En un mundo que se les caía encima, el hombre les generaba confianza

Me llaman Lilo pero mi verdadero nombre es Liselotte Leiser de Nesviginsky. Tengo 94 años, nací en Berlín, en una familia judía que era dueña de una importante cadena de zapaterías y llegué a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial.

SILVIA SCHNESSEL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – La fábrica Grimoldi está en Castelar.  

Me llaman Lilo pero mi verdadero nombre es Liselotte Leiser de Nesviginsky. Tengo 94 años, nací en Berlín, en una familia judía que era dueña de una importante cadena de zapaterías y llegué a la Argentina  después de la Segunda Guerra Mundial. Soy viuda luego de haber  estado casada más de 50 años con un hombre extraordinario,  buen compañero de vida y aventuras. Mi único hijo se llama Jorge, 58 años. Soy, también, una sobreviviente del nazismo. Claro que ese calificativo no alcanzaría para definirme como persona, pero creo que es una forma posible de empezar a presentarme. Voy a ir por partes. La cadena de zapaterías de mi familia, “Leiser”, llevaba nuestro apellido y tenía más de treinta y cinco sucursales.

Para el año 1933 aproximadamente estuvo de visita en uno de nuestros negocios Alberto Enrique Grimoldi, el conocido fabricante argentino de zapatos, hijo a su vez de quien fundó esa empresa en 1895. Alberto había venido para aprender en los negocios de mi familia todo lo relacionado con la atención al cliente, la venta de calzado al público, la comercialización del producto. 

 

Recuerdo como si fuera hoy que Alberto se sentó en banquito de madera de esos que se usaban entonces para ver en detalle, en vivo y en directo como se dice ahora, el procedimiento que utilizaban los vendedores de la firma. Ninguno de nosotros podía imaginar la importancia que tendría ese hombre que de tal modo se cruzó con nuestras vidas para siempre. Pasaron los años y la oscura estrella de Hitler siguió ascendiendo en una Alemania que se volvía cada vez más peligrosa y temible.

Palacio Grimoldi

 

En el año 33 la cadena Leiser, cuyas fotografías pueden verse hoy en el Centro Conmemorativo del Holocausto de Montreal, fue “arianizada” y, como consecuencia de ese despojo cruel y racista, mi  familia fue obligada a “asociarse”  en forma compulsiva con una persona no judía y así pasar el negocio a manos “arias”. En noviembre de 1938 se produjo la tristemente célebre noche de los cristales rotos, esa que quedó en la historia de Alemania con el nombre de Kristallnacht.

 

A partir de ese episodio vinieron ataques permanentes y cada vez más duros contra los judíos con persecuciones de todo tipo. Sin ir más lejos, ya unos años antes, yo asistía a un liceo de señoritas hasta que a la edad de catorce años  fui notificada por una profesora diciéndome, con una sonrisa entre cínica y fría,  pero también como un alerta de lo que se venía, que debía buscar inmediatamente otro lugar ya  que por ser judía no podría continuar estudiando en ese  liceo.

 

Cuando la situación se volvió intolerable para todos nosotros, mis padres decidieron viajar conmigo desde Berlín a Holanda procurando buscar un lugar más seguro y tranquilo. Recuerdo ese momento crítico y angustiante con el mayor detalle que mi débil memoria permite. Íbamos a embarcarnos, creo, en un  avión de la línea Lufthansa. En la aduana los SS nos desnudaron por completo para comprobar que no lleváramos joyas escondidas en el cuerpo. Así era la vida entonces. En Amsterdam mi familia poseía también una cadena de zapaterías  conocida como Huff, no tan grande como la de Alemania, pero  igualmente importante y prestigiosa. En el nuevo destino no disfrutamos de la suerte esperada. En mayo de 1940 también ese país fue invadido y ocupado por los nazis. Ante el  riesgo de perder también los negocios en Amsterdam se  produjo la segunda y milagrosa intervención de Grimoldi,  quien se hizo cargo de la cadena en Holanda mediante una  operación comercial obviamente ficticia y con la promesa  de devolver el patrimonio recibido no bien terminara la Guerra. Un verdadero pacto de caballeros. También aunque yo era muy joven para conocer el detalle- sé que cuando  mi familia aún estaba en Alemania le envió dinero a él con  la sola promesa de palabra de que luego lo devolvería. 

