Bruselas: Un réquiem europeo

El barrio es peligroso; no hay posibilidad real de controlar de verdad esta fortaleza islamista con casi cien mil habitantes, de la cual se ha nutrido el mayor contingente de yihadistas europeos que combaten en Irak y Siria con el Daesh.

GABRIEL ALBIAC PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO – Bruselas no es una ciudad; es, más bien, una amalgama de ciudades, de poblaciones, religiones, mundos. Ajenos entre sí. No, no ajenos en realidad, hostiles. Mundos cuya incompatibilidad se encubre bajo la fingida apariencia de autorregulaciones negociadas, cuya fragilidad ha pasado, desde el martes último, a primer plano. Convencionales tecnócratas en el barrio cuyo epicentro marca el edificio de la Comisión Europea; gentes de chilaba, hiyab y casas de oración salafistas clandestinas en las pauperizadas periferias musulmanas; y lo que queda de la vieja capital belga en los barrios del centro: casi un parque temático para turistas, en torno la Grande Place. Pero esas poblaciones se barajan cada día. En el metro, en los comercios. Sin apenas relacionarse.

Paseo, bajo la lluvia, por la rue de la Loi. Jueves, 24 de marzo. Me paro ante la estación de metro Maelbeek, marcada discretamente por ramos de flores y velas. Y menos discretamente por un sólido cordón policial. Aquí, dos días antes, Khalid Al Bakhrani y su aún no identificado cómplice se hicieron reventar por sus explosivos, llevándose por delante las vidas de veintiún pasajeros anónimos camino del trabajo. Eran las nueve y once minutos de la mañana. Maelbeek está a doscientos metros del modernísimo edificio de la Comisión Europea. Que es formalmente el Gobierno Central de Europa, su vértice neurálgico. Y el alto mando también de esa desarraigada élite de tecnócratas cuyo poder es mucho más imponente hoy que el de todos los gobiernos y residuales instituciones representativas nacionales. El golpe, además de material era simbólico. Ningún lugar del Continente hubiera debido estar más protegido. Y el fracaso de esa seguridad aparece, en muy buena parte, como el fracaso común de la Unión Europea.

Poco más de una hora antes del atentado del metro, el hermano de Khalid, Ibrahim Al Bakrani, en compañía de otro terrorista tampoco aún identificado, había hecho estallar sus maletas de explosivos en el hall del aeropuerto internacional de Bruselas, Zaventem: catorce muertos y un largo centenar de heridos quedan rotos ante los mostradores de Brussels Airlines y American Airlines. Los dos hermanos Bakrani provenían de Molenbeek, periferia Oeste de Bruselas. A media hora en metro desde aquí. Esto es, en otro mundo.

Pero hoy, jueves 24, esa media hora entre la ciudad europea y el gueto islamista se prolonga en más de dos. Una parte de las líneas del metro sigue suspendida. Y los trenes que circulan desde la estación central lo hacen con regularidad muy espaciada. El Molenbeek al cual, al cabo de la larga espera, logro llegar, fue en tiempos un tradicional barrio obrero. Y es hoy una ciudad homogéneamente norteafricana. Nada particular. Lo que he visto en Saint-Denis, en la periferia de París. Lo que es visible en las afueras de todas las grandes ciudades europeas. Es la evolución estándar del urbanismo post-industrial en la vieja Europa: fábricas convertidas en residuo arqueológico y viviendas de las cuales huyeron quienes en aquellas fábricas trabajaban hace treinta o cuarenta años. Y que fueron progresivamente ocupadas por gentes de otros mundos.

El ejército, omnipresente en Bruselas desde el día de los atentados, toma aquí, en Molenbeek una dimensión menos simbólica, más inevitablemente revestida de realidad. En el andén, por completo vacío, dos soldados en uniforme de combate me detienen y cachean. Los soldados llevan el casco puesto, el subfusil montado, ocultan con pasamontañas el rostro. Son corteses, pero exhaustivos en el registro. Me identifico como periodista y ellos me indican que tenga cuidado con la zona en la que voy a meterme. El barrio es peligroso; no hay posibilidad real de controlar de verdad esta fortaleza islamista con casi cien mil habitantes, de la cual se ha nutrido el mayor contingente de yihadistas europeos que combaten en Irak y Siria con el Daesh. Eso ya lo sabía, naturalmente. Pero no puede no impresionarte que una pareja de soldados armados hasta los dientes te diga, como la cosa más natural del mundo, que no hay posibilidad ninguna de garantizar tu seguridad aquí, en el corazón de Europa, a siete estaciones en metro de la solemne Comisión Europea. Que no la hay ni siquiera en estos días terribles. Menos que nunca en estos días.

