GUSTAVO D. PEREDNIK
Perednik, autor del libro La Judeofobia, nos cuenta que este fenómeno no es exclusivo de los no-judíos. Hay israelitas que odian a Israel, así como hay cristianos que lo aman.
Probablemente sea gracias a la tradición democrática del judaísmo, que los judíos son un grupo altamente autocrítico. En la sociedad judía en general, y en la israelí en particular, siempre bullen críticas al accionar de los judíos como grupo organizado.
Con todo, en algunos casos la detracción se desborda y ya no se aplica a conductas específicas, sino a la existencia judía misma, atribuyendo a los judíos, como hiciera hace poco Mikis Theodorakis, ser la raíz del mal.
Para entender por qué de todas las naciones sólo la judía ha engendrado una caterva que desde dentro se hace eco de la demonización que perpetra a veces el medio circundante, recordemos que la judeofobia también es única. Un odio tan profundo, obsesivo, permanente, fantasioso, universal y eficaz, tarde o temprano habría de infectar también a los objetos del mismo.
El síndrome es similar al de una persona acosada al que se le endilgan maldades por un período prolongado, y eventualmente las asume como si los dedos acusadores acertaran. Al judío judeofóbico, dos milenios de humillación y denigración contra el pueblo de Israel le sugieren que alguna razón debe de asistir al agresor, y por ende se suma a la difamación.
Dror Feiler exalta en su escultura el terrorismo palestino, Noam Chomsky defiende a los negadores del Holocausto y colabora con el grupo neonazi francés La Vieille Taupe (El Viejo Topo). Y no faltan en ciertos israelíes las actitudes de autoodio. En 2004 el profesor Menajem Klein declaró en Europa que «la creación de Israel fue una catástrofe» y el profesor Moshe Zimerman denomina «nazis» a los habitantes judíos de Hebrón.
Profesores de la universidad de Tel Aviv solicitaron un boicot mundial contra las academias israelíes (de las que ellos reciben sus salarios). El director de la Cinemateca de Tel Aviv, Alon Garboz, se ufana de su iniciativa de proyectar tres películas, las que respectivamente expresan los tres mitos judeofóbicos más letales de la historia: que somos deicidas (la de Mel Gibson), que somos malvados (Yenín, Yenín), y que dominamos el mundo (Jinetes sin caballo, filme egipcio basado en los Protocolos de los Sabios de Sión).
A la mayoría de la gente le cuesta asumir la realidad del autoodio judío, porque supone con razón que defender la propia vida es un instinto natural y saludable. Pero no hay fronteras que el judeófobo judío no cruce. Incluso la sangrienta diatriba de Mel Gibson, que nos retrotrae a las acusaciones medievales, halló simpatizantes entre algunos judíos. Gilad Atzmon emigró hace una década de Israel a Inglaterra, en donde se dedica al jazz y a denigrarnos. Publica apologías de Gibson y sostiene que «los palestinos son el nuevo Cristo sacrificado por Israel», que Arafat recorre el vía crucis que otrora le impusimos al nazareno y, en un delirio que ya no se detiene ante nada, Atzmon compara a Ariel Sharon con el Sumo Sacerdote supuestamente deicida de la época romana, y a los israelíes del presente con aquellos malditos judíos que según el Nuevo Testamento vitoreaban la crucifixión.
El autoodio judío es tan poco escrupuloso como la judeofobia, porque constituye una variante de la misma lacra. Así, Israel Shahak escribía que los judíos debemos pedir perdón a la humanidad por lo que la hemos hecho sufrir, y que nos corresponde valorar las revoluciones populares como la de Chmielnicki en Ucrania, tan calumniada ella por la insignificancia de haber asesinado a unos pocos centenares de miles de judíos. Shahak no se contentó con caracterizar al sionismo como el más vil movimiento surgido en la faz de la tierra, sino que muy científicamente rastreó las raíces de la ponzoña hasta la religión judía, que es según él la causa de todos los males. Fue uno de los preferidos en una buena parte de la prensa española.
