IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Usted jamás va a descubrir un judío en la puerta de su casa diciéndole “¿Tiene cinco minutos para que le hable de la Ley de Moisés?” Y esto se debe a que el Judaísmo es una religión que no hace ni fomenta el proselitismo (es decir, el intento por conseguir nuevos adeptos).
Hay que entender tres razones por las cuales el Judaísmo no lo hace. La primera es su fundamento teológico, la segunda es una cuestión eminentemente histórica, y la tercera es una convicción existencial consecuencia de las difíciles experiencias por las que ha pasado el pueblo judío.
Teológicamente hablando, el Judaísmo consiera completamente innecesario el proselitismo. Y aquí hay que señalar una diferencia entre Judaísmo y Cristianismo para que se entienda bien el concepto: en la religión cristiana, todo gira en torno al concepto de “salvación” del alma. La visión de Jesucristo como redentor tiene que ver con eso: un plan de D-os para rescatar al ser humano de su condición pecaminosa que lo condena. En el Judaísmo no existe esa perspectiva (en ninguna época, en ninguna tendencia). La idea judía es la de “corrección”, no la de “salvación”. La labor de corrección debe ser aplicada por el ser humano en dos niveles: el Tikún Haolam (corrección del mundo) y el Tikún Hanefesh (corrección del alma). Es decir, la corrección de todo lo que funciona mal afuera de nosotros, y la corrección de todo lo que funciona mal adentro de nosotros.
Por lo tanto, el Judaísmo recalca desde la Torá hasta hoy en día, que la responsabilidad para esa corrección recae en la persona, no en un intermediario que se pueda definir como “el salvador”.
En términos estrictos, para participar en la corrección del mundo y lograr la corrección personal, no es necesaria la filiación a ninguna religión existente. Es algo que tiene que ver, directa y exclusivamente, con la conducta. Y eso lo puede depurar y arreglar cualquier persona en cualquier lugar. Incluso, una persona puede tener los instintos y deseos más viciosos y perversos, pero si tiene el temple para dominarse a sí mismos y mantener su conducta comprometida con esos dos niveles de corrección, está haciendo lo correcto.
¿Por qué todas las tendencias cristianas e islámicas hacen proselitismo? Porque están convencidas de que la “salvación” del alma sólo se garantiza dentro de los parámetros de sus propias creencias. Como el Judaísmo no se enfoca en ese asunto –la salvación del alma–, tampoco se enfoca en su contraparte: la condenación.
¿Qué dice el Judaísmo sobre el destino del alma después de la muerte del cuerpo? En realidad, no hay una “doctrina” oficial. Lo único que puede decirse, a manera de resumen, es que la persona –con cuerpo y alma o solamente con alma– continúa con su proceso de corrección. Al morir y ya sin el cuerpo físico con el que habitamos este mundo, seguirán su proceso justo en donde se haya quedado, y donde D-os quiera ubicarlo.
Lo importante no es eso, por lo tanto. Lo importante es cuánto trabajamos en esta vida para participar de esa corrección.
Un cristiano puede, desde su experiencia cristiana y sin abandonar sus creencias cristianas, participar en la corrección del mundo y en la suya propia; un musulmán también; un ateo también; cualquier persona que sea consciente de la necesidad de ello, en resumen.
Por ello, teológicamente podemos decir que el Judáismo no hace proselitismo porque no encuentra ninguna justificación ni necesidad para ello.
Es la expresión más depurada del monoteísmo: ser monoteísta no significa nada más creer en un solo D-os, sino aceptar que el único D-os que puede encontrar cualquier persona desde cualquier experiencia religiosa, es el mismo. Porque sólo hay uno.
Vamos ahora con una razón histórica: parece mentira, pero la realidad es que lo anormal, como experiencia humana, es el proselitismo.
Desde sus orígenes, la religión –como sistema organizado de creencias y rituales– fue un fenómeno “nacional”. Es decir: cada grupo (originalmente identificable por su ubicación geográfica) desarrolló su propia religión, y nunca existió la idea de andar deambulando por aquí y por allá buscando conversos en los otros grupos.