 

Y así fue. A veces me preguntan por qué mi familia confió  tanto en Grimoldi. La respuesta es mucho más simple de lo  que podría  suponerse. Mis padres decidieron asumir el riesgo y, así, aferrarse a la promesa de ese hombre que, en un mundo que se les caía encima, les generaba confianza.  A veces en la vida hay que dar un espacio a los valores permanentes de la condición humana. Lo que pasó después es algo muy triste de contar y evocar para mí. Un día, a las seis de la mañana yo estaba parada y como perdida en la puerta de nuestra casa en Amsterdam; en la noche anterior había salido a bailar con unos amigos en un bar de las cercanías  cuando llegaron los de la Gestapo. Debo advertir que un poco antes de eso, en un último y desesperado intento de  prevención y anticipo de la tragedia inminente, mi familia obtuvo a cambio de una fuerte suma de dinero pasaportes costarricenses. Fueron otorgados por el conde Rautenberg, cónsul por entonces de ese país centroamericano. Me animo a decir que la posesión de esos documentos que nos brindaron la  ciudadanía de un país que jamás conocimos nos salvó la  vida. Y no exagero. De no contar con ellos nuestro destino seguro eran las cámaras de gas de Auschwitz.

 

Pero aún con esa ventaja adicional nos llevaron primero a un  colegio grandote donde dormíamos en el piso en condiciones muy precarias y finalmente terminamos alojados en el campo de concentración de Westerbork, un lugar de tránsito en realidad. Fue el mismo donde estuvo Ana Frank,  la autora del famoso diario íntimo, antes de ser trasladada  a Auschwitz para matarla como ya lo habían hecho los  nazis con una tía mía, su esposo y su pequeña hija. En Westerbork dormíamos en barracas ruinosas y fuimos tratados como animales o menos que eso. De un lado pusieron a los hombres y del otro a las mujeres. Hacíamos nuestras necesidades en letrinas asquerosas, simples agujeros cavados en el piso, y nos limpiábamos con papel de  diario cuando había. Las camas, de dos o tres pisos de alto, eran de hierro y con colchones de paja. Por las mañanas nos lavábamos como podíamos en los mismos bebederos que se usaban para el ganado. Tengo de esa época un recuerdo insignificante pero,  quién sabe por qué, muy importante para mí. Secretamente  me hice una almohadita rellena con crines de caballo que  llevé y usé en todos los lugares por donde anduve en la  vida. Aún hoy la conservo. Dentro de todo, y en comparación con los demás, tuve suerte porque una prima mía ya estaba en el campo y se había hecho amiga de uno de los médicos que trabajaban ahí. Si no me equivoco se trataba del doctor  Spanier, también judío y obligado a trabajar como todos en el  hospital del lugar. Yo, usando un brazalete que todavía conservo al igual que la  estrella amarilla que nos obligaban a llevar en todo momento, trabajé en el  hospital como cocinera.