Ayer mismo, en Anderlecht, el equipo de filmación de una cadena árabe fue agredido por bandas de jóvenes islamistas mientras trataba de rodar un reportaje en ese municipio bruselense. La policía, a pocos metros, no hizo nada para impedir el apaleamiento. Cuando una de las periodistas reclamó su ayuda, los agentes se limitaron a explicarle que no disponían de fuerza suficiente. Y que sería una imprudencia y casi una provocación intervenir. Que, de hacerlo, el inicio de un motín general en el barrio podría tener consecuencias imprevisibles. Mejor retirarse del barrio. Sólo una anciana se enfrentó a los linchadores. La periodista argelina me lo cuenta con ira apenas contenida: aquella viejecilla, me dice, los llamó de todo en árabe; estaba furiosa, no paraba de repetir que sólo en Bélgica había logrado alcanzar una vida decente y que todos ellos no eran más que una patulea de traficantes disfrazados de santurrones. Ella los conocía, los había visto crecer como pequeños delincuentes callejeros. Antes de transfigurarse en soldados de Alá.

Nuevos registros al salir de la estación del metro. Aún más metódicos. Y nuevas advertencias. Los habitantes de Molenbeek se dejan cachear con un muy poco equívoco gesto de odio. Pero aquí los furgones militares son lo bastante abundantes y lo bastante intimidatorios como para que nadie oponga resistencia. Ni siquiera verbal. Todo se juega en el rencor y el silencio. Salgo a la calle.

Vago, sin objetivo concreto, por esta cochambrosa ciudad en la que sólo manda de verdad el Estado Islámico; por esta ciudad de la cual salieron los asesinos de París en noviembre. Es la ciudad de Abaaoud, que dirigió el comando de y que fue acribillado en su escondrijo de Saint-Denis, de Abaaoud, que había combatido en Siria y antes había sido uno más entre los habituales jóvenes delincuentes del barrio. Es la ciudad de Abdeslam, a quien le faltó el coraje para hacer estallar su cinturón-bomba en el Estadio de Francia que presidía aquella noche François Hollande, y que huyó hasta llegar de nuevo aquí, a la madriguera maternal de Molenbeek, y que aquí, en Molenbeek, a cuatro paso de su casa familiar, logró permanecer invisible durante cuatro meses. Todos en el barrio sabían que había vuelto. Pero Molenbeek existe en otro mundo; inaccesible a las garantías del Estado, inaccesible a seguridad y policía. Todos callaron.

La mujeres, aquí, van, sin excepción, cubiertas conforme a lo que el rigor coránico ordena. Grupos de hombres jóvenes vagabundean, desocupados, por las calles. Esto fue un barrio industrial. Ahora es un gueto de desocupados, con cargo a la seguridad social. Las viviendas parecen haberse corroído: fachadas descascarilladas, que ceden al peso de abandono e indolencia.

Es hora de comer. Al menos, en mi horario madrileño, que no debe coincidir demasiado con el de aquí. Entro en cualquiera de los minúsculos bares que abundan en la zona. El camarero me identifica, de inmediato, como un extraño. “¿Italiano?”, me pregunta. “No. Español”. Y, de inmediato, comienza a dirigirse a mí en un castellano más que correcto. “Pero, no vaya usted a creerse que soy español”, me matiza enseguida. “Soy de Melilla. No España”. Está bastante claro que no voy a discutírselo. Por mí como si ser de Melilla hiciera de él un inequívoco neozelandés. Lo que yo quiero es nada más que un cuscús decente. He venido hasta aquí desde el centro, le digo, con ese antojo. Me mira desconsolado. “No, hoy no cuscús. Cuscús mañana, viernes”. “Ah, pues volveré mañana”. “Sí, sí, estupendo. Pero no a esta hora, por favor. Entre la una y las dos, los viernes estamos todos en la oración. No encontrará usted aquí ningún negocio abierto”. Luego, como en cualquier otro punto del universo me hace la ritual pregunta: “¿Del Madrid o del Barça?” Cuando le confieso que el fútbol me es tan enigmático como la mecánica cuántica, pierde definitivamente todo interés en mí. “Bueno, pues hasta mañana”. “Hasta mañana. Pero ya sabe, de una a dos todo cerrado. Oración”. Le creo.

