de veto. No deciden, en última instancia, qué será de ellos.

Como Memmi, me gustaría centrarme en el oprimido y no en el opresor. Porque por supuesto, si hay un oprimido hay un opresor, y el opresor es la sociedad cristiana anfitriona. Pero referirme a ella sería brindarle un homenaje desmesurado. Por otra parte, entiendo que los gentiles no eligieron ser opresores, como nosotros no elegimos ser oprimidos. Algunos de ellos gozan en el papel, otros preferirían no convivir en absoluto con una minoría nacional como son los judíos, otros desearían ser ELLOS los oprimidos. No importa. Están ahí y merecen nuestra cortesía. Principalmente porque la descortesía es falta de humor, y la vida de un oprimido requiere humor.

La opresión no se le manifiesta al judío casi nunca como discriminación. Uno descubre que es judío entre los gentiles por el antisemitismo, que tarde o temprano llama a nuestra puerta, o entra sin llamar. Es decir, uno descubre su condición de oprimido por su desprotección ante la difamación, por la percepción del odio ajeno, por el miedo que nos suscita ese odio, y por el auto-odio que nos suscita ese miedo.

Porque se presenta esencialmente como difamación, el antisemitismo pone al judío en contacto no sólo con el odio gentil sino con el absurdo: por una lado, el absurdo del raciocinio gentil, y por otro, el absurdo de la propia situación de ser acusado de las cosas más inverosímiles. Puesto que las acusaciones son absurdas, se reiteran de forma absurda, mutan de forma absurda, y permanecen de forma absurda, el absurdo es un ingrediente esencial de la situación diaspórica básica, es decir, del contacto con el antisemitismo. Pero el absurdo no es fácil de admitir. Toda persona busca encontrar un sentido a la realidad, y el absurdo de la difamación antisemita viene a complicarlo todo: hace del odio (un sentimiento humano) algo diferente, infra o supra humano, algo mítico y pesadillesco.

Hubo y hay respuestas judías al absurdo antisemita: irse a vivir a Israel, volver a la religión, intentar asimilarse, volcarse a la comunidad. No seré yo quien polemice acerca de tan debatidas alternativas. Lo que me interesa es señalar que ser judío entre los gentiles es en realidad un problema bifronte, o si se quiere, una situación que encierra dos problemas: el problema intelectual y emocional del absurdo, y el problema real de la inseguridad física. Éste último requiere soluciones prácticas, esencialmente de autodefensa. Pero el problema intelectual del absurdo requiere una solución intelectual. Y creo que la solución es dejar de pensar el absurdo como un problema.

Cuando el absurdo deja de ser un problema nace una conciencia rebelde. Albert Camus identificó el absurdo en el mito de Sísifo, que una y otra vez carga la piedra hacia la cima de la montaña, y llamó al hombre moderno a rebelarse metafísicamente contra la injusticia. Mucho más humildemente, mi octogenario tío Hirsh, caminando por la playa en Netanya, me dijo una frase entonces enigmática: “La felicidad es pensar”. Ciertamente, las soluciones mencionadas en el párrafo anterior son llamados a la acción: para el sionismo, aliá; para la religión, mitzvot; para el comunitarismo, la participación; para el asimilacionismo, la dura tarea del ocultamiento. La aceptación del absurdo puede parecer un llamado a la inacción. Sí pero no, como decía mi padre. Paradójicamente, cuando no hay ALGO específico que hacer, todavía queda mucho por hacer.

¿Qué es lo que queda por hacer? Aunque suene pretencioso decirlo, la vida misma. La toma de posesión de todo aquello que el mundo ofrece y despierta nuestra curiosidad, tanto del mundo judío como gentil. Como dice el poeta brasileño Drummond de Andrade: “La vida apenas, sin mistificación”. Pero la aceptación del absurdo no es –solamente- un llamado al hedonismo. El acto mismo de aceptación es en sí una burla al opresor, una crítica de su sociedad y una rebelión personal. El humor judío no es más que eso. Mucho se ha escrito sobre el humor judío, y casi todo el mundo coincide en que se trata de una forma de queja. Lo que es seguro es que es más gracioso para los judíos que para los gentiles, que –correctamente- lo interpretan como una expresión de rebeldía.

Existe también una tradición literaria judía de aceptación-condena del absurdo que va de Franz Kafka a Imre Kertesz. Éste último se atrevió a plantear el coraje de la pura negatividad, el definirse como alguien “a quien persiguen por ser judío”. Mi amiga Esther G, judía húngara, tomó una actitud diferente: volvió a la religión porque quería que su identidad judía “no estuviera solamente basada en algo negativo (el recuerdo de la Shoá) sino en algo positivo”. Yo estoy del lado de Kertesz. Me encuentro bien cuando un gentil me pregunta si soy argentino y contesto que no, que soy judío. Me pregunta entonces si nací en Argentina y yo respondo –como mi abuelo- que “estaba en Argentina cuando nací”. Entonces se me pregunta si soy religioso y contesto que no, a lo que me preguntan qué es pues lo que me hace judío, y yo respondo que es una excelente pregunta y pido más, más preguntas, en un éxtasis inesperado que mi interlocutor rechaza, cansado y –con razón- ligeramente molesto.

