HERMANN BELLINGHAUSEN
Lo primero que uno veía eran sus ojos, inmensas ventanas para asomarse al mundo, de manera que son lo que recuerdo desde el instante inicial de una amistad profunda que duraría 25 años.
Cuando nos conocimos, Mariana Rosemberg vivía en el desierto, libre como un pájaro. Rentaba un cascarón de casa, una ruina, sin electricidad ni agua corriente en un fantasmal Real de Catorce. No habían llegado los turistas ni las mineras canadienses. Vivía como reina y Wirikuta era su jardín. Le bastaba, y hasta le sobraba, con ser artista. La más desinteresada. Parecía vivir en estado de gracia.
El desierto fue sólo una etapa de su ilimitada exploración interior. Aunque ¿puede llamarse interior algo que sucedía a la intemperie? En ese tiempo caminaba grandes distancias para platicar con el jícuri, y leía y releía todos los libros de Virginia Woolf. Descubrió en Virginia, como la tuteaba, el secreto de la respiración, el fluir de una conciencia alerta de cuya ironía nada escapa. Desde muy joven escuchó constantemente a Bob Dylan y Leonard Cohen, de cuyas canciones parecía salir ella misma. Con Leonard compartió las obsesiones y la lentitud. Nunca la vi sucumbir a la prisa. En Dylan, el favorito, estaba su retrato: She’s got everything she needs, she’s an artist, she don’t look back.
Era fotógrafa, vaya que si lo era. A los pocos días de descubrirnos en el Parque de Coyoacán trajo a las oficinas de México Indígena sus poderosos retratos mayas de Guatemala y Chamula. Tenía 24 años, y una forma única de retratar personas del campo, animales y cosas. Los publicamos de inmediato y se hizo amiga de todos nosotros. En 1991, para iniciar Ojarasca y encontrarnos con el gran Floriberto Díaz, viajamos a Santa María Tlahuitoltepec, Oaxaca. El resultado fue una original galería de estampas y retratos de la vida rural y la música mixe. Al regreso hicimos una escala en Huautla de Jiménez y nos internamos en bosques donde los helechos gigantes flotaban, las laderas eran de agua y los mazatecos aparecían y desaparecían como duendes riéndose. Una vez que estuvo bueno y propuse regresar a México, Mariana decidió quedarse. Típico. Llegar le resultaba fácil, a donde fuera; lo arduo era irse si se encontraba a gusto.
Con el tiempo comprendí que respiraba por el pensamiento, a causa de lo cual no podía detenerlo nunca. Encarnaba con desnuda pureza lo que se entiende por Filosofía. Mariana no lo sabía entonces, pero terminaría sus días leyendo a los mayores filósofos modernos, y discutiendo a solas con ellos, con sus críticos y sus exégetas.
Aún faltaban muchas escalas en el camino. Con su levedad de pajarito que come poco pero bueno, sus rumbos se bifurcaron una y otra vez. Reconocida pronto como fotógrafa (becas, publicaciones y todo) dejó de retratar indígenas y decidió enseñar a los niños de las comunidades cómo hacerlo. Intentó instalarse en algún Aguascalientes zapatista en Chiapas, más previsiblemente no agarró la onda de las regulaciones militares. Aunque ascética y sumamente adaptable a las circunstancias, Mariana no obedecía reglas, a menos que fueran las suyas. Similar actitud le había impedido permanecer en Israel cuando viajó allá al final de la adolescencia con la ilusión del trabajo colectivo.
Viviendo en el desierto, hacia 1990, se permitió inclinaciones místicas y una suerte de pensamiento mágico que no le duraron. Era demasiado racional, una atea integral. Ni siquiera la Razón fue dios. Admiró a Teresa de Ávila, y su pasión inquisitiva la condujo a pensar las religiones, en particular la judía. Su historia, más que la mitología bíblica. Un tiempo compartió cábalas (y a Cioran, que la mataba de risa) con su amiga Esther Seligson, y otras preocupaciones con Judith Boxer Liwerant. Se amanecía hablando de sus héroes Hannah Arendt (Hannah) y Walter Benjamin; de Scholem, Buber, Traverso, Agamben, Primo Levi, los pogromos eslavos, la solución final nazi. Suscribía el todos somos judíos alemanes de Cohn Bendit. Convencida de la necesidad del Estado Judío y sus derechos, no ignoró sus deberes incumplidos y los crímenes contra Palestina.
Me adelanto. Estábamos en que la fotografía. Llevar su cuarto oscuro a comunidades zapotecas de Oaxaca resultó un éxito definitivo en Guelatao, en la sierra (y la tierra) de Juárez. El taller para niños “La mirada Interior” generó imágenes audaces que viajaron a los museos, se conocieron en el mundo y produjeron un pequeño libro. Siempre habló con orgullo de sus alumnos Luna, Jorge, Abril y otros, que con el tiempo han resultado espléndidos y originales fotógrafos que últimamente heredó para Ojarasca.
Por definición, su residencia fue cambiante. Trataba de no vararse en nuestra ciudad. Si bien amores y curiosidades la llevaron a París, Barcelona y Roma, prefería el aire libre y asomarse al mundo por un mirador natural o una ventana grande. Lo hizo desde la sierra de Catorce, su departamento en la avenida México y en Macondo, un balcón telúrico sobre el océano en Mazunte. Siempre buscó el horizonte del sol tocando la jarana.
Llegado el tiempo, se dedicó a leer sólo poesía, con admirable amplitud. Su lengua de elección fue el francés, sin desdeñar el castellano. Sus nuevos amigos incluían a los surrealistas, los simbolistas, los alemanes, los rusos Mandelstam, Ajmátova, Tsvetáieva (su querida Marina). Paul Celan la condujo a la filosofía cruda. Resulta sorprendente la naturalidad con que se empezó a mover entre Husserl, Wittgenstein, Heidegger, Lyotard versus Heidegger, Hannah versus Heidegger, Deleuze, Jaspers y su mentor definitivo, Henri Bergson, con quien descubrió, más que en Proust, las corrientes de la memoria y el verdadero sentido del tiempo, ese donde inesperadamente se internaría el lunes 4 de abril a causa de una influenza que no atendió a tiempo. ¿Cuál tiempo? habrá pensado.
Teniendo a sus pies el Pacífico o las jacarandas del Parque México, bebiendo mate sin cesar, su mirada interior adquirió un filo temible. Daba vértigo verla pensar, su inteligencia en punto. En marzo, la última vez que nos encontramos, dijo: quiero volver a pintar. Sin darle importancia, lo había hecho en los años 80 y 90, y muy bien, en San Francisco (donde se unió a los Deadheads) y Real de Catorce antes de optar por la cámara. A la fotografía nunca quiso volver, pese a conocerla bien en forma y fondo. En El Péndulo y en su casa siguió siendo formidable maestra y crítica de las imágenes y la edición.
Aunque pudo hacerlo, nunca pretendió escribir. De haberlo intentado, se me ocurre pensar en Simone Weill, aunque a diferencia de ésta, la fiebre de Mariana estaba curada de misticismos y no era lo suyo dejarse morir por una causa. Todas estas pasiones y conversaciones, esta curiosidad en llamas, se apagaron de súbito un día después de cumplir 50 años. Sus amigos no tuvimos tiempo de darnos cuenta de su fragilidad verdadera.
Con su amado Leonard Cohen, sabía que en todo hay una grieta, y es así como entra la luz. Ella fue esa grieta, y su legado es pura luz.
Fuente:jornada.unam.mx
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