ACENTO DE DERROTA

Retorno al centro. Bajo una lluvia que no es, en este mes de marzo y en Bruselas, tan despiadadamente helada como lo era en París en febrero del año pasado, cuando asesinaron a los de Charlie Hebdo. Pero que es igual. Todo parece concertarse para evocar aquí aquello de entonces. Hace apenas un año de Charlie, cuatro meses del Bataclan. Y la repetición toma un acento inocultable de derrota. Ha vuelto a suceder. Es la amarga constancia de que nada de verdad importante se ha resuelto. Hay, eso sí, una decena de yihadistas muertos. Unos pocos detenidos. Y una red clandestina intacta. Y una base entre Irak y Siria, desde la cual planificar operaciones contra la población civil europea es casi un juego. Ha vuelto a suceder. Sucederá más veces.

En la plaza de la Bolsa me golpe súbitamente la certeza de que estamos perdiendo esta guerra. Y de que quizá lo aceptamos, aun sin darnos cuenta. Esta plaza, me explican los de aquí, ha sido, desde hace años, el punto de concentración festiva de los adolescentes. Ya se tratara de celebrar una victoria futbolística o el fin de curso. Desde el martes mismo, la escalinata de la Bolsa de Bruselas se ha transformados en un improvisado altar votivo, al cual todos acuden a expresar su dolor en compañía de sus iguales.

He llegado hasta allí, dejando atrás la irreal belleza, como de casa de muñecas exquisita, de la Grande Place. Y doy de bruces con una escena que ya conozco. La Bolsa de Bruselas es hoy la Plaza de la República en el París del noviembre pasado, después del Bataclan y la matanza de los jóvenes que allí escuchaban el concierto de rock en el curso del cual perdieron absurdamente sus vidas. El mismo ceremonial, a la pequeña escala de las repeticiones. Chavales muy jóvenes, sobre todo. Ramos de flores, poemas, fotos, cartas de despedida, letreros escritos con tizas de colores, mensajes de paz y amor que parecen arrancados al final de los años sesenta californianos… Y, en torno a ellos, soldados con la metralleta armada.

Nadie sabría –yo, menos que nadie– decirles a estos chicos que se equivocan. Que no hay bondad ni amor que sirvan para para detener a una banda de asesinos. Menos aún, a un ejército que asesina en el nombre de una potestad divina. Que sólo una eficaz máquina de guerra europea los podría salvar de esto que apenas ha empezado. Y que esa máquina eficaz de guerra, ese ejército único de la UE no existe, ni tiene trazas de estar previsto. Hemos creado la ficción de que nunca más en Europa habría guerra. Era un autoengaño ridículo. Pagamos ahora el precio.

LA GUERRA SIGUE

¿Quién podría explicar eso a estos adolescentes sobre los cuales se ha venido encima, sin aviso previo, el duro peso de un mundo para el cual no fueron preparados? Probablemente, nadie. Hace un par de días, leía yo el artículo en el que una periodista belga pedía perdón a sus hijos. Os he educado –venía a decir– en la creencia firme de que las guerras en este continente no eran ya posibles. Que podríais vivir, mejor o peor, con todas las dificultades que determinan la condición humana. No en un paraíso terrestre, desde luego. Pero sí al abrigo de esa matanza metódica que era esencia del pasado. Os engañé. Pido perdón por ello. La guerra sigue aquí. Y vosotros no habéis sido preparados siquiera para saber enfrentaros a ella.

La periodista bruselense había olvidado –lo hemos todos olvidado en diversas medias– un aforismo que es tan viejo como el nacer de la filosofía en Grecia, de esa racionalidad que sigue siendo la nuestra. Implacable. El que formula Heráclito: “La guerra es padre y señor de todos los hombres. Y a unos hace señores y a otros siervos”. Ignorar esa determinación, es ser ya siervo. De la guerra que no hemos sabido librar para defendernos. Soñar que nunca más habrá ya guerras es poner las semillas de las guerras más atroces. Me viene a la memoria la reflexión desolada y lúcida del gran Nicolás Maquiavelo: “Desde que tengo memoria, siempre, o bien hubo guerra, o bien hubo preparativos para volver a hacerla”.

La guerra está ya aquí. En Bruselas. Como en París. Como en Madrid. Como en Londres. Camino de Berlín o de Roma. Camino de cualquier sitio. Y la guerra está también en otro lugar. En el Irak de donde Obama hizo salir a su ejército, consumando el error más mortífero de los últimos decenios en el Oriente medio. Habrá que volver allí. O aceptar que la guerra se juegue sobre Europa. Y ese retorno a Irak y Siria será muy cruento: nada ganamos con ocultarlo. La fantasía de una guerra “limpia”, que se juegue sin costes tan sólo desde el aire, es una de esas utopías militares que sólo acarrearán más destrucción y no resolverán nada. Será preciso poner tropas en tierra. Europeas, sí, pero ante todo norteamericanas, únicas de verdad eficaces para dar esa dura batalla contra el Daesh.

No es verosímil que Barak Obama lo acepte. Todo su mandato ha estado alzado sobre la mitología casi infantil de un pacifismo cargado de buenas voluntades y de pésimas consecuencias. Es verosímil que el vuelco tras les elecciones presidenciales sea completo. Ni Hillary Clinton ni Donald Trump aprecian los errores cometidos por la política internacional de Obama. Y Sanders, es poco probable que pueda llegar ni siquiera a la candidatura demócrata. Por fortuna. Una sobredosis más de buenas intenciones en la política internacional de la Casa Blanca sería definitivamente letal para la defensa europea.

Europa, mientras espera el noviembre americano, parece extraviada en el laberinto de sus propias carencias. Los errores en cadena cometidos por la policía belga en el control de terroristas señalados por los servicios turcos, estadunidenses e israelíes, no son más que la epítome de una ausencia esencial: la de un ejército europeo, una inteligencia europea, una seguridad militar y policial unificada en Europa. Algo para lo cual parecemos, hoy por hoy, por completo incapacitados. Bien que mal, la Unión Europea ha ido articulando la homogeneidad relativa de sus economías, la similitud metafórica de sus instituciones. En el terreno de la fuerza material, no hay nada, rigurosamente nada. Y sin un ejército unificado, el proyecto de una nación europea queda sólo en una retórico fantasía.

RESPUESTA CONJUNTA

La fantasía que resuena en el reiterativo empeño en reducir verbalmente esto que está sucediendo a una anécdota nueva del viejo terrorismo. No hay error más letal que atrincherarse en ese léxico y en las lógicas que él arrastra. Es confortable, en la medida en que permite amalgamar el presente con un pasado que ya hemos superado: aquel del armamentismo que proliferó como variante loca del izquierdismo de los años setenta. Y que fue, al cabo, reducido por un trabajo policial paciente y sistemático. Pero esto de ahora no es un problema policial. Es una guerra. Y afrontar una guerra con lógicas sólo policiales es ya haberla perdido. El mapa de los desplazamientos yihadistas entre los atentados de París y de Bruselas, de la continuidad de sus redes, de su logística, de sus ejecutores, es síntoma de una dimensión bélica que se extiende a toda Europa. Nada que no sea una consecuente respuesta conjunta sobre el continente podrá acabar con eso. La creación de algo que opere como un ejército único europeo es hoy una prioridad no posponible.

Me alejo sin esperanza de la plaza e la Bolsa. A mi espalda van apagándose los cantos. Y a mis oídos, suenan como un réquiem. Por nosotros.

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