Viena, capital del Imperio austrohúngaro y cuna de todas las tensiones de su tiempo. Se respiraba conflicto en las calles, y los hijos de Israel padecieron una atmósfera contradictoria, pues si bien podían desarrollar sus actividades sin muchos problemas se veían constantemente criticados por su origen.
Reza la convención que a finales del siglo XIX París era la capital cultural del universo y Londres su gran metrópolis. Sin embargo desde hace dos decenios, en parte por la labor del malogrado Jaume Vallcorba, sabemos que existió un tercer hombre fundamental en la ecuación: Viena, capital del Imperio austrohúngaro y cuna de todas las tensiones de su tiempo.
Entre ellas figura con letras poco honrosas el antisemitismo. La historia siempre recuerda que Hitler transcurrió los años esenciales de la juventud por el Prater y sus aledaños, pero la semilla del odio se había plantado mucho antes, hasta el punto de ser una de las claves de la realidad esquizofrénica que, de forma paradójica, marcó la edad de oro de la ciudad danubiana.
En Los judíos vieneses en la belle époque (Ediciones del subsuelo) el francés Jacques Le Rider se adentra en el interior de un conflicto que se respiraba en las calles y se inmiscuía en las mentes sin pedir permiso. Quienes más lo sufrieron fueron una retahíla de nombres ilustres, hijos de Israel que padecieron una atmósfera contradictoria, pues si bien podían desarrollar sus actividades sin muchos problemas se veían constantemente criticados por su origen.
La larga alcaldía del antisemita Karl Lueger simboliza a nivel político el estado de las cosas en aquel momento, pero la cuestión iba mucho más allá y generaba una serie de contradicciones basadas en la idea de pertenencia. Quizá por eso nombres como Karl Kraus o Hugo von Hofmannstal eran más que críticos con los de su condición hasta el punto de convertirse en una especie de odiadores internos, peculiar diatriba que sólo puede comprenderse si se considera, como muy bien entendió Arthur Schnitzler, la triple afiliación que comportaba residir en Viena siendo judío, pues además de ese ingrediente se añadían la nacionalidad austríaca y, de fondo, la idea de Alemania vista como la verdadera patria.
Nuestra visión de Austro Hungría viene condicionada en demasía por el recuerdo posterior a su debacle. Tras 1918, Joseph Roth y Stefan Zweig ensalzaron el mundo de ayer olvidándose de sus desperfectos, como si el universo de la doble corona habsbúrgica fuera un remanso de paz sin códigos culturales repletos de violencia extrema y múltiples fuentes de malestar.
Para Theodor Herzl esta encrucijada sólo tenía una solución: crear un Estado judío independiente. Tras pertenecer a asociaciones nacionalistas germánicas, el padre del Sionismo vivió en París el caso Dreyfus y entendió que, ante la imposibilidad de combatir el antisemitismo, lo mejor era buscar un lugar aislado que sirviera de verdadera patria. Sin embargo la mayoría de sus contemporáneos no eran del mismo parecer y apostaban por la integración. Viktor Adler creó el Partido Socialdemócrata austríaco y Sigmund Freud, quien siempre privilegió su filiación hebraica, fue capaz de ser el polémico dueño incontestado de su generación desde su despacho ubicado en el número 19 de la Bergasse.
Otros nombres sirven como magnífica metáfora de tanta paradoja. Gustav Mahler se bautizó católico, pero ni aún así pudo sustraerse de sus raíces. Hiciera lo que hiciera sus detractores arremetían contra su talento desde el prejuicio racial sin considerar que el genio de la inmensa Quinta Sinfonía era, por derecho propio, el continuador de la tradición alemana en la música clásica. Lo mismo ocurrió con su sucesor.
Arnold Schoenberg nació hebreo, se convirtió al protestantismo y en 1920 sufrió un giro copernicano que le hizo volver a su antiguo credo. Antes, durante y después de ese instante decisivo se armó de paciencia ante las infinitas críticas que generaba su revolución dodecafónica, tildada de música judía. Algunos de sus compañeros de viaje como Alban Berg se solidarizaron. Los demás prefirieron callar como forma de asentimiento recriminatorio.
El episodio que tanto trastornó al autor de Pierrot lunaire se ubica en el momento justo posterior al gran trauma. La Primera Guerra Mundial destapó la caja de los truenos nacionalistas. Si muchos israelitas negaban la posibilidad de un lugar propio era precisamente para no caer en la ignominia de fronteras y banderas. La pérdida de la potencia austrohúngara dejó a Viena en una situación demencial. El antiguo esplendor cedió su trono a una urbe que debía conformarse con ser capital de un pequeño país centroeuropeo sin ninguna relevancia sociopolítica. La frustración de la insignificancia y la llegada de muchos refugiados semíticos al final de la contienda agravó más si cabe la tragedia, discordante hasta el punto de ser latente y subterránea.
En 1922 el novelista Hugo Bettauer publicó Ciudad sin judíos, libro donde anticipó en clave de humor negro la futura expulsión de los hebreos, fatal porque sin su riqueza cultural Viena devenía un pueblo. Al final de la obra los proscritos regresaban a la ciudad y esta recuperaba toda su prosperidad.
Bettauer fue asesinado por los nazis en 1925. Veinte años después sólo quedaban 5.700 judíos. Era el efecto de la ceguera crónica de un mundo enfermo, incapaz de valorar la diversidad mientras apoyaba un totalitarismo que no siempre debe vestirse con ropajes dictatoriales para cumplir sus objetivos. La Historia, y esta es una de las grandes lecciones del libro de Le Rider, es el mejor aviso para navegantes.
Fuente: El Mundo
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