Si en un momento dado había un choque entre dos naciones, el choque religioso consecuente era entendido como una suerte de competencia para ver qué dioses eran más fuertes (recuérdese que estamos hablando de religiones eminentemente politeístas). Los derrotados seguían practicando su misma religión, pero conscientes de que estaban obligados a la sumisión de sus vencedores, porque sus dioses mismos habían sido vencidos.
Solamente en el caso de que una persona se trasladara a otro lugar –por negocios, por ejemplo–, lo que entendía como normal era que debía rendir honores a los dioses de ese nuevo lugar, aunque lo hacía sin dejar su propio credo religioso. Esto nos muestra que no existía el concepto de conversión: se podía rendir culto a una deidad extranjero como mero signo de respeto, pero eso no disociaba a la persona de su propia identidad religiosa.
Más complejo podía ser el caso de grupos conquistados pero además exiliados. Al ser llevados a otros lugares sin opción a regresar al suyo propio, terminaban por asimilar las prácticas religiosas del nuevo sitio y las fusionaban con sus propios bagajes. De ese modo surgieron primero religiones mixtas, y luego nuevas religiones. Pero ninguna de estas dinámicas implica ni conversiones ni proselitismos. Un buen ejemplo de este fenómeno lo encontramos en el origen de la identidad Samaritana tardía según II Reyes 17:24-34.
Sólo hasta una etapa relativamente tardía la dinámica empezó a cambiar. La visión universalista de la cultura y religión helénica hizo que se impusiera un fenómeno más complejo: la identificación e intercambio de dioses. Es decir: deidades de otras culturas empezaron a ser identificados como “otras versiones” de los dioses griegos. Acaso el más célebre de todos es el dios egipcio Tot, que en la religión griega fue asociado como Hermes.
Este fenómeno se intensificó cuando los romanos se impusieron como los amos del Mediterráneo y de Europa, pero asimilándose a la cultura helénica. Entonces, dioses griegos como Zeus, Cronos o Hermes, pasaron a ser identificados con los dioses romanos Júpiter, Saturno o Mercurio, respectivamente.
Roma fue un imperio cosmopolita. En muchas ciudades se establecieron múltiples grupos que, por lo tanto, continuaron rindiendo culto a sus propios dioses en ese lugar, aunque podían participar sin ningún problema del culto a los dioses locales. En ocasiones, Roma llegaba a considerar como “dioses adoptados” a aquellos que tenían un gran impacto popular, y eso significaba que sus castas sacerdotales, templos y rituales pasaban a ser financiados por el estado. Un buen ejemplo es el culto a Isis y Osiris, originario de Egipto pero adoptado también en Roma, o el de Cibeles, originario de Tracia pero admitido como culto oficial en el Imperio Romano.
E insisto: nótese que ninguna de estas dinámicas implica ni proselitismo ni conversión. Había una enorme flexibilidad que permitía que una persona, en un momento dado y por razones que podían ser meramente coyunturales, rindiera culto a un dios distinto a los suyos, sin que eso lesionara su identidad religiosa.
El panorama apenas empezó a cambiar en los últimos dos o tres siglos antes de la Era Común con el auge de los llamados Cultos Mistéricos, núcleos religiosos que sí buscaban conversos. Ello fueron los primeros en desplegar cierto nivel de proselitismo, aunque por la naturaleza de estos cultos, no toda la gente era invitada a integrarse. Los Cultos Mistéricos fueron sociedades iniciáticas, y eso implicaba un cierto nivel de discriminación en términos prácticos. Sólo eran admitidos aquellos que cubrían los requisitos morales e intelectuales y, en algunos casos, los que además podían costear todas las ceremonias de iniciación para integrarse oficialmente.
Pero hay algo más: los Cultos Mistéricos no eran religiones por sí mismas, sino una suerte de sección VIP dentro de las religiones antiguas. Por ejemplo, dioses como Isis y Osiris, Cibeles, Mitra y Dionisos, además de tener sus propias religiones, al interior de las mismas tuvieron un Culto Mistérico. Entonces, el proselitismo que se hacía por parte de estos cultos no era necesariamente para “cambiar de religión”, sino para ingresar a un nivel más selecto de la que ya se practicaba.