Para alimentar a mis padres y a otras personas juntaba a  escondidas viejas cáscaras de papas, zanahorias o batatas y con eso, más algunos huesos que encontraba por ahí,  preparaba una especie de sopa horrible que sin embargo  sirvió de alimento para muchos. Lo que sigue a esta historia  tiene que ver con la ansiada liberación. Llegó al lugar una autoridad de la cancillería alemana y constató la autenticidad de  nuestros pasaportes costarricenses. Hacia 1944 nos trasladaron entonces a un  campo de refugiados en Francia llamado la Bourboule. Una semana después se produjo el desembarco en Normandía y, qué emoción me da contarlo ahora,  nos abrazamos todos llorando y corrimos hacia los alambrados de púas, los cortamos casi con los dientes y gritamos la palabra libertad, libertad, libertad, una, dos, cien veces. Una nueva vida empezaba para mí en ese instante. Y lo vivido entonces fue inolvidable para mí, para mis padres y para las demás víctimas judías o de otro origen que habían conseguido sobrevivir a una vida espantosa en el mejor de los casos . o a una muerte segura. Dado que  conocíamos a gente amiga y familiares en Uruguay  nos embarcamos hacia ese país, más precisamente a Montevideo, donde, en  el barrio de Pocitos, permanecimos alojados durante  aproximadamente nueve meses en una pensión. Queríamos  ingresar a la Argentina pero eso no parecía posible por  razones políticas: sabemos que la Argentina puso trabas para la  inmigración de los judíos durante esa época.

El 3 de septiembre AMIA recibió y entregó sendos reconocimientos a la familia Grimoldi y a la sobreviviente de la Shoá, Liselotte Leiser de Nesviginsky, de 94 años.

 

Es entonces cuando se produce la tercera y nuevamente milagrosa aparición de Alberto Enrique Grimoldi, a quien por supuesto  no olvidábamos. Él tenía contactos a diferentes niveles gubernamentales de Argentina y actuó como garante personal para permitir nuestra llegada a este país. Parece que le  dijo al gobierno, presidido entonces por Perón, que nuestro conocimiento era fundamental para potenciar sus planes en la empresa.  Acto seguido Grimoldi devolvió a mi familia  el dinero y todo el patrimonio de los negocios de Holanda que habían quedado a su nombre, un gesto que mi familia  conoce muy bien y  que rescato en mi memoria como un tesoro inapreciable y eterno. Es curioso lo que pasó  después o… lo que no pasó.

 

Junto a mi marido me dediqué a la actividad turística, llegamos a organizar el primer contingente de viajeros argentinos a la Antártida, la vida siguió su curso. Pero lo cierto es que finalmente perdí todo contacto con los Grimoldi. Alcancé a saber que el hombre que nos había  ayudado tanto en momentos  de grave riesgo para mi familia había muerto si no me equivoco en 1953. Todo lo vivido pareció entonces perderse para siempre en el olvido. Un día, no sé por qué, me puse en campaña junto a Virginia,  una gran amiga y asistente, para ubicar a los Grimoldi. Fue como querer retomar en parte el hilo que se había roto.  Ayudó en tal sentido un artículo aparecido en un diario donde se mencionaba a esa familia y su historia con algún detalle. 

Virginia, bastante más moderna que yo en el manejo de Internet y esas cosas, se ingenió para dar con Grimoldi hijo, el actual presidente gerente de la empresa. Le enviamos juntas un mensaje electrónico y así se retomó el vínculo. Fui invitada a  una reunión convocada en la fábrica con toda la familia  para que yo contara el comportamiento que tuvo Alberto con nosotros. Eso fue muy emocionante para todos. Lo que dije en ese encuentro lo  repito ahora. Ojalá todos los hombres  actuaran como lo hizo Grimoldi. Su hijo, Alberto Luis, es el actual presidente y gerente de la empresa y más allá de  eso es, debo decirlo con todas las letras, un amigo permanente de la familia que  nunca se olvida de nosotros.

 

Tengo 94 años y pese a todo lo pasado y sufrido estoy feliz de estar aún en el mundo. ¡Me gusta la vida! Y si me toca morir preferiría que fuera de repente, sin dolor. Y rodeada por todos mis seres queridos.

J.F

Reproducción autorizada con la mención: ©EnlaceJudíoMéxico

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Silvia Schnessel: Silvia Schnessel es corresponsal de Enlace Judío en España. Docente y traductora, maneja el español, el hebreo, el francés, el inglés y el catalán. Es amante del periodismo, del sionismo y de Israel.