IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Acabamos de salir de Purim, y ya están a todo vapor los preparativos para Pésaj. Buen momento para reflexionar en algunos detalles que suelen pasar desapercibidos.
Hay un dato calendárico en el que pocos reparan: según los estamentos religiosos de la Torá, el mes de Nisán es el primero del año para los judíos (no confundir con el Aniversario de la Creación, por favor; son dos cosas muy diferentes). Eso significa que, en esa perspectiva religiosa, Adar es el último mes. Por lo tanto, Pésaj es la festividad con la que inicia el año, y Purim es la festividad con la que concluye el año. Eso, por sí solo, ya denota que ambas están hechas para complementarse.
Es curioso: las dos fiestas tienen que ver con la libertad del pueblo judío. En Pésaj, la libertad vinculada con la experiencia de salir de una “casa de servidumbre” y buscar una nueva vida en otro lugar; en Purim, la libertad vinculada con la lucha por el derecho a existir sin plantearse el cambio de residencia. Es decir: una es la lucha contra un sistema opresor, y la otra es la lucha contra un sistema xenófobo. Se trata, en conjunto, de una magnífica visión de la libertad integral.
Hay un detalle contrastante entre Pésaj y Purim: pese a tratarse de fiestas que tratan sobre la libertad humana, una es cien por ciento religiosa –Pésaj– y la otra cien por ciento laica –Purim–. Esto se debe a que una está instituida por la Torá y la otra no; se anexó como celebración en un momento muy posterior (según el libro de Ester, a partir de la etapa persa; es decir, hacia el siglo V AEC o un poco después).
En contraparte, hay un detalle que ambas fiestas tienen en común: son las que más controversias han causado por el asunto de la historicidad. En términos simples y objetivos, no existe evidencia arqueológica que demuestre, punto por punto, la narrativa del Éxodo o del libro de Ester como eventos históricos.
En el caso de Pésaj es comprensible y hasta cierto punto normal. El relato, tal y como lo conocemos, es una reconstrucción hecha hacia el siglo V AEC, a partir del material que se pudo recuperar después de que los babilonios invadieron y destruyeron Jerusalén. Eso significa que entre los eventos y el relato en su redacción definitiva hay unos 700 u 800 años de diferencia.
Más engimático resulta el caso de Purim. El texto es tan neutro en su redacción que los especialistas no han logrado detectar elementos definitivos para ubicar su fecha de composición. Naturalmente, tuvo que ser después del siglo V AEC, pero no hay modo de estar seguros de si fue escrito durante la etapa persa (539-332 AEC) o la etapa helenística (332-158 AEC).
Lo cierto es que los dos relatos parecen desconectarse de sus pretendidos contextos históricos. Por ejemplo, el del Éxodo plantea una situación donde un grupo huye de Egipto para establecerse en Canaán. Las tropas egipcias fallan en su persecución y se quedan ahogadas en el Mar Rojo. Eso, en términos históricos, es impreciso. En ese tiempo Egipto dominaba perfectamente todo el territorio de Canaán, parte de Fenicia (Líbano) y parte de Siria. Sus tropas se podían mover entre Egipto y Canaán en cuestión de días (según la Biblia, los israelitas se tardaron… cuarenta años). Entonces, el hecho histórico fue algo más complejo como dinámica social que sólo una “huida”.
El de Purim no es más claro o preciso. El nombre del rey deja cierto margen de dudas –Ajashverosh–, aunque tradicionalmente se le identifica como Jerjes I por su proyecto de invasión a Grecia. Sin embargo, en los registros aqueménidas no hay ningún dato respecto a ningún personaje que pueda identificarse con el relato bíblico.
¿Se trata de simples imprecisiones históricas o de narraciones legendarias?
No. No es tan sencillo. Con los dos relatos sucede algo muy complicado. El hecho de que ambas historias se desenvuelvan en una especie de limbo histórico (un Egipto que no es el Egipto histórico, una Persia que no es la Persia histórica) logra un efecto impresionante: los relatos son atemporales. Es decir, no nos hablan de algo que SUCEDIÓ, sino de algo que SUCEDE.
En el Egipto del Éxodo, el faraón no tiene poder más allá del Mar Rojo. A eso me refiero con que no es el Egipto histórico, donde el poder del faraón llegaba mucho más lejos. Pero no importa: se trata de mostrarnos que un pueblo sí puede ir más allá del alcance de sus opresores, y que pese a que los faraones dominaban Canaán, el pueblo de Israel de todos modos consiguió su libertad.
En la Persia del libro de Ester hay 127 provincias, cuando la realidad es que el Imperio Aqueménida (también llamdo Medo-Persa) sólo estuvo organizado en 40 satrapías en su momento de mayor expansión. Sin embargo, las dimensiones exageradas en el libro de Ester generan, desde un principio, la sensación de que el pueblo judío no tiene a dónde huir. De hecho, huir no es la solución. Se trata de un problema muy diferente al del Éxodo, y la lucha se tiene que dar allí mismo, donde cada judío está parado.
Entonces, el Éxodo es una lucha en movimiento; en Ester lo que vemos es una lucha en un lugar fijo.
¿Qué nos dice esto? Que la lucha por la libertad no se sujeta a clichés, a condicionamientos. Puede ser tan distinta como Pésaj y Purim y, de todos modos, ser una lucha por la libertad.
Los motivos de la lucha son distintos, por supuesto. En el Éxodo el problema es una sociedad en la que un grupo se ha impuesto sobre otro. El equilibrio social está roto, seres humanos viven como siervos de otros seres humanos. Se trata, ante todo, de una reivindicación humana, el derecho a la autodeterminación.
En Ester ese no es el problema. Los judíos viven con relativas comodidades, a juzgar por los escuetos datos que se deducen del texto. El problema es el racismo: un complot para exterminar, de los pies a la cabeza, a un grupo sólo porque es distinto. Se trata, entonces, de una lucha por el derecho a la coexistencia; habitar juntos un mismo espacio respetando nuestras diferencias.
Acaso eso es lo más desconcertante, históricamente hablando, del libro de Ester: el proyecto de Hamán es para exterminar a toda una nación, una cultura. Eso nunca se había dado. De hecho, incluso el proyecto de Antíoco IV Epífanes no fue tan pretencioso; buscaba asimilar a los judíos a la cultura helénica, pero no su exterminio físico. Acaso, su exterminio cultural.
Pero con Hamán es distinto: desea la desaparición integral de todo lo que tenga que ver con los judíos, tanto física como espiritualmente. Es algo que, en términos muy concretos, sólo se ha vuelto a dar en la época del Nazismo, donde se planteó una “solución final” al “problema judío” en Europa, en el entendido de que eso significaba el absoluto exterminio.
A eso me refiero cuando digo que estos relatos son atemporales. Más que una cátedra sobre algo que sucedió en un momento de la Historia, es una cátedra sobre algo que sucede todo el tiempo a lo largo de la Historia: seres humanos oprimiendo seres humanos, seres humanos exterminando seres humanos.
Por eso resulta sumamente significativo que el año religioso judío comience y termine así, recordánonos que la lucha por la libertad nunca termina.
Lo primero es luchar por nuestra existencia misma. De eso se trata Pésaj. Lograr una condición de liberta y autonomía que nos permita desarrollarnos de manera autónoma, sin rebajar nuestra dignidad ni someternos a quien abusa del poder. Pero eso conlleva un riesgo: intentar imponer un nuevo orden en donde no haya cupo para las minorías. Por eso, nuestra última lucha –Purim– se trata de aprender el valor de la coexistencia. Si con Pésaj aprendimos a ser nación, con Purim aprendemos a ser tolerantes. Si con Pésaj logramos vencer a nuestros enemigos externos, con Purim logramos derrotar a nuestros demonios internos.
Que estas fiestas marquen el comienzo y el final del año religioso significa que el Judaísmo es un compromiso con la libertad humana.
Una última reflexión: este compromiso no debe ceder a la tentación del triunfalismo desaforado. No porque nuestros enemigos hayan sido derrotados debemos bajar la guardia, porque el peor riesgo no es que se levanten otra vez y nos puedan derrotar, sino que nos convirtamos en eso mismo que habíamos combatido.
En Pésaj esto se señala de un modo impresionante en un Midrash: cuando el pueblo de Israel cruzó el Mar Rojo y los soldados egipcios se ahogaron, los ángeles del cielo estallaron en júbilo y alabanzas a D-os. Pero entonces D-os los reprendió y les dijo: “¿Por qué os regocijáis? ¿No veis que mis hijos están muriendo?”
También los egipcios son hijos de D-os. También nuestro enemigo conserva un reducto de dignidad humana que debe ser respetada.
Por ello, la tradición en el Séder (cena) de Pésaj es que cuando se mencionan las diez plagas que azotaron a Egipto, quitamos una gota de nuestra copa de vino. Significa que nuestro gozo no puede ser completo (el vino es el símbolo del regocijo) porque aunque fuimos liberados, mucha gente sufrió en ese proceso. Se podría decir que sufrieron porque se pusieron en el bando equivocado, pero no importa. Sufrieron. Fueron seres humanos sufriendo.
En Purim esta misma idea se expresa de otro modo: los llamados Mishloaj Manot y Matanot L’evionim. Los primeros son dulces que se regalan entre judíos, los segundos son ayudas para la gente necesitada. Dice la tradición judía que nuestra felicidad no puede estar completa si no se comparte con los demás.
Por eso, por decirlo de algún modo, nuestra copa no está completa nunca. En Pésaj, porque debemos recordar a la gente que sufre; en Purim, porque debemos compartir lo que tenemos.
Es parte de la lucha por la libertad. No es sólo una militancia política o ideológica. Es una profunda convicción de que el único sentido que puede tener una lucha libertaria es la gente. Toda la gente, no nada más nosotros, no nada más los que piensan como yo, no nada más los de mi propia religión.
Así empieza y termina el año religioso judío. Así debería ser la humanidad.
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