Podrá sugerirse que la denominación del fenómeno como autoodio no es adecuada ya que, después de todo, el judío judeofóbico en general no se odia a sí mismo, sino al pueblo judío en su conjunto, al que culpa de los padecimientos de la humanidad. Ya en 1957 Maximilien Rubel explicaba desde la psicología la judeofobia en los textos del joven Marx, que exhortaban a la sociedad a emanciparse del judío, y Thomas Nevin hizo lo propio con Simone Weil, la filósofa francesa que llamaba al judaísmo «la cruel religión» y admiraba a Hitler. No se odiaban a sí mismos, sino al pueblo judío.
Con todo, el motivo por el cual conservamos la voz «autoodio» para definir el síndrome, es perpetuar el título del libro pionero en el tema, que Theodor Lessing escribiera en 1930: Das Judische Selbsthasse. En la segunda parte se analizan seis casos de la dolencia: Paul Reé, Otto Weininger, Max Steiner, Walter Calé, Maximilian Harden y Arthur Trebitsch.
Este último, periodista vienés convertido al cristianismo, publicó un libro antijudío y ofreció sus servicios a los nazis de Austria. Cuando notó que ello no le era suficiente, escribió:
Me fuerzo a no pensarlo, pero no lo logro. Se piensa dentro de mí… está allí todo el tiempo, doloroso, feo, mortal: el conocimiento de mi ascendencia. Tanto como un leproso lleva su repulsiva enfermedad escondida bajo su ropa y sin embargo sabe de ella en cada momento, así cargo yo la vergüenza y la desgracia, la culpa metafísica de ser judío. ¿Qué son todos los sufrimientos e inhibiciones que vienen de afuera en comparación con el infierno que llevo dentro? La judeidad radica en la misma existencia. Es imposible sacudírsela de encima. Del mismo modo en que un perro o un cerdo no pueden evitar ser lo que son, no puedo yo arrancarme de los lazos eternos de la existencia que me mantienen en el eslabón intermedio entre el hombre y el animal: los judíos. Siento como si yo tengo que cargar sobre mis hombros toda la culpa acumulada de esa maldita casta de hombres cuya sangre venenosa me contamina. Siento como si yo, yo solo, tengo que hacer penitencia por cada crimen que esta gente está cometiendo contra la germanidad. Y a los alemanes me gustaría gritarles: ¡Permaneced firmes! ¡No tengáis piedad! ¡Ni siquiera conmigo! Alemanes, vuestros muros deben permanecer herméticos contra la penetración. Para que nunca se infiltre la traición por ningún orificio… Cerrad vuestros corazones y oídos a quienes aún claman desde afuera por ser admitidos. ¡Todo está en juego! ¡Permanezca fuerte y leal, Alemania, la última pequeña fortaleza del arianismo! ¡¡Abajo con estos pobres pestilentes! ¡Quemad este nido de avispas! Incluso si junto con los injustos, cien justos son destruidos. ¿Qué importan ellos? ¿Qué importamos nosotros? ¿Qué importo yo? ¡¡No! ¡No tengan piedad! Se los ruego.
El caso de Trebitsch, el más extremo de cuantos hubo, sí consistía en odiarse a sí mismo por el hecho de ser judío. Su coetáneo Otto Weininger halló que la única escapatoria de su judeidad era el suicidio, y procedió sin más.
Hoy los contenidos del autoodio se han modificado, pero hay extremistas de esta envergadura. Es cierto que el nivel de la judeofobia es menor que el de la era nazi y este descenso abarca también a los judíos infestados. Sin embargo, si hiciéramos el ejercicio de reemplazar de la bazofia de Terbitsch el término «alemanes» por «palestinos» y «judaísmo» por «sionismo», leeríamos símiles de los textos que en la prensa israelí firman por ejemplo Uri Avneri, Ron Maiberg y Amira Hass, y con frecuencia son citados por los medios malintencionados del extranjero.
Como la gentil, la judeofobia judía tampoco tiene miramientos, y esa característica nos permite reconocerla. Hay otras características.
La segunda, es que el judío del autoodio jamás tiene una palabra de conmiseración para con víctimas judías. Pizzerías y fiestas de cumpleaños estallan en pedazos, niños judíos son asesinados en autobuses de horror, y la respuesta del amargado será buscar las culpas israelíes. Para con los dolores ajenos es capaz de entrar en los pormenores más minúsculos, pero el sufrimiento israelí para él no existe o es merecido. Cada casa palestina derribada, cada prisionero palestino humillado, es motivo de sus plañidos y disgustos. Pero los niños israelíes mutilados o quemados, las familias judías destruidas para siempre y el miedo de nuestra heroica población, no despiertan en él ni un pestañeo.
En tercer lugar, cuando el judío judeofóbico juzga los excesos de su pueblo, lo hace desde un pedestal moral. Los judíos somos malos. Cuando, por el contrario evalúa los excesos contra Israel, incluso si se trata de los crímenes más horripilantes, los juzgará desde una perspectiva política y estratégica, no moral.
Una cuarta característica es que, en general, el autoodio se ensaña contra el judío respetuoso de la tradición. El escultor israelí Ygal Tumarkin fue brutal al respecto al escribir: «cuando veo a esa gente con sus abrigos negros, sus rizos y los niños que engendran, hormigueando en mi vecindario, empiezo a comprender el Holocausto».
En quinto lugar, quien autoodia pierde frecuentemente el control, y su mensaje es furibundo, emocional. Ello ocurre especialmente cuando se topa con fenómenos que no ha previsto, como verbigracia los no-judíos que están dispuestos a defender a Israel, una disposición que lo escandaliza.
Un caso ilustrativo se produjo a principios del 2004 cuando un tal Korilchik arremetió desde Israel contra una de las mejores amigas de Israel en Europa. Incapaz de aceptar que una periodista de izquierda como Pilar Rahola no suscriba los vituperios antiisraelíes, se lanzó a tildarla de «histérica, mentirosa, grosera, autora de diatribas, peroratas, libelos y liviandades, que escribe con virtud melodramática apta para telenovelas, que pontifica bulas papales, que farfulla, que tiene ego», y varias otras maneras de generarnos vergüenza ajena.
Un poco de historia
El autoodio judío no llega hoy a los extremos de Trebitsch, simplemente porque la judeofobia de los gentiles también ha amainado. Para entender sus alcances en nuestra época, cabe retornar el concepto de judío ajudaico, título del famoso ensayo del historiador Isaac Deutscher (publicado en 1968, un año después de su muerte). El libro habla de los judíos que se alejaron de la tradición y cobra especial fuerza el propio caso del autor cuando admite su desconcierto: «Si no es la raza, ¿qué me hace judío? ¿La religión? Soy ateo. ¿El nacionalismo judío? Soy internacionalista. Soy un judío, empero, por la fuerza de mi solidaridad incondicional con los perseguidos y exterminados».
Esa arrolladora generalización de lo judaico a tal punto de transformarlo en valores que no son privativos de los judíos, lleva en muchas ocasiones a la alienación del judío marginal. Éste niega su vínculo con el pueblo judío y transforma su lealtad en «amor por la raza humana», amor que en lugar de manifestarse desde lo específicamente judío, comienza a expresarse desde la incomodidad de la no-pertenencia. Las raíces judaicas son rechazadas y pasan a ser definitivamente extrañas.
El desarraigo del judío ajudaico se extiende con frecuencia a un desarraigo paralelo de la sociedad que lo circunda y ergo se transforma en un revolucionario que lo rechaza todo. A veces, en el nombre del universalismo y de la no-responsabilidad hacia nada más concreto, está dispuesto a destruirlo todo. Odia la cultura que ha contribuido a forjar su marginalidad, y detesta especialmente el judaísmo, cuya existencia y dinamismo amenazan sus propias posibilidades de «sacudirse estrecheces y pasar a la humanidad». Así tituló su libro Jean Daniel, editor del Nouvel Observateur parisino: La prisión judía.
Pueden localizarse las raíces del moderno autoodio judío en la reacción ante la Emancipación judía que Napoleón impuso no sólo a los franceses sino también en las zonas alemanas conquistadas. En esas regiones la asimilación fue en tal medida torrencial que Hugo Valentín definió exageradamente que «más judíos alemanes se bautizaron entre 1800 y 1818, que en los previos 1800 años juntos». Cuando Napoleón fue derrocado (1815) Alemania revirtió el proceso emancipador de los judíos, quienes ya no podrían golpear las puertas de la sociedad que volvía a ser renuente a abrirlas.
Miles de ellos, nacidos en familias religiosas y educados en academias talmúdicas, habían abandonado el judaísmo apenas se pusieron en contacto con la cultura germánica. Descendiente de uno de esas familias fue el máximo poeta Heinrich Heine, para quien «el judaísmo no es una religión sino una desgracia» y quien se bautizó («pero no me convertí», aclaraba). El escritor Moritz Saphir fue aún más lejos: «el judaísmo es una deformidad de nacimiento, corregible por cirugía bautismal».
Cuando la Emancipación terminó por anularse en Alemania, y los judíos se enfrentaron nuevamente a una animadversión sistemática que no les permitía ya huir de su judeidad, apareció el singular fenómeno del autoodio moderno.
En la Edad Media, los casos de judeofobia por parte de judíos habían sido muy distintos. Petrus Alfonsi, Nicholas Donin, Pablo Christiani, Avner de Burgos, Guglielmo Moncada, Giovanni Battista y Alessandro Franceschi, todos ellos tuvieron la opción de la apostasía, e incluso la posibilidad de adherirse a los sectores más judeofóbicos de la Iglesia a fin de perseguir a los judíos.
La novedad de la nueva etapa judeofóbica en Austria y Alemania del siglo veinte, fue que no dejaba escapatoria alguna, y llevó el autoodio judío a los mismos abismos que los de la judeofobia gentil. La Organización de Judíos Nacional-Alemanes fue fundada para apoyar «el renacimiento nacional alemán» (nazismo) en el cual esperaban «cumplir un rol como judíos» (eventualmente recibieron ese rol en Auschwitz).
En aquella Viena de 1933 (¡) Robert Neumann se convirtió al cristianismo. Como el bautizo no lo salvó de Buchenwald, siempre alegó que estuvo allí «por socialista», jamás aceptó vincularse a nada judío, y acabó siendo uno de los funcionarios más antiisraelíes del Departamento de Estado norteamericano (fue eventualmente designado embajador en Arabia Saudí). Otro embajador norteamericano, en Moscú, fue el judío Lawrence Steinhardt, quien durante el Holocausto se opuso a que su país permitiera la entrada de sus correligionarios.
En Rusia, la cabeza del comité estalinista para combatir el sionismo fue David Dragunsky, quien toda su vida negó que hubiera judíos que quisieran emigrar. En esa época, también hombres de letras judíos odiaron. Véanse las novelas de Nathanael West (nacido Nathan Wallenstein Weinstein) o las declaraciones de Osip Mandelshtam, uno de los más grandes poetas rusos de todos los tiempos, quien se declaraba «alérgico a olores judíos» y a los sonidos del «dialecto judío» (la lengua ídish), describiendo su imposibilidad de aprender la grafía hebrea como una traba psicológica.
El fenómeno del autoodio persistirá hasta que la judeofobia pase a ser marginal. Despierta dilemas y repelencia, como la de un prohombre del socialismo hebreo, Berl Katzenelson, que en 1936 se lamentaba: «¿Hay acaso otro pueblo sobre la tierra cuyos hijos están tan retorcidos emocional y mentalmente, que consideran despreciable y odioso todo lo que hace su nación, mientras que todo asesinato, violación y asalto cometido por sus enemigos llena sus corazones de admiración y reverencia?».
Aunque se trate de un fenómeno marginal de la vida judía, vale la pena ventilar de vez en cuando la cuestión del autoodio, aunque más no sea para sacudir el mito de que el pueblo judío constituye un bloque uniforme y compacto.
Los sionistas no-judíos
Por el otro lado, una de las páginas más gloriosas (y menos exploradas) de la cristiandad, es la de su contribución a cimentar el movimiento sionista y a construir el Estado de Israel.
Ya en 1841, cuando los judíos aún no habían sido suficientemente motivados por el sionismo político moderno, el coronel Charles Churchill exhortaba a las autoridades inglesas a que asistiesen a los judíos a retornar a su patria ancestral. Faltaba medio siglo para que judíos prominentes juzgaran viable ese retorno. Sin embargo, Churchill aprovechó el gobierno rebelde en Palestina de Muhamad Alí, que parecía bien predispuesto hacia el pueblo hebreo, y elevó a la consideración de Moisés Montefiore un proyecto muy concreto, que eventualmente se malogró debido a la derrota de Muhamad Alí y el recontrol de los turcos sobre Palestina.
Lo que frustró a Churchill fue que los principales beneficiarios eventuales de la aventura, los judíos, no respondieron con el entusiasmo que podía esperarse de ellos. Por eso concluyó por abandonar su empeño sionista.
En efecto, los judíos comenzaron a responder masivamente a la llamada sionista sólo cuando estallaron los pogromos en Rusia, cuatro décadas después, en 1881. El sionismo de cristianos precede en mucho a esa fecha. No resulta fácil indicar la fecha exacta de su nacimiento; Yona Malachi fija como pionero a Thomas Brightman (m. 1607) y entiende a estos innovadores como un desprendimiento del pietismo protestante en Inglaterra del siglo dieciséis. A veces se lo conoce con el nombre de Restauracionismo.
En el siglo diecisiete se extendió a otros nacionales, como el francés Isaac de le Peyrere o el danés Holger Paulli, quienes llevaron la idea de adquirir Palestina para los judíos a diversas mesas de negociaciones diplomáticas. Cuando terminaba el siglo dieciocho Napoleón Bonaparte emitió su Proclama a la Nación Judía en la que pedía apoyo para restaurar un Estado hebreo en la Tierra de Israel. Tres lustros después, la era napoleónica llegaba a su fin y las añoranzas del sionismo cristiano penetran en la literatura, como en las Melodías Hebreas del romántico inglés, Lord Byron, quien en 1815 escribió: «El nido a la paloma contiene / y al zorro su cueva oscura / cada nación patria tiene / e Israel –¡la sepultura!»
También el fundador de la Cruz Roja Internacional fue un sionista cristiano a partir de 1863. Jean-Henri Dunan fundó en Londres la Sociedad de Colonización de Palestina y negoció tanto con Napoleón III como con el gobierno turco. (Por ello resultan doblemente deplorables las actitudes antiisraelíes en las que cae con frecuencia la Cruz Roja, que hemos señalado en El Catoblepas).
Entre los españoles hay notables amigos de Israel. Tanto el novelista catalán, Josep Plá como el filósofo Julián Marías, escribieron libros de viaje con mucha empatía hacia Israel, cuando visitaron el país, respectivamente en 1957 y 1968. Camilo José Cela, frecuente crítico de la judeofobia española, fue uno de los promotores del establecimiento de relaciones entre Israel y España y presidió por muchos años el instituto de amistad entre los dos países (estos datos son muchas veces omitidos cuidadosamente de sus biografías, incluidos los informes de prensa de cuando le fue otorgado el Premio Nóbel en 1989).
El periódico en red Libertad Digital nunca oculta su defensa del pueblo judío e Israel. Durante 2002 el escritor Horacio Vázquez-Rial trabajó infatigablemente para publicar una antología En defensa de Israel que incluye ensayos de veinte destacados intelectuales españoles. Me ha tocado encontrarme con abundantes muestras de simpatía a Israel y el sionismo entre los discípulos del maestro Gustavo Bueno. Brilla con luz propia Pilar Rahola, infatigable defensora del derecho a Israel a vivir en dignidad.
En el sionismo cristiano, los ingleses sobresalieron más que ningún otro grupo. William Hechler fue la mano derecha de Teodoro Herzl; Laurence Oliphant se estableció en la Galilea con un secretario privado que hablara hebreo, cargo que recayó en Naftali Herz Imber, creador del himno nacional israelí Hatikva.
La escritora George Eliot le escribe a su colega norteamericana Harriet Beecher Stowe (La Cabaña del Tío Tom): «…me sentí estimulada a tratar a los judíos con tanta benevolencia y comprensión como mi conocimiento me lo indicara». En su última novela, Daniel Deronda, el protagonista se entera jubiloso de su ascendencia israelita y descubre su recuperada identidad; se casa y viaja a la Tierra de Israel para «recrear una república judía». La novela es al mismo tiempo un relato de amor, un análisis de la sociedad victoriana que llegaba a su fin, un estudio de relaciones humanas y, como producto de una pluma cristiana, una notable comprensión de la cuestión judía.
Los fenómenos de judeofobia israelita y judeofilia gentil, son polos opuestos que reflejan que con frecuencia ni la etnia ni el origen definen la postura ideológica de los individuos, y muestran que para abrazar una causa noble, incluso si se trata de una causa judía, no necesariamente del grupo judío provendrán los protagonistas.
Fuente: El Catoblepas
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