En todos estos aspectos, el Judaísmo fue una identidad religiosa fuera de lo normal. Si un judío de la antigüedad visitaba otro lugar, no le rendía culto a los dioses locales; si una comunidad de comerciantes establecía su residencia en cualquier país del mundo, no se asimilaba en ningún sentido a las prácticas religiosas del lugar; en sentido inverso, si un extranjero visitaba Jerusalén o cualquier otra ciudad judía, no se le permitía participar de las prácticas religiosas judías; ni siquiera si eran inmigrantes llegados a vivir allí.
Esto resultó desconcertante, pero también fascinante, para muchos no judíos. A partir del año 134 AEC, Judea empezó una etapa de esplendor y poderío que nunca (sí, así de simple: nunca) había tenido. Era el inicio del esplendor del Reinado Hasmoneo, bajo la dirección de Yojanan Girján (Juan Hirkano). Ello posicionó de un modo muy favorable la imagen del Judaísmo en todas las zonas dominadas por Roma (por entonces, todavía una República), principal aliada de Judea. En consecuencia, mucha gente empezó a buscar la conversión.
El siglo I AEC y la mitad del siglo I EC fue la única etapa en la que se desarrolló una fuerte labor proselitista, pero hay que aclarar que la iniciativa no era judía (buscar conversos), sino gentil (buscar la conversión). Fue con base a esa experiencia que los rabinos del siglo II sentaron las bases de los criterios legales (halájicos) que luego se hicieron norma, hasta la fecha.
Hoy puede parecer extraño decir que, en este asunto, los casos excepcionales y “extraños” han sido el Cristianismo y el Islam, dos religiones que se consolidaron con una fuerte convicción proselitista, que ha hecho que con el paso de 18 siglos en el caso del Cristianismo, y 14 en el del Islam, un poco más de la mitad de la humanidad practiquen una u otra religión. Sobre todo en occidente, estamos muy acostumbrados a que todo tipo de “misioneros” de cualquier tendencia cristiana o islámica vayan por aquí y por allá buscando adeptos, o gente con quien charlar para intentar atraerlos a su credo.
El resultado, después de varios siglos de esta dinámica, es que un 33% de la población mundial es cristiana, un 21% es musulmana, y apenas un 0.2% es judía.
En ese sentido, pareciera que el judío es el raro. Habiendo sido la religión de la que, de uno u otro modo, se derivaron el Cristianismo y el Islam, su presencia numérica es ínfima, apenas perceptible.
Pero recuérdese: lo extraño a lo largo de la Historia, en realidad, es el proselitismo y las conversiones religiosas. En esa perspectiva el Judaísmo es una religión bastante normal, porque mantiene su identificación con un grupo y una identidad bien definidas históricamente.
Hay una tercera razón por la que el Judaísmo no hace proselitismo, ni lo fomenta, y que hemos señalado que se deriva de la difícil experiencia que ha tenido el pueblo judío a lo largo del exilio que abarcó hasta 1948, pero que se mantiene vigente en la psicología del judío.
Podrá sonarles extraño a los no judíos, pero lo que muchas veces pensamos sobre los que nos expresan su deseo de convertirse al Judaísmo, es algo así como “pero… ¿y para qué se quiere convertir?”
Los judíos sabemos que la posibilidad de mantener, cultivar y desarrollar una relación personal con D-os no es algo exclusivo nuestro. Todos somos hijos de D-os. Todos podemos buscarle y hallarle igualmente. La profundidad de nuestra espiritualidad es algo que depende única y exclusivamente de nosotros, no de ninguna religión. Por lo tanto, esa no es razón para volverse judíos.
La conversión al Judaísmo sirve, única y exclusivamente, para integrarse a una comunidad, a una identidad histórica, a un grupo perfectamente definido.
