El caso de Turquía es emblemático de cómo los acontecimientos en los últimos cinco años han desembocado en un deterioro en cuanto a casi todos los indicadores reveladores de seguridad, estabilidad y desarrollo
ESTHER SHABOT
La crisis mayúscula que vive Oriente Medio está siendo devastadora. A los millones de víctimas que han sufrido ataques mortíferos, desplazamientos forzados y toda suerte de penurias por la guerra y el terrorismo que como hongos se han multiplicado por doquier, se agrega un desconcierto generalizado acerca del rumbo que deben o pueden tomar los actores políticos mayormente involucrados en este gigantesco maremágnum cuyas repercusiones —léase, las imparables oleadas de refugiados— están siendo a tal grado extremas que, incluso, amenazan con ser la causa principal de un eventual desmoronamiento de la Unión Europea.
El caso de Turquía es emblemático de cómo los acontecimientos en los últimos cinco años, aunados a decisiones y manejos erráticos por parte de su liderazgo, han desembocado en un deterioro en cuanto a casi todos los indicadores reveladores de seguridad, estabilidad y desarrollo. Muy atrás quedaron para Turquía los años de bonanza económica y de política interior y exterior bien focalizada, con rumbo y objetivos medianamente claros. Hoy, el régimen encabezado por el presidente Erdogan enfrenta los innumerables retos que le han caído encima con decisiones improvisadas, que cada vez le generan más y más complicaciones. Su ubicación geográfica le ha obligado a ser receptor de cerca de dos y medio millones de refugiados sirios que le representan una carga muy difícil de manejar. Pero, además, están las complicaciones en otras áreas.
En el plano de sus alianzas y conflictos políticos los problemas de Turquía son cada vez más agudos. Inmersa en el intento de derrocar a Al-Assad en Siria, pero al mismo tiempo en combatir a los kurdos de ese país a los que considera aliados de su propia guerrilla kurda, que activa contra su régimen mediante atentados terroristas letales en suelo turco, lleva a cabo campañas militares anti-kurdas que la han puesto en conflicto con la alianza occidental anti-Al-Assad. Del mismo modo, su relación con el Estado Islámico (EI) es profundamente ambivalente, puesto que a pesar de su declarado combate a éste, es sabido que ha sido su cliente en la adquisición de petróleo proveniente del mercado negro manejado por el EI.
Uno más de los puntos álgidos de la crisis turca tiene que ver, sin duda, con la descomposición de su relación con Rusia. El derribo del avión ruso por parte de Turquía en noviembre pasado ha generado no sólo una tensión política grave en la relación entre ambos países enfrascados desde entonces en acusaciones y amenazas mutuas, sino también respuestas concretas por parte de Moscú, que ha impuesto sanciones económicas enormemente lesivas para la economía turca. Hacia 2013 Turquía era para Rusia el cuarto país proveedor de importaciones, mientras que para Turquía, Rusia era su segundo socio comercial. En los últimos dos años el intercambio entre ambos decreció 50% debido, tanto a la propia crisis rusa derivada de las sanciones occidentales en su contra como a las tensiones ruso-turcas de los últimos tiempos.
Las áreas afectadas en Turquía son principalmente el turismo —los turistas rusos disminuyeron de 3.5 millones en 2014 a 2.8 millones en 2015—; la compra de productos agrícolas turcos que cayeron 56% en el mismo periodo; la construcción —Putin ha impuesto sanciones a cerca de 300 compañías constructoras turcas que operan en Rusia—; el sector bancario, muy afectado por todo este desequilibrio y, por último, el sector energético debido a la decisión rusa de dejar de proveer a Turquía en este rubro.
Todo este paquete de dificultades hace a la Turquía de hoy, a diferencia del pasado, un país cuyas numerosas crisis difícilmente lo perfilan para desempeñar el papel que Erdogan soñó para él: el de un indisputado líder del mundo musulmán sunita capaz de mantener a raya, tanto al bloque chiita internacional como al propio Occidente.
Fuente: Excelsior
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