¿Cuál es el punto del diálogo? Que en el fondo no reconozco a mi interlocutor como autorizado a preguntar. Yo nunca le pregunto a la gente qué la hace húngara o cristiana o argentina. Y sin embargo, la curiosidad gentil no es siempre malintencionada. Mi respuesta tampoco. A veces respondo con buena intención, otras con mala. Pero siempre respondo lo mismo, es decir, no respondo. Al fin y al cabo, no tengo una buena respuesta. ¿Qué debería decir, que escucho las noticias del Medio Oriente deseando lo mejor para Israel? Eso me haría un colaborador de ese “horrible proyecto genocida”, el sionismo. ¿Que amo a los judíos? Eso me haría un racista. ¿Que no perdono la Shoá? Eso me haría un resentido. En fin, es mejor no responder.

Este pequeño acto de no colaboración, esta especie de intifada intelectual, expresa una actitud que no aprendí en la colectividad judía. Aunque suene extraño, la aprendí con mi experiencia de murguero. Como todos saben, el murguero es el miembro de una murga, y la murga es el grupo de carnaval en Argentina y Uruguay. El carnaval de Argentina y Uruguay, mucho más triste y cínico que el carnaval de Brasil, es una mezcla de tango con batucada, tocado y cantado por gente que se queja del absurdo del mundo.

El carnaval representa, tradicionalmente, la subversión de valores y jerarquías, la denuncia del teatro de la realidad, y la reivindicación de la alegría. Funciona normalmente como una catarsis social, pero es también una forma de expresión que muchas personas eligen como modo de denuncia de la sociedad en la que viven. El carnaval es por eso una expresión política, si bien apartidaria y sin una ideología expresa.

En la tradición judía, no es extraño que Purim, donde los judíos carnavilizan a los gentiles disfrazándose de árabes o cosacos, sea en esencia el relato de una victoria militar y política diaspórica, del fracaso de un pogromo, y del castigo a sus instigadores. Se dice normalmente que el espíritu de Purim es de alegría, y que debemos tomar hasta no poder reconocer entre Haman y Mordejai. Yo diría más bien que el espíritu de Purim es de rebeldía.

La actitud de la murga, que es la actitud carnavalesca que me interesa rescatar, no es sólo una actitud rebelde porque canta criticando (a diferencia del carnaval brasileño, que canta elogiando). Es rebelde también porque es ambigua: propone “reír llorando”, se enmascara y se pinta, e invade una calle con una formación y percusión militar que no puede matar a nadie. La murga es difícil de asir, es difícil de definir, es una especie de dibbuk. A las dictaduras de Argentina y Uruguay nunca les gustó. La risa de la Murga, como el humor judío, es una denuncia.

Como muestra vale el popular recitado de murga uruguaya que dice: “Te largan a la cancha sin preguntarte si querés entrar/como si fuera poco, de golero/toda una vida tapando aujeros/y si en una de esas salís bueno/se tiran al suelo y te cobran penal”.

La vida del judío se parece a la del arquero (algo que debió intuir Camus, que era arquero amateur): ambos están constantemente preocupados por los ataques rivales. Evitar el gol es una tarea ingrata, condenada al fracaso. Es además una tarea de voayeur masoquista, porque resulta evidente que los otros jugadores (abrumadora mayoría) la están pasando mejor que el arquero. Los jugadores son los favoritos del público, son ellos los verdaderos protagonistas del juego. En la letra de murga uruguaya, “tapar aujeros” se refiere a subsanar los errores ajenos, y el hecho de ser talentoso (“salir bueno”) sólo empeora las cosas: los delanteros rivales, con toda malevolencia, fingen una infracción que no cometimos (“se tiran al suelo) y el árbitro (¿por qué teme al público, por qué está comprado, por qué odia al arquero?) marca lo que en fútbol es la pena máxima: el penal.

No es fácil la vida del arquero, y –ya se sabe- no es fácil la vida del judío. Aunque pertenezca al pueblo judío, cada judío es siempre Un judío, en singular (“un pueblo de solitarios”, en palabras de Emile Cioran). Sumido en el absurdo del ataque antisemita absurdo y perpetuo (absurdo entre otras cosas porque es perpetuo), el judío parece contar siempre con defensas insuficientes. Y sin embargo, existe el humor judío, y existe Purim. Son formas de rebelión. Está claro para mí que el absurdo no desaparecerá, no antes de que el lobo y el cordero duerman juntos. Hasta que eso ocurra, me gusta pensar que el espíritu del Carnaval recorre las calles, como un viento que alivia el dolor de los oprimidos y hace temblar a los opresores.

Fuente:cciu.org.uy

 

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