JULIAN SCHVINDLERMAN
En la película Being John Malkovich, el guionista Charlie Kaufman creó un entrepiso pequeño en un alto edificio que permitía imposiblemente al actor John Cusack entrar a la mente de John Malkovich.
Recientemente, el periodista Jeffrey Goldberg publicó una extensa y fascinante nota en The Atlantic que ofrece un portal a la mente de Barack Obama. Y lo que se ve allí adentro es filosóficamente inquietante.
A lo largo de sus 72 páginas se ve a un presidente marciano, casi salido de otro planeta. Un hombre con prioridades políticas desequilibradas y tercamente aferrado a sus gustos ideológicos (cambio climático, Guantánamo, Obamacare, Cuba) más que a lidiar con la desagradable realidad del mundo circundante. Se ve a un político pedante e impaciente con pares y asesores, a un líder mundial casi indiferente a la amenaza del terrorismo islámico. Como acota Goldberg, “Obama ingresó a la Casa Blanca decidido a irse de Irak y de Afganistán; no estaba buscando nuevos dragones a los que derrotar”. Pero los dragones siguen ahí afuera.
El presidente minimiza la amenaza del ISIS al señalar que más gente muere en accidentes de tráfico -o al caerse en la bañadera- que víctima de actos de terror. Dice que Arabia Saudita debe “compartir” el Medio Oriente con Irán. Se pregunta por qué Israel tiene que mantener una ventaja cualitativa militar respecto de las naciones árabes. Sostiene que Vladimir Putin “no es completamente estúpido” y defiende su decisión de no honrar la línea roja que marcó sobre el uso de armas químicas en Siria: “estoy muy orgulloso de ese momento”. Interrogado sobre su abandono de Ucrania, responde: “El hecho es que Ucrania, que no es miembro de la OTAN, será vulnerable al dominio militar de Rusia más allá de lo que nosotros hagamos”. Cuando Goldberg le pregunta si no cree necesario mostrar un poco de músculo ante un matón como Putin y da como ejemplo un ataque hipotético a Moldavia, el presidente norteamericano dice: “… si es realmente importante para alguien, y no es tan importante para nosotros, ellos lo saben, y nosotros lo sabemos”. ¿Puede uno imaginar las expresiones de los presidentes de Ucrania y Moldavia al leer esas líneas?
Obama es un presidente convencido de la superioridad de su conocimiento político y visión ideológica. Se exaspera cuando el premier israelí Binyamín Netanyahu le da lecciones de historia: “Bibi, tú crees que no entiendo de lo que estás hablando, pero lo hago”. Reta al rey de Jordania Abdala cuando se lo cruza en una cumbre por haber dicho en privado “yo creo más en el poder americano que lo que lo hace Obama”. Se enoja con su Secretaria de Estado Hillary Clinton cuando ésta cuestiona una aseveración despectiva suya sobre política exterior (“no hacer idioteces” dijo al ser consultado sobre su política en la escena global post-Bush): “las grandes naciones necesitan principios organizativos” observó Clinton, “y ´no hacer idioteces´ no es un principio organizativo”. Se irrita con el siguiente y servil secretario de estado John Kerry cada vez que éste le pide que lance misiles en Siria al menos para presionar políticamente a Damasco y a Moscú, al punto que tira una indirecta durante una reunión de gobierno: que sólo el Pentágono le acerque opciones militares, dice, y nadie más. La más intervencionista de sus allegados, la embajadora ante la ONU Samantha Power, autora de un libro que critica a varias presidencias norteamericanas por no haber actuado a tiempo para frenar genocidios, trata con insistencia de persuadir al presidente para que actúe en Siria ante lo cual un frustrado Obama la corta en la reunión de gabinete: “Samantha, suficiente, ya he leído tu libro”. Desestima la preocupación de su asesora más cercana, Valerie Jarret, a propósito de la preocupación popular de que el jihadismo golpeé en Estados Unidos: “no van a venir acá a cortarnos nuestras cabezas”. Finalmente, cuando Obama decide dar marcha atrás, un día antes del inicio planeado de una ofensiva militar y tras consultarlo a lo largo de un paseo de una hora de duración por los jardines de la Casa Blanca con un asesor suyo muy poco inclinado al uso de la fuerza, Obama toma por sorpresa a su gabinete al anunciar que no atacará. El secretario de Defensa y el Secretario de Estado ni siquiera estaban en esa reunión. David Cameron, Francois Hollande y buena parte del planeta observan estupefactos.
A esta altura incluso periodistas amigables lo interrogan durante un vuelo sobre su política hacia el ISIS. “¿No ha llegado el tiempo de que cambie su estrategia?” dispara uno, “¿Puede decir algo sobre sus críticos que dicen que su resistencia a entrar a otra guerra en el Medio Oriente… hace a EE.UU. más débil y alienta a sus enemigos?” pregunta otro, y se suma el de la CNN, “¿Cree usted que realmente entiende a su enemigo lo suficiente para derrotarlo y proteger a la patria?”. El presidente permanece impasible. Concluye Goldberg: “Obama cree que en la historia se toma partido, y que los adversarios de EE.UU. -y algunos de sus supuestos aliados- se han situado en el campo equivocado, en un lugar donde el tribalismo, el fundamentalismo, el sectarismo, y el militarismo aún florecen. Lo que ellos no entienden es que la historia se está torciendo en su dirección”.
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