Un grupo que, por cierto, tiene una historia muy complicada y cuya situación siempre es difícil. No es fácil ser judío. Los modos de discriminación a los que uno está expuesto son muchos. En algunos lugares del mundo el asunto no es sólo la discriminación; se puede convertir en un verdadero peligro contra la integridad física de uno mismo o su familia. El activismo anti-sionista ha incrementado los riesgos, pese a la insistencia de muchos en que ser anti-sionista no es lo mismo que ser judeófobo. La realidad es que las manifestaciones y actividades anti-sionistas siempre son un escaparate para las exhibiciones más grotescas de racismo anti-judío, y no es extraño que muchos judíos hayan sido agredidos en esos contextos. Incluso, en el colmo de los colmos, anti-sionistas judeófobos han interrumpido conferencias o saboteado actividades en las que habría de participar algún judío anti-sionista. Paradójico, pero real. Y no s recuerda que no es fácil ser judío.
Por ello, desde hace casi dos mil años que el Judaísmo dictaminó no fomentar las conversiones. No podemos invitar a que la gente se encamine hacia algo que se puede convertir en un riesgo para ellos.
Un ejemplo de esta idea está en el dictamen rabínico que se hizo durante la II Guerra Mundial, según el cual los Karaítas no son judíos. Los Karaítas son una derivación del Judaísmo que se dio en el siglo VIII en Bagdad, y aunque sus prácticas religiosas e ideas tienen sensibles diferencias con el Judaísmo Rabínico, no se puede negar que hay un vínculo histórico.
Pero en el fragor de la guerra se emitió un dictamen que negó ese vínculo. ¿Por qué? Porque de ese modo los Karaítas quedaron fuera de los objetivos de Hitler y su maquinaria de exterminio. Se decidió que “no tenían nada que ver con el Judaísmo” para evitar que se les persiguiera también.
La consecuencia es una situación que a mucha gente le resulta curiosa.
Si usted es católico, puede ser que un día se aparezca un misionero pentecostal y le explique su punto de vista. Puede ser, incluso, que le convenza y usted decida cambiar de Iglesia. Pero podría pasar que ya dentro de una comunidad pentecostal, en un momento dado usted decida que eso no le termina de convencer, y entonces busque otra iglesia, y otra más y otra más, hasta encontrar aquello donde realmente se siente cómodo.
En ninguna de las iglesias que visite en ese proceso se le va a rechazar. Al contrario: seguramente será bienvenido, y seguramente la gente lamentara si en algún momento dado usted decide cambiar otra vez de iglesia.
Pero con el Judaísmo es diferente. Si usted, en ese proceso, quiere experimentar con el Judaísmo, simplemente no va a poder. Si llega a una sinagoga diciendo que “está buscando a D-os” y quiere pasar al servicio, lo más seguro es que no se le permita y se le indique que llame por teléfono y solicite un permiso. Y nadie garantiza que se le dé el permiso.
O tal vez tenga un compañero judío en el trabajo o la escuela, y en su búsqueda de D-os algún día se le ocurra pedirle “háblame de tu religión…”. Y el judío, entonces, pondrá cara de extrañado y se limitará a decir “eh… ah… bueno, somos monoteístas y leemos la Torá”. Y ya. Como si no hubiera más que decir, a diferencia de un evangélico o un mormón que de inmediato comenzarían una buena explicación porque tal vez ya vean en usted un posible converso.
De hecho, mucha gente de muchas religiones ve eso en los demás: posibles conversos. Los judíos sólo vemos a otras personas, con sus problemas y sus cosas buenas exactamente igual que nosotros.
Así que si un día se le aparece alguien en la puerte diciéndole “¿tiene cinco minutos para hablar de la ley de Moisés?”, o por internet y en redes sociales lo invitan a un grupo para motivarlo a convertirse al Judaísmo, dude. Dude mucho de eso, porque está muy lejos de ser el modo verdaderamente judío. En la mayoría de las ocasiones, lamentablemente hay estafas de por medio. Generalmente, económicas, pero también espirituales, por parte de grupos cristianos extravagantes que se presentan como “judaísmo”, y que en realidad no lo son.
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