GABRIEL ALBIAC
Algunos jóvenes se trasladan a casas de oraciones clandestinas donde manda el yihadismo y el salafismo.
La Gran Mezquita de Bruselas es un pastiche, al gusto orientalista de finales del siglo XIX. Construida en 1879 por un arquitecto belga y muy celebrada por su decorativo Panorama del Cairo. Mediado el XX, quedó en ruinas. Y en 1967, el rey Faisal de Arabia recibió del belga, Balduino, la dación enfitéutica del edificio por 99 años. Los saudíes corrieron con la rehabilitación. Que tomó este aspecto de decorado de película con que la vemos hoy. Pastiche extremo. En equitativa correspondencia, Arabia Saudí, además de asumir sus finanzas, seleccionó a su clero. Wahabita, naturalmente. La ortodoxia islámica se instaló, así, en Bélgica. Y abrió la puerta al salafismo. Aunque, ahora, cuando ese salafismo ha derivado a una guerra santa que aún los saudíes juzgan peligrosa, la Gran Mezquita ha ido siendo abandonada por jóvenes a los que sedujo la mística de la yihad. Las casas de oración clandestinas, que proliferan en Molenbeek o en Schaerbeek, tomaron el relevo. La Gran Mezquita es ya, para esas generaciones nuevas, reliquia del pasado.
Ayer viernes, todo el mundo aguardaba las palabras del imán de la Gran Mezquita. Y, mucho antes de la hora de oración, un pequeño ejército de cámaras de televisión se apiñaba a la puerta. No hubo ningún problema para entrar. A diferencia de lo que sucedió en París en noviembre, la mezquita de Bruselas estaba abierta a la prensa. Incluso, alguna periodista se cuela, descubierta, en la sala destinada a los hombres, desentendiéndose del balcón en el segundo piso que es el sitio de las mujeres veladas. Nadie le dice nada. No hay más imposición que la de dejar los zapatos fuera.
Me siento discretamente sobre la alfombra, apoyado en la pared. A mi derecha, la doble línea de cámaras de televisión tiene algo de pelotón de fusilamiento. Un viejo musulmán se acaba de acuclillar a mi izquierda. Me identifica como periodista y me da la mano ceremoniosamente. Los dos somos de otro tiempo. Yo, que nunca hubiera podido imaginarme vivir algo tan anacrónico como una guerra santa. Él, que no puede ni darse cuenta de que el islam ya no sucede aquí, de que el islam está en esos clandestinos garajes en los cuales una generación de imanes, para él impensables, envía a sus hijos a un recorrido de muerte infalible: en Siria e Irak primero; luego, de vuelta, aquí mismo.
La reventada estación de Maelbeek está a seiscientos metros de esta Gran Mezquita; el aeropuerto de Zaventem a pocos kilómetros. Los hijos perdidos han traído el infierno hasta la puerta de sus propias casas. Y el islam ya no sucede en esta sala de artificioso orientalismo. El islam está pasando en ese Molenbeek donde ayer un camarero me advierte amablemente: «No venga usted mañana a comer entre la una y las dos; a esa hora aquí, todos estamos orando y no va usted a encontrar un solo comercio abierto». Allí. En Molenbeek. Aquí, en el amplio espacio de la Gran Mezquita en donde la oración del viernes empieza, debe de haber algo menos de doscientos hombres. Supongo que otras tantas mujeres en el piso de arriba. La población musulmana de Bruselas suma más de cien mil. No, nadie puede engañarse. Los clérigos, menos que nadie. El islam ya no sucede aquí. Y puede, es lógico, que los más asustados hoy sean ellos: los clérigos sobre todo, pero también sus tan conservadores fieles. Temen a sus jóvenes. Quieren mostrarlo. El discurso del viernes es la ocasión para hacerlo.
Otro tiroteo
Hay un murmullo grave. Indefinido. Es el prólogo. El imán comparece ante los fieles. Todos esperan las palabras de la máxima autoridad musulmana. Pero aquí no hay ni cuatrocientos creyentes. Más una nube de periodistas cargados de cámaras y trípodes. El islam no pasa por la Gran Mezquita. Y el imán, ¿habla para los fieles? ¿Podría hacerlo en este desequilibrio de creyentes que perpetúan el rito y de infieles que toman notas o hacen fotografías? Nadie se engaña. Menos que nadie, el imán. El imán habla para las cámaras. Que lo pervierten todo. Y que hacen que todo cuanto va a ser dicho sea milimétricamente previsible. Milimétrico plató televisivo.
En árabe fuertemente enfático, primero. Enseguida, traducido al francés por un adjunto. El discurso oficial. «El islam es religión de paz…»; «hay que arrancar del abismo infernal a los jóvenes inconscientemente descarriados por las redes sociales y la delincuencia…». En un silencio reverencial, los cuatrocientos fieles asienten. Se escucha algún chasquido de cámaras. Pero el islam…, el islam ya no sucede aquí.
Al salir de la mezquita, los smartphones de los reporteros dicen que la noticia estaba en otro sitio. Schaerbeek: un nuevo tiroteo, un hombre herido. Lejos de la Gran Mezquita.
Fuente: ABC